En la medida que la manipulación de la historia oficial chilena denota la intencionalidad de quienes manejaron la «idea» de Chile, ¿será necesario que transcriba aquí algunas líneas de ella?: «El nombre de Chile con que los aborígenes designaban a nuestro territorio…», dice. Y en el llamado período de la Colonia, a las victorias de nuestro pueblo, por ejemplo en Kuralava en 1598 y Boroa en 1606, las denominan «desastres». Claro, no es para nada sorprendente, dirá seguramente usted –y con razón–, no se trata de un texto de historia mapuche.
Hoy el Estado reclama el respeto para sus autoridades, lo que nos parece natural, me dicen; pero nada ha hecho hasta ahora para reparar, por ejemplo, la ofensa que la historia oficial ha inferido a una de sus similares en el mundo mapuche: la machi , la que –en una divulgada Historia de Chile de Walterio Millar, por ejemplo– es descrita como sigue: «Eran las médicas o curanderas. Hacían vida solitaria y se dejaban crecer el pelo y las uñas. Hoy se les conoce con el nombre de brujas».
En tanto ¿la participación del «pueblo» chileno se reduce, en esencia, a la página dedicada al Roto?: «Se erigió en la plaza Yungay de nuestra capital una estatua al roto chileno, el típico personaje representativo de nuestro pueblo, de sus hazañas y de sus glorias», dice.
*«Manifiesto de historiadores». Publicado en el diario El Siglo en febrero de 1999. Recogido por LOM ediciones, junto con otros textos, en septiembre de 1999, en la colección Libros del Ciudadano, serie Historia.
El mundo es un círculo, una globalidad, un cuerpo vivo con una columna vertebral que la mueve: los seres humanos reconociéndose en la profundidad de la naturaleza. Cada lugar único, pero con un resollar, un rumor repetible que podemos sin duda reconocer en cualquier lugar de la Tierra en el que nos encontremos…, si es que hemos aprendido a escuchar la inmensidad del silencio, dice nuestra gente.
Cada territorio, cada tierra, es una vértebra con una función específica que cumplir en dicha totalidad; libre pero a la vez relacionada indisolublemente con las demás. Es la «ley» que se debe cumplir para que continúe el equilibrio, para que exista un desarrollo armonioso de la vida en la Az Mapu (con su positivo y negativo).
Y es uno solo el Dueño del espíritu del aire, por eso ninguno de nosotros puede poseerlo, dicen nuestros mayores. Ese «aire azul a veces y gris también a veces. El que compraste piensas tú como quien compra el techo con la casa», como lo escribe el poeta cubano Nicolás Guillén.
La gente de las ciudades, me dice la memoria de mi gente, considera que el silencio está solamente en el ensueño de la montaña o en el rielar de los lagos o en el planeo de un pájaro sobre la cimbreante copa de los árboles. ¿No comprenden aún que la metáfora de la montaña, de los lagos, de los pájaros, de los árboles, está en el universo infinito y celeste que también los habita?
Vengan, dicen. Pero caminen antes hacia la cima / la sima de sus almas. Allí la energía de la dualidad les mostrará el Espíritu Azul de la naturaleza. Tal vez comprendan, dicen, que el poder más difícil es el que debemos establecer en la vasta superficie de nuestro mundo interior: la medida de lo que podemos ejercer en la tierra que pisamos, en el mundo exterior. Y tal vez comprendan, dicen, por qué no hay orgullo ni vergüenza en las aves sostenidas por sus vuelos. La DIGNIDAD del vuelo. Cada cual retozando en el aire que le toca, con entereza recogiendo únicamente lo necesario para vivir. Por todas las tierras suspendidas junto a sus cantos y al rocío, al pensamiento que en madrugada cae sobre las flores, fluyendo desde lo que aún no tiene nombre.
¿Puede existir entonces orgullo o vergüenza en el misterio de vivir? ¿No es acaso la cultura –la civilización– de la vida, su dignidad, lo que compartimos o debiésemos en definitiva compartir con todos los habitantes del universo?, dicen nuestras abuelas y nuestros abuelos.
Otra vez la palabra en la construcción de lo nombrado, y proyectando también los despojos de un cuerpo que será nuevamente tierra –verdor–, fuego, agua, aire. El impulso constante de la palabra intentando asir lo hasta ahora innombrado.
Nuestra gente ha hecho observacionescientíficas muy profundas. Gracias a ese afán científico dieron nombre a todo lo existente en la tierra y a lo observable en el universo físico, sicológico y filosófico.
Nos dicen: La gente, el ser humano, viaja por la vida con un mundo investido de gestualidades que se expresa antes que el murmullo inicial entre el espíritu y el corazón sea realmente comprendido.
Poco a poco –con la creciente experiencia, el encuentro con la palabra de los otros, los colores, los aromas, las texturas, la impresión que nos producen las cosas y el misterio de los sueños– dicho murmullo se transforma en un lenguaje. Es el lenguaje el que resume la presencia de los antepasados y la de cada uno en particular con su actualidad y con la creación –y toda la potencialidad– de su «futuro».
A mayor silencio, y consiguiente contemplación, más profunda será la comprensión del lenguaje de la naturaleza y, por lo tanto, mayor será la capacidad de síntesis de los pensamientos y de sus formas con las que vamos fundamentando la arquitectura de la poesía, el canto necesario para convivir con nosotros mismos y con los demás.
Así nuestra incipiente sabiduría nos revela que la vida, que el ser humano, que la Tierra y el universo son la manifestación «real» de la dualidad. En el mirar aquí y hacia arriba comprobamos que somos –cada cual– constelaciones del cosmos exterior e interior, somos un cuerpo efímero que, buscando su correspondencia con lo visible e invisible, proyecta su energía –su espíritu– hasta lo inimaginable, aferrados a la senda marcada por puntos luminosos –también externos e internos– llamados estrellas.
Mas hay quienes en la ciudad me dicen que no escriba la palabra antepasados, ni la palabra mayores, ni la palabra antiguos. Y yo me digo y les digo: el ser humano viaja por la vida con un mundo investido de gestualidades que se expresa antes que el murmullo inicial entre el espíritu y el corazón sea realmente comprendido…
El País Mapuchede antaño comprendía parte del territorio de lo que hoy es Chile y parte de lo que es hoy Argentina. Considerando esa realidad, me dicen, los mapuche –ahora– somos más de dos millones de personas. En Chile, «residimos» fundamentalmente en las provincias de Bío Bío, Arauco, Malleco, Cautín, Valdivia, Osorno, Llanquihue, Chiloé. Un importante porcentaje vive en ciudades como Santiago, Valparaíso, Concepción, Temuco, Valdivia. En Argentina, nuestra gente reside en las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz...
Los «forjadores» de ambos Estados consideraron como un «problema fronterizo» la pervivencia de nuestro País Mapuche, de modo que inician una invasión casi simultánea. El Estado argentino, en 1833, desarrolló la denominada Campaña de los Llanos. Pero es en 1878 que ponen en marcha el plan que se llamó Campaña del Desierto, a cargo del ministro de Guerra de Argentina, Julio Roca, que consolidó (con miles de muertos, como en Chile) la ocupación del territorio mapuche de ese lado de la cordillera. En Chile, en 1883, es refundada Villarrica –por el coronel Gregorio Urrutia–. Los militares, al mando de Cornelio Saavedra, afianzan de esa manera la denominada «Pacificación de la Araucanía».
1883: Se consolida la «Pacificación» de los mapuche por el Estado chileno, realizada por su ejército triunfante en la Guerra del Pacífico.
1973: fecha que revela la anterior, la «Pacificación» de los chilenos. La que esta vez no solamente involucró a ustedes los chilenos, sino también a nuestra gente. No es casualidad entonces que en esta Región haya habido un número considerable de detenidos y desaparecidos mapuche entre las dos mil o más víctimas de la represión ocurrida durante el período del gobierno militar.
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