Pilar Mayo - Las maletas del olvido

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Amparo es una mujer peculiar llena de supersticiones y de manías que rozan la obsesión.Sus días transcurren sin altibajos, hasta que tras un suceso inesperado, todo su universo parece desmoronarse y el caos asoma a su vida. Amparo no dudará en hacer lo que sea necesario para que sus hijas, Elena e Inés, puedan volver a encontrarse a sí mismas y plantarle cara de aquello que las atormenta. Incluso si eso significa enfrentarse de una vez por todas a un pasado que no es capaz de dejar atrás. Las maletas del olvido es una emotiva historia narrada a tres voces que gira alrededor de un personaje inolvidable: Amparo, que representa el amor incondicional de una madre y su lucha para que sus hijas vuelvan a ser felices.

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—Te­re­sa —su­su­rro.

Inés

Sue­na el tim­bre, será Te­re­sa.

Me da mie­do mi ma­dre, no en­tien­do nada de lo que me ha di­cho, no de­ja­ba de an­dar de un lado a otro de la ha­bi­ta­ción llo­ran­do mien­tras de­cía que Mu­riel ha­bía des­apa­re­ci­do, no sé qué dice de la fru­ta, del su­per­mer­ca­do y de unas bol­sas de plás­ti­co. No la ha­bía vis­to nun­ca así, ¿qué ha­brá pa­sa­do? Le es­cri­bo un men­sa­je a Mu­riel, mi ma­dre y el mó­vil no son bue­nos ami­gos, la ma­yo­ría de las ve­ces se equi­vo­ca de des­ti­na­ta­rio cuan­do en­vía los wa­saps; otras la lla­mas y cuel­ga e in­clu­so ni con­tes­ta por­que dice que no sue­na. Como mis men­sa­jes no le lle­gan, la lla­mo. Mu­riel tie­ne el mó­vil apa­ga­do y eso sí que es ex­tra­ño, por­que mi so­bri­na anda todo el día con el te­lé­fono en la mano, no de­ja­ría que se que­da­ra sin ba­te­ría.

Me pon­go el chán­dal de­pri­sa y, cuan­do sal­go de la ha­bi­ta­ción, me en­cuen­tro a mi ma­dre y a su ami­ga en la co­ci­na co­gi­das de la mano. Te­re­sa, con su in­se­pa­ra­ble fal­da lar­ga de vue­lo, sus de­dos lle­nos de ani­llos y su lar­ga me­le­na ne­gra suel­ta y bri­llan­te, como una cín­ga­ra de las que apa­re­cían en los cuen­tos que mi ma­dre me leía de pe­que­ña.

En cuan­to me ve, se le­van­ta y se acer­ca a abra­zar­me.

—Inés, mi niña, pero qué gua­pa es­tás.

Te­re­sa hue­le a in­cien­so y a li­món, a mis­te­rio y a bue­na per­so­na. Y sé que lo dice de ver­dad, ella ve a la gen­te más o me­nos agra­cia­da en fun­ción de su aura. «El fí­si­co no im­por­ta», dice siem­pre. A lo me­jor es por­que ella es una de las mu­je­res más gua­pas que he vis­to ja­más, la edad no le ha res­ta­do be­lle­za.

—Mu­riel está viva. Ya se lo he di­cho a tu ma­dre. Aho­ra te­ne­mos que ir a bus­car­la, nos ne­ce­si­ta. No po­de­mos per­der tiem­po.

Me que­do pa­ra­li­za­da, por­que ni se me ha­bía pa­sa­do por la ca­be­za que al­guien hu­bie­ra po­di­do ha­cer­le daño a mi so­bri­na. Y aun­que no creo en fan­tas­mas ni au­ras ni adi­vi­nas ni creo que Te­re­sa sea vi­den­te, me obli­go a pen­sar que lo que dice es ver­dad. Sal­go de casa con ellas sin sa­ber a dón­de va­mos y ten­go que vol­ver a en­trar para co­ger las lla­ves del co­che. An­tes de ce­rrar la puer­ta, cojo la foto de Mu­riel que hay en el re­ci­bi­dor y la meto en el bol­so sin de­te­ner­me a sa­car­la del mar­co.

En el co­che, mi ma­dre vuel­ve a con­tar­me lo que ha pa­sa­do, esta vez con más cal­ma. Está hun­di­da, no deja de re­tor­cer­se las ma­nos, como si tu­vie­ra frío, y no se me ocu­rre qué de­cir­le para tran­qui­li­zar­la. Las pa­la­bras se me que­dan atas­ca­das en la gar­gan­ta por­que to­das me pa­re­cen hue­cas y sin sen­ti­do.

La pri­me­ra pa­ra­da es la co­mi­sa­ría, no se nos ha ocu­rri­do otra cosa. El mos­so d’es­qua­dra que nos atien­de es muy jo­ven. Mi ma­dre em­pie­za a ha­blar de­pri­sa sin dar­le op­ción a pre­gun­tar nada, dis­pa­ra las pa­la­bras como ba­las. Cuan­do ter­mi­na, el mos­so nos in­di­ca que es­pe­re­mos, que en­se­gui­da nos avi­sa­rán para que po­da­mos po­ner la de­nun­cia, y nos se­ña­la una sala de es­pe­ra que está de­sier­ta. Nos sen­ta­mos en unas si­llas de plás­ti­co ator­ni­lla­das al sue­lo. Van pa­san­do los mi­nu­tos y no nos lla­man, a pe­sar de que no hay na­die más es­pe­ran­do. Ha­ce­mos cá­ba­las so­bre dón­de pue­de es­tar Mu­riel. En­tro en su Ins­ta­gram por si pue­de dar­nos una pis­ta, pero des­de hace dos días no hay ac­ti­vi­dad en nin­gu­na de sus re­des. La lla­mo y, otra vez, una voz en­la­ta­da me in­for­ma de que el nú­me­ro al que lla­mo está apa­ga­do o fue­ra de ser­vi­cio, y, a pe­sar de que sé que vol­ve­rá a ha­cer­lo, vuel­vo a mar­car con la ab­sur­da es­pe­ran­za de que se haya que­da­do sin ba­te­ría y cuan­do lo pon­ga a car­gar aten­de­rá a mi lla­ma­da. La es­pe­ra se me hace eter­na. Mi ma­dre se acer­ca de nue­vo al po­li­cía, que está den­tro de su cu­bícu­lo, se­pa­ra­do de la gen­te por una mam­pa­ra. El tipo te­clea algo en el or­de­na­dor, pa­re­ce que esté me­ti­do en una pe­ce­ra. Gol­pea el cris­tal con los nu­di­llos y el mos­so le­van­ta la ca­be­za con cara de fas­ti­dio.

—¿Tar­da­rán mu­cho en lla­mar­nos? —pre­gun­ta—. Como no hay na­die más…

—Se­ño­ra, la lla­ma­rán cuan­do pue­dan, ya le he di­cho que se sien­te.

En­ton­ces mi ma­dre pier­de los pa­pe­les.

—¿Que me sien­te? No ten­go tiem­po para sen­tar­me. ¿Es que no ha oído nada de lo que le he di­cho? Mi nie­ta ha des­apa­re­ci­do, hace dos días que no sa­be­mos nada de ella y solo tie­ne quin­ce años. Haga el fa­vor de avi­sar a al­guien y que ven­ga en­se­gui­da si no quie­re que en­tre yo mis­ma —vo­cea, gol­pean­do el cris­tal que nos se­pa­ra del po­li­cía con el bol­so y se­ña­lán­do­lo con el dedo en un ges­to ame­na­zan­te—. ¿Es que está sor­do? ¡Mue­va su puto culo y haga su tra­ba­jo!

Te­re­sa y yo in­ten­ta­mos apar­tar­la del cris­tal y que se cal­me, pero no po­de­mos con ella, está fue­ra de sí. Gol­pea el cris­tal fu­rio­sa una y otra vez y nos apar­ta a em­pu­jo­nes. En­se­gui­da apa­re­cen otros dos po­li­cías. No hace fal­ta que in­ter­ven­gan. Al ver­los, mi ma­dre para de gri­tar y de dar gol­pes, se co­lo­ca bien el abri­go y se arre­gla el pelo.

—Ve­ni­mos a po­ner una de­nun­cia —dice, como si aca­bá­ra­mos de en­trar y no hu­bie­ra pa­sa­do nada.

Nos ha­cen pa­sar a una sala y Te­re­sa se que­da fue­ra, es­pe­ran­do. Su­pon­go que es­ta­rán acos­tum­bra­dos a ver de todo, pero da­mos ver­da­de­ra pena: mi ma­dre con la cara des­en­ca­ja­da de llo­rar y el pelo re­vuel­to des­pués de la ba­ta­lla que ha li­bra­do ahí fue­ra, el abri­go en­ci­ma de la ropa que te­nía pues­ta en casa; yo con un chán­dal vie­jo por­que no me cabe otra cosa y un abri­go lar­go de pun­to con un roto en una man­ga —un agu­je­ro igual que el que ten­go en mi vida y me em­pe­ño en lle­nar de co­mi­da—; y Te­re­sa, que pa­re­ce una gi­ta­na de fe­ria, con sus amu­le­tos col­ga­dos del cue­llo, sus pul­se­ras de bi­su­te­ría ba­ra­ta y esos pen­dien­tes de aro enor­mes.

El po­li­cía que nos atien­de pa­re­ce to­mar­se en se­rio lo que le ex­pli­ca mi ma­dre, por suer­te. Es un hom­bre ma­yor que debe es­tar a pun­to de ju­bi­lar­se, mi ma­dre se di­ri­ge a él como «agen­te». Si no fue­ra por lo dra­má­ti­co de la si­tua­ción, la es­ce­na ten­dría tin­tes có­mi­cos. Des­pués de to­mar­nos de­cla­ra­ción, el «agen­te», como lo ha bau­ti­za­do mi ma­dre, nos da una co­pia de la de­nun­cia y un pa­pel don­de ano­ta su nú­me­ro de mó­vil.

—Aquí tie­ne mi nú­me­ro, no dude en lla­mar­me para cual­quier cosa, a la hora que sea. Ya ten­go sus da­tos, la man­ten­dré in­for­ma­da. No se preo­cu­pe, lo más pro­ba­ble es que se pre­sen­te en casa, como si nada, des­pués de dos no­ches de fies­ta. Aho­ra, vá­yan­se a casa.

Sa­li­mos de la co­mi­sa­ría, no sin que an­tes mi ma­dre le di­ri­ja una mi­ra­da ase­si­na al po­li­cía que nos aten­dió cuan­do lle­ga­mos. Nos mon­ta­mos en el co­che, pero no arran­co, por­que no sé a dón­de ir. A casa no es una op­ción, nos vol­ve­re­mos lo­cas es­pe­ran­do. Se me ocu­rre que Mu­riel po­dría es­tar con su me­jor ami­ga del ins­ti­tu­to, o que igual ella sabe algo, se pa­san ho­ras ha­blan­do por el mó­vil. No ten­go su te­lé­fono, pero sé don­de vive, por­que la he lle­va­do con el co­che al­gu­nas ve­ces.

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