José Garzón del Peral - Se muere menos en verano

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Salido de una familia humilde en un pequeño pueblo en Jaén, Pedro llega a Madrid con el objetivo de estudiar una carrera. Tiene que salir adelante en un mundo de trenes mugrientos, pensiones inhóspitas y penurias económicas. Toca tirar de ingenio para avanzar. Ya como un hombre envejecido y achacoso, tío Pedro cuenta su experiencia a un joven. Aquellos inicios de supervivencia le llevaron hasta una vida en la que se introdujo en la bohemia teatral, entabló amistad con personalidades como el jefe de la Comunidad Ahmadía del Islam en España o con quien posteriormente se proclamó como el Papa Clemente e incluso vivió en Lisboa la Revolución de los Claveles.Entre frases entrecortadas por su avanzada edad, el tío Pedro expone en un libro intenso, lleno de anécdotas y de lugares para el recuerdo, una vida donde toma cuerpo la propia biografía de José Garzón. 
Se muere menos en verano es toda una sucesión de imágenes, un legado a la superación entre un colegio del Sacromonte granadino y la Sevilla donde el protagonista encontrará su estabilidad profesional.

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En Stella convivían, a partes iguales, sentido del humor y mal carácter; decía haber terminado cansada de los adjetivos ampulosos con que la habían etiquetado en sus años de esplendor:

—Ahora me doy cuenta que eso es una chorrada. ¡Con cuántos boludos me habré topado allá en Argentina! Yo era un espíritu libre que se truncó por un traspiés y que, ya en España, he tenido que reeducar en el hiperrealismo; he aprendido a luchar pero han anulado mi fantasía, esa me la han matado, España es un país monocolor.

—No se ría de mí, Stella, pero no sé qué es un boludo, debe ser algo peyorativo por el contexto, pero… concretamente, qué —respondí.

—Boludo es un adjetivo con muchas acepciones que lo mismo se aplica a las personas que no se dan cuenta o no saben aprovechar los vientos favorables que se le presentan en su existencia, que a un insensato, un tonto o un necio… Yo suelo utilizarlo para llamar la atención de otra persona o para referirme a alguien con un par.

Pese a estar de vuelta Stella presumía de seguir activa, no descartando absolutamente nada que le saliera al paso, estaba dispuesta a soltar amarras pero sin olvidar su pasado, el placer que le producía haber sido musa de una generación…

—Todas las musas que he conocido han acabado muertas, y esos no son por ahora mis planes. —Musitaba con orgullo y acentuada musicalidad—. Mira, fui bella y trasgresora, compartí mi mejor noche de pasión con un amigo de mi pareja; las relaciones sexuales con él, con mi pareja, no eran muy satisfactorias… Por favor, no le cuentes nada de esto a Edith, no es necesario que sepa más que lo imprescindible.

Pese a mi juventud estaba seguro que pocas mujeres se sentirían tan cómodas hablando de su vida sexual y aireando sus deseos con desnudez, como Stella…

—Así era y así sigo siendo, no pienso cambiar, lo tomas o lo dejas. —Mientras hablaba yo observaba como su piel de porcelana se fundía con un vestido ligeramente escotado sobre el que descansaba la melena veteada; un maquillaje sutil, casi imperceptible, resaltaba su glamour; con no ser pocos, estos atributos refulgían hasta el éxtasis al ser espoleados por su cálida y melosa voz, todo inducía al deseo pecaminoso de la madurez… y ella era consciente… me estaba seduciendo y disfrutaba con su perversión. Presumía de haberse negado a ser un trofeo.

—Me gustan los envoltorios llamativos pero antes de aceptarlos necesito estar segura de que contienen algo aprovechable.

En sus monólogos comencé a escuchar contradicciones que me hicieron dudar de su sinceridad, intuía que la edad le estaba haciendo cambiar de principios pero, pese a todo, albergaba la certeza de que nada tenía que hacer con ella, que solo me utilizaba para recrear su pasado y gozar con el desconcierto de un adolescente; creo que los dos éramos conscientes de aquel imposible porque a la edad siempre hay que darle la importancia que tiene.

Stella estaría reservada al tío Gerardo y, simultáneamente, su hija Edith al mejicano. Ambos hicieron valer su experiencia, fueron de cacería y cobraron la pieza. En mi inocencia fui testigo de cómo madre e hija, en ausencia física de la contraria, se recluían en la habitación con el amante respectivo, nunca ambas a la vez porque se tenían respeto, pero el amor, como el dinero, no se puede ocultar y ambas relaciones terminaron siendo la comidilla de todos; Owen, más joven y desinhibido, no ocultaba la relación, al contrario, la aireaba tanto que antes de entrar a la habitación de Edith solía santiguarse, juntar las manos, elevar la mirada al cielo y pronunciar una frase que se hizo célebre: «Virgencita de Guadalupe, tú que concebiste sin pecar haz que yo peque sin concebir».

Llegamos a turnarnos para «cazar» a ambas en sus devaneos amorosos; las puertas, antiguas, de grandes cerraduras y llaves, facilitaban el voyeurismo; la madre, experta en artes amatorias, jamás quitó la llave de la cerradura y no pudo ser observada, aunque sí escuchada; la hija, más inocente, sí nos deleitó con un gran repertorio de situaciones eróticas que soliviantaban nuestros incipientes pero fuertes instintos. Y es que… «para todo en la vida hay que tener clase. No rías así, que así solo ríen las ordinarias», solía decir Stella a su hija. Cierto es que la gente educada suele controlar mejor sus emociones, ya sean penas o alegrías. Stella podía encasillarse en el grupo de las que tienen el gusto para adentro, pero no Edith, cuyos gritos que despegaban el papel de las paredes por ordinarios y soeces, no parecían proceder del placer sino de una necesidad de acrecentar la virilidad del mejicano, de subirle… la autoestima. La primera vez que los observé, Edith llevaba un vestido camisero abotonado en la parte delantera; la parte superior, desabrochada, ofrecía, al menor movimiento, la visión de los senos a Owen, tan pronto se agachaba con cualquier pretexto cómo se abría el cuello pretextando calor… Un día, tras servir café en la mesita Reina Ana que presidía la habitación, se sentaron el uno frente al otro en sendos sillones de orejas a juego con la mesa; Edith tuvo que desabotonarse varios botones de la parte inferior del vestido para poder sentarse, solo así pudo cruzar las piernas para dejar a la vista sus incitantes bragas rojas; él no dejaba de mirarla con los ojos encendidos de lujuria; de repente se abalanzó sobre ella, liberó los dos botones que aún quedaban en su sitio y la despojó del vestido y sujetador, mordiéndole cuello y pechos, unos pechos pequeños y redondos con una aureola café oscuro que resaltaba con el color de la piel. Aquella relación nos quitó muchas horas de estudio y ofreció otras muchas de «prácticas».

En paralelo, una de las criadas, la más joven, alegre y descarada, me requería todos los anocheceres para que la acompañara a una fuente de pie, muy antigua, que había en la acera contraria de la calle Atocha. No sé qué tendría esa agua pero Ana solía llenar a diario un enorme cántaro de dos asas; aunque inicialmente pensé que solo necesitaba mi ayuda física, cambié de opinión al ver cómo, al regreso, me acariciaba, besaba y dedicaba algún halago. «Gracias, ¡qué haría yo sin ti! ¡Y pensar que tengo un novio que es un malaje… a serio e imbécil no hay quien le gane! ¡Cualquier día te voy a dar una sorpresa!». Todos los días el mismo goteo morboso adobado con algunos roces y achuchones… Se insinuaba sin remilgos ajena a mi inexperiencia. Un día, tras el almuerzo, sometimos a consenso un plan para el abordaje nocturno a las camas de las dos criadas, sabíamos en cuál de ellas dormía cada una y que la cerradura no funcionaba. Esperamos a que todos se hubiesen dormido y, a las dos de la madrugada, arrastrándose como soldados en la toma de una posición, comenzaron la misión los elegidos; se mascaba la tensión, José María se tocaba el corazón y hacía que se lo tocara el resto, le iba a estallar; el sevillano, más desinhibido, iba en cabeza; empujaron suavemente la puerta y tras la orden de ataque: «Tres, dos, uno… ¡Ahora!», se abalanzaron sobre ellas y retozaron, con los límites que ellas impusieron, ante la atónita mirada de los demás.

Obviamente, la edad demandaba actividades diferentes a las docentes y alimentarias. Cercana la Navidad recibí la llamada de dos conocidos invitándome a un guateque; tanto ellos como sus padres trabajaban en Galerías Preciados y solían pasar las vacaciones en Cabra. Un grupo mixto de compañeros de trabajo alquilaba todos los domingos el salón de una cafetería en la zona de Embajadores; por supuesto acudí puntual a la cita, trajeado como me habían indicado; con los primeros saludos y presentaciones pude percibir mi desfase respecto a los dictámenes de la moda; ellos, como empleados de un gran centro comercial, iban a la última en trajes, corbatas, camisas, gemelos, zapatos, peinados… nada que ver con mi aspecto provinciano pero era precisamente ese origen el que me hacía ver la ridiculez de algo tan insustancial como palpar con los dedos prendas de vestir ajenas para identificar calidades y marcas, no hablaban de otra cosa, parecían coleccionistas de estupideces; por supuesto, mi arcaica corbata solo mereció la indiferencia de todos. Y no digamos el traje de mal tergal y peor confección; pero mis preocupaciones eran otras, estaba nervioso ante la posibilidad de poder solazarme, al fin, con alguna chica. Alguien colocó un tocadiscos o pick-up sobre una mesita y, junto a él, una colección de vinilos con las canciones de moda; en la mesa contigua se amontonaban canapés y varias jarras con sangría… cap la llamaban ellos, para libar y entonar a las chicas. Como era una bebida dulzona «les entraba bien» y a la hora del baile lento nos podríamos «aprovechar un poco», tan poco que no pasábamos, con suerte, de unos besos robados o unos roces… Pero eso sería al anochecer, con las luces del salón medio apagadas y sonando música lenta como el Ma vie de Alain Barriére, o La noche de Adamo; el encargado de la música, el más desmejorado del grupo como era habitual, había iniciado la fiesta pinchando rock and rolls, twis, Dúo Dinámico, Los Platters… Mi asumida inferioridad se transformó en tal inseguridad que saqué a bailar inicialmente a una de las chicas menos agraciadas del grupo; calificarla de poco agraciada es ser generoso, era más fea que la blasfemia de un arriero y no era ajena a ello la rebeldía de su pelo negro, grueso como el erizo de la castaña, pero para hacerle justicia, compensaba la fealdad con un buen físico, inteligencia, sentido del humor… y lealtad; pero las desgracias nunca vienen solas, le olía terriblemente a vinagre la cabellera y el olor me resultaba insoportable, sobre todo en el agarrao en el que, agradecida, se pegaba cual lapa rebelde. Aguanté esperando cambiar de pareja en cualquier ocasión, pero no fue posible, no me dio opción alguna. Por instantes se me venían abajo asertos tan manidos como: «a partir de mosca todo es cacería» o «pájaro que vuela a la cazuela»… ¡No, no, eso no era cierto! La humillación de verme desparejado me conducía siempre a ella, tenía que ser uno más. Al cabo de un par de horas alguien silenció la música y grito: «¡Cuarto de hora femenino, ahora son las chicas las que sacan a bailar a los chicos!». Vi el cielo abierto, con la excusa de ir al servicio huí esperando tener más suerte a la vuelta. Transcurrido un tiempo prudencial me aventuré a salir… y allí estaba la «avinagrada» esperándome, la chiquilla se había enamorado o, tal vez, vio en mí el complemento perfecto para una buena ensalada.

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