En definitiva, no parece que el configurarse conforme a los deseos de los profesionales sea la mejor garantía de servicio universitario a la totalidad de la nación. Confundir la necesidad de que se acrecienten seriamente los saberes técnicos y su utilización práctica en orden al desarrollo y a la liberación del país, con la constitución de un grupo social privilegiado, que va a aumentar su poder con el dominio político de la universidad, sería confusión de gravísimas consecuencias. Bastante campo tienen en sus profesiones y en sus asociaciones profesionales para intervenir en la marcha del país. Nada justifica que se introduzcan como profesionales en la marcha directa de la universidad, sin entrar de verdad en lo que es la labor universitaria. Solo la participación en el trabajo universitario justificaría, hasta cierto punto, su intervención en el gobierno de la universidad.
4. Dimensión culturalista e investigadora
Aunque la ley acentúa el matiz profesionalista de la universidad, no puede menos que tener en cuenta también los aspectos de cultura e investigación. Pero, como veremos enseguida, estos aspectos quedan un tanto subordinados a la dimensión profesionalizante.
Los puntos sobre los que la ley insiste más en esta línea de la investigación y la cultura están enmarcados en lo que la carta de remisión apunta: los cambios profundos a los que debe ser sometida la Universidad de El Salvador deben ir dirigidos «a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas al servicio de nuestro país», para lo cual se necesita impulsar la investigación científica. En el artículo cuarto de la ley, ya vimos que se pone como primer fin de la universidad «conservar, fomentar y difundir la cultura», y como segundo, «realizar investigaciones científicas, filosóficas, artísticas y técnicas de carácter universal y sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular». En el artículo sexto, la libertad de cátedra, con la que se puede buscar la realización de esos fines, queda algo reducida a la «exposición, comentario y crítica de las doctrinas e ideas, con propósito exclusivo de enseñanza e investigación». En el considerando tercero, a su vez, se garantiza «el estudio y libre discusión de las distintas corrientes del pensamiento humano», para lo cual queremos suponer que las aduanas del país dejarán entrar los instrumentos necesarios, sin los cuales esa discusión será todo menos universitaria.
Que la universidad tenga que ver con la cultura, es de por sí menos claro de lo que tópicamente pueda parecer. Todo depende de cómo se entiendan la cultura y su función, en una determinada situación histórica. Por eso, es equívoco plantear este problema de la cultura como fin primero de la universidad. Con todo, aunque la redacción de esta finalidad primera puede parecer tópica, es, sin embargo, casi necesaria y, además, lo suficientemente indeterminada y abierta. Cerrar y determinar su sentido por lo que se llama filosofía general que anima a la ley, sería un error.
En general, las formulaciones que incitan a la investigación son amplias y nobles. Su única limitación se esconde en lo que la ley está tratando de evitar: la repetición de lo acaecido en los últimos años en la universidad intervenida. Los autores de la ley parecen suponer que la despolitización de la universidad es posible y es necesaria, y que, entre la forma usual de haber hecho política por parte de la Universidad de El Salvador y la negación de toda forma de política por parte de la universidad, no hay posible término superador. Ahora bien, esos dos supuestos son discutibles.
La universidad es, en efecto, una institución pública de tal peso en la marcha de un país pequeño, que apenas cuenta con otra alternativa válida, que no puede menos que entenderse a sí misma como una realidad política. Un planteamiento universitario que no sea explícitamente político irá a parar o a la politización activista o a la dejación politizada de su estricta obligación política. La ley, frente a la politización activista de la anterior universidad, parece proponer la alternativa de una despolitización absoluta. Ahora bien, bastaría con percatarse de que esta despolitización es lo que busca el Gobierno actual, y, en general, todos los que detentan el poder, para entender sin lugar a dudas de que tal despolitización tiene un gravísimo sentido político, pues implica una positiva opción –a pesar de sus apariencias puramente omisivas– en favor de una de las soluciones políticas.
Dado entonces, que la politización de la universidad es un hecho ineludible, al menos en la actual situación del país; más aún, es un derecho y una obligación, pues no nace del deseo de algunos universitarios de hacer política –lo cual podrían y deberían hacerlo por medio de partidos políticos–, sino de que la universidad misma es aquí y ahora una realidad política; dado este planteamiento, lo que urge es afrontar el problema y descubrir la manera universitaria de hacer política. Esta manera universitaria de hacer política implica, desde luego, intervención en la solución técnica de los problemas reales del país –vuelve a salir la necesidad de la profesionalización junto con la de la investigación–, pero no puede ignorar que el gran problema del país, el país mismo como problema, es fundamentalmente un problema político. No puede ignorar tampoco que para el problema político hay necesidad de ciencia e investigación política. No puede ignorar, finalmente, que los problemas políticos y el destino mismo de la universidad exigen un contacto inmediato con la conciencia popular, sin la cual la intervención de la universidad no sería ni técnica ni universitaria.
El problema es, entonces, cuál es la cultura y cuál la investigación que el país necesita para salir de su postración. No implica esto reducir la universidad a tareas inmediatistas, sino que exige una reflexión permanente sobre qué patrones de cultura deben crearse aquí y sobre qué investigación se requiere para realizar esos nuevos patrones. Todo esto supone mucho saber, porque para no repetir hay que saber mucho. La universidad debe estar en vigilia permanente, tanto para no caer en el inmediatismo politizante del que quiere hacer sin saber a fondo qué hacer y cómo hacerlo, como para no caer en el culturalismo escapista que, al ser huida de la realidad, es negación del saber real.
Tal vez, la ley, por proteger a la universidad del peligro primero, puede preparar la caída en el segundo; al menos, puede reducir el servicio universitario a una ayuda puramente técnica y profesional.
5. El servicio social de la universidad
La ley no descuida la función social que debe prestar la universidad, sino que la proclama paladinamente, incluso con formulaciones vigorosas.
El intento de la ley, según la carta de remisión, sería ante todo poner a la Universidad de El Salvador «definitivamente a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas y científicas al servicio de nuestro país». La ley misma, en sus considerandos, es todavía más explícita: «la Universidad está obligada a prestar un servicio social, persiguiendo la elevación espiritual del hombre salvadoreño, la difusión de la enseñanza superior y la investigación científica» (Considerando II); debe contribuir «a la afirmación en El Salvador de una sociedad democrática y libre, que persigue afanosamente alcanzar la justicia social» (Considerando III). Por eso, la misma ley establece entre los fines de la universidad realizar investigaciones «sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular» (art. 4b).
Respecto de los estudiantes, se propugna que alcancen una formación integral con sentido social (art. 4d). Se establece el servicio social obligatorio como condición previa para la obtención del grado académico (art. 40).
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