José Saramago
Levantado Del Suelo
Traducción de Basilio Lozada
Título original: Levantado do Châo
A la memoria de Germano Vidigal
y José Adelino dos Santos, asesinados .
Y yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico.
Almeida Garret
Lo que más hay en la tierra es paisaje. Por mucho que falte del resto, paisaje ha sobrado siempre, abundancia que sólo se explica por milagro infatigable, porque el paisaje es sin duda anterior al hombre y, a pesar de tanto existir, todavía no se ha acabado. Será porque constantemente muda: hay épocas del año en las que el suelo es verde, en otras amarillo, y luego castaño, o negro. Y también rojo, en algunos sitios, que es color de barro o de sangre sangrada. Pero eso depende de lo que en el suelo se ha plantado y cultiva, o aún no, o ya no, o de lo que por simple naturaleza ha nacido, sin mano de nadie, y acaba muriendo sólo porque le ha llegado su fin último. No es éste el caso del trigo, que todavía con alguna vida es cortado. Ni el del alcornoque, al que vivísimo, aunque por su gravedad no lo parezca, le arrancan la piel. A gritos.
No le faltan colores a este paisaje. Pero no hablemos sólo de colores. Hay días tan duros como su frío, otros en que no se sabe de aire para tanto calor: el mundo nunca está contento, si lo estará alguna vez, tan cierta tiene la muerte. Y no le faltan al mundo olores, ni siquiera a esta tierra, parte que es de él y bien servida de paisaje. Si en las breñas muere un animal insignificante, olerá a la carroña de lo que muerto está. Cuando el viento amaine nadie notará ese olor, ni siquiera pasando al lado. Luego los huesos quedan limpios, les da igual, de lluvia lavados, de sol calcinados, y si el animal era pequeño ni a tanto llega porque llegaron los gusanos y los insectos sepultureros y lo enterraron.
Es una tierra grande, si comparamos, primero corcovada, algo de agua de ribera, que la del cielo tanto puede faltar como sobrar, y hacia el sur se desmaya en tierra plana, lisa como la palma de una mano, aunque muchas de éstas, por designio de la vida, tienden a cerrarse con el tiempo, hechas al mango de la azada y de la hoz o de la guadaña. La tierra. También como la palma de la mano está cubierta de líneas y de sendas, sus caminos reales, más tarde nacionales, cuando no del señor ayuntamiento, y tres son los aquí expuestos porque tres es número poético, mágico y de iglesia, y todo lo demás de este destino está explicado en las líneas de ir y volver, carriles de pie descalzo y mal calzado, entre terrones y matojos, entre rastrojeras y flores bravas, entre el muro y el desierto. Tanto paisaje. Un hombre puede andar por aquí la vida entera y no hallarse nunca, si nació perdido. Y tanto le valdrá morir, llegada la hora. No es conejo o jineta para pudrirse al sol, pero imaginando que el hambre, o el frío, o el calor lo derriben en tierra donde no le echaron cuenta, o una enfermedad de esas que ni tiempo dan para pensar en nada, y todavía menos para llamar a alguien, aunque tarde lo han de encontrar.
De guerras y otras pestes se ha muerto mucho en este y otros lugares del paisaje y, no obstante, todo lo que por aquí se ve son vivos: hay quien dice que sólo por misterio insondable, pero las razones verdaderas son las de este suelo, de este latifundio que se prolonga lomas arriba y llano abajo hasta donde los ojos llegan. Y si de éste no es, de otro será, que la diferencia sólo a ambos importa, pacificado lo tuyo y lo mío: todo en tiempo debido y conveniente se registró en el censo, lindes al norte y al sur, a levante y poniente, como si tal se hubiera decidido desde el inicio del mundo, cuando todo era paisaje, con algunos bichos grandes y pocos hombres aquí y allá, y todos asustados. En aquellos tiempos, y después, se decidió lo que el futuro habría de ser, por qué líneas torcidas de la mano, este presente ahora de tierra repartida entre los dueños del hacha y según el tamaño y el hierro o filo del hacha. Por ejemplo: señor rey o duque, o duque y después real señor, obispo o maestre de orden, hijo derecho o de sabrosa bastardía, o fruto de concubinato, mancha así lavada y honrada, compadre por hija manceba, y también el otro condestable, medio reino por contado, y algunas veces amigos míos ésta es mi tierra, tomadla, pobladla para mi servicio y vuestra sucesión, guardada de infieles y otras inconformidades. Libro de santísimas horas, magníficas, y de sacratísimas cuentas traídas a palacio o al convento, rezadas en casonas terreras o en torres de vela, cada moneda un padrenuestro, tras diez avemaría, llegando a cien salve regina, maría es rey. Profundas arcas, silos abisales, graneros como naos de las Indias, duernas y toneles, arcas señora mía, todo esto medido en codos, varas y ferrados, en almudes, fanegas y cañadas, cada tierra con su uso.
Corrieron así los ríos, cuatro puntuales estaciones por año, seguras ésas, hasta en sus cambios. La gran paciencia del tiempo, y otra, no menor, del dinero, que, excepto el hombre, es la más constante de todas las medidas, incluso variando como las estaciones. En cada ocasión, lo sabemos, fue el hombre comprado y vendido. Cada siglo tuvo su dinero, cada reino su hombre para comprar y vender por morabetinos, marcos de oro y plata, reales, doblas, cruzados, reis y doblones, y florines de fuera. Volátil metal vario, aéreo como el espíritu de la flor o el espíritu del vino: el dinero sube, sólo para subir tiene alas, no para bajar. El lugar del dinero es un cielo, un alto lugar donde los santos cambian de nombre cuando les cuadra, pero el latifundio no.
Madre de tetas grandes, para grandes y ávidas bocas, matriz, tierra dividida de lo mayor a lo grande, o más a gusto unida de lo grande a lo mayor, por compra decimos o alianza, o robo experto, o crimen extremado, herencia de los abuelos y de mi buen padre, que en gloria estén. Siglos se tardó en llegar a esto, ¿quién puede dudar de que permanecerá así hasta la consumación de los siglos?
¿Y esta otra gente quién es, suelta y menuda, que ha venido con la tierra, aunque no registrada en la escritura, almas muertas, o todavía vivas? La sabiduría de Dios, amados hijos, es infinita: ahí está la tierra y quien ha de trabajarla, creced y multiplicaos. Creced y multiplicadme, dice el latifundio. Pero todo esto puede ser contado de otra manera.
Empezó a lloverles al caer la tarde, con el sol medio palmo encima de los cabezos bajos, a mano derecha, luego estaban las brujas peinándose, que éste es el tiempo que escogen. El hombre hizo parar al burro, y con el pie, para aliviarlo de la carga en la breve cuesta empinada, empujó una piedra hasta la rueda del carro. Esta lluvia, qué idea le habrá dado al regidor de las celestes aguas, no es de la estación, por eso hay tanto polvo en el camino y alguna bosta seca, o boñigos de caballo, que estando lejos de lugares habitados nadie ha venido a recoger. Ningún chiquillo de cesta enfilada al brazo se ha aventurado hasta tan lejos en la rebusca de estiércol natural, cogiendo cuidadoso con la punta de los dedos la esfera reventona, hendida a veces como fruto maduro. Bajo la lluvia, el suelo pálido y caliente se ha salpicado de estrellas oscuras, súbitas, que cayeron sordamente en el polvo fofo, y después un golpe de agua dándole de plano lo anegó. Pero la mujer tuvo tiempo de sacar al niño del carro, del nido que el jergón de rayas formaba entre dos arcas. Se lo arrimó al pecho, le cubrió la cara con la punta desatada del pañolón, y dijo, No se ha despertado. De cuidados, éste fue el primero, luego otro, Se va a empapar todo. El hombre mirando las nubes altas, y frunciendo la nariz, decidió con su saber de hombre, Esto no es nada, un chaparrón, pero por si acaso desenrolló una de las mantas, la extendió sobre los muebles, Hoy tenía que ponerse a llover, mal rayo me parta.
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