José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Una ráfaga de viento empujó las gotas ahora dispersas. El burro sacudió con fuerza las orejas cuando el hombre le asestó una palmada en el lomo, dio un tirón de los varales, y el hombre ofreció su ayuda empujando en la rueda. Reanudaron la subida por la pequeña ladera. La mujer seguía atrás, con el hijo en brazos, y saboreando la calma del niño le miró el rostro murmurando, Hijo mío. A un lado y otro del camino carretero se extendían los matojos, con algunas encinas perdidas y sofocadas hasta medio tronco, abandonadas o nacidas allí por casualidad. Las ruedas de la carreta hendían la tierra mojada, hacían un ruido áspero, como de terrones triturados, y de vez en cuando daban un salto brusco, de rebote, si una piedra alzaba el hombro. Los muebles rechinaban bajo la manta. El hombre, junto al burro, con la mano derecha posada en el varal, seguía callado. Y así llegaron a lo alto de la cuesta.

Del sur, a su encuentro, venía una enorme masa de nubes, densa y enrollada, sobre la llanura color de paja. El camino se perdía a lo lejos, mal definido entre linderos que se desmoronaban, barridos por los vientos del descampado. Allá en el fondo se unía a una carretera ancha, manera ambiciosa de decir en tierra de tan mala serventía. A la izquierda, casi al ras del horizonte bajo, una pequeña población volvía hacia poniente sus paredes blancas. La llanura era inmensa, ya se ha dicho, lisa, arrasada, raras encinas solas o en parejas, y poco más. Desde aquel altozano no era difícil creer que el mundo no tiene confines sabidos. Y la población, lugar de destino, vista desde allí, a la luz amarillenta y bajo la gran placa de plomo de las nubes, parecía inalcanzable. San Cristóbal, dijo el hombre. Y la mujer, que nunca había viajado tan al sur, Monte Lavre es mayor, parecía sólo un decir de comparanza, tal vez fuera nostalgia.

Iban ya en medio de la cuesta cuando volvió la lluvia. Cayeron primero unos goterones, amenaza de catarata, dónde estaría ya el chaparrón. Luego, el viento rasó la planicie, la repasó entera como una escoba, levantó polvo y paja, y la lluvia avanzó desde el horizonte, cortina parda que en poco tiempo ocultó el paisaje distante. Era una lluvia regular, de esas que vienen para muchas horas, cayendo y encharcándolo todo, llegó y no se va, y cuando la tierra ya no pueda con tanta agua, no merecerá la pena saber si es el cielo quien nos moja, si la tierra quien nos encharca. El hombre volvió a decir, Mal rayo me parta, son desahogos de la gente cuando otros de mayor continencia no aprendieron. Están lejos los abrigos, sin nada cubriendo las espaldas no hay más remedio que recibir en ellas cuanta lluvia caiga. De allí al pueblo, con este paso de burro que viene canso y va con poca voluntad, habrá al menos una hora de camino, y entretanto caerá la noche. La manta, que apenas protege los muebles, chorrea, empapada, escurre el agua por los flecos blancos, cómo estarán debajo las ropas guardadas en las arcas, los parcos bienes migratorios de esta familia que por sus razones va atravesando el latifundio. La mujer miró al cielo, manera antigua y rural de leer esta gran página abierta sobre nuestra cabeza, para ver si aclaraba, y no, que andaba el cielo más bien cargado de tinta oscura, no tendremos más tarde. La carreta avanza, es un barco bandeando en el diluvio, se va a caer todo, parece que para ello anda el hombre apaleando al burro y es sólo la prisa de llegar hasta aquella encina, que algo de resguardo dará. Ya han llegado hombre, carreta y burro, y aún anda la mujer chapoteando en el fango, no puede correr, despertaría al niño, así está hecho el mundo, que no reparan unos en el mal de los otros, aunque estén tan cerca como madre e hijo.

Bajo la encina el hombre gesticulaba impaciente, bien se ve que no sabe lo que es llevar un hijo en brazos, mejor haría en tensar las cuerdas, que con este correr se han deshecho los nudos y amenazan los muebles con resbalar, era lo que faltaba, que se rompiera lo poco que tenemos. Debajo del árbol llueve menos, pero caen goterones de las hojas, no son copa de naranjo estos enormes y desgarrados brazos, es como estar bajo un alpendre destejado, no sabe uno dónde ponerse, y para colmo el niño rompe a llorar, ahora ése es el trabajo más urgente, aflojar la blusa, darle el pecho, ya de poca leche, poco más que un engaño a la boca. Se le cortó el llanto por la mitad y en paz siguieron allí madre e hijo, envueltos en el amplio rumor de la lluvia mientras el padre daba una vuelta a la carreta deshaciendo y rehaciendo nudos, hincando la rodilla en los adrales para tirar de las cuerdas mientras el burro, ajeno, sacudía con fuerza las orejas y miraba los charcos de agua y los regueros que se formaban en el camino. Dijo entonces el hombre, A punto de llegar y viene esta lluvia, fueron palabras de enfado manso, lanzadas con desazón pero sin esperanza, no va a parar la lluvia por molestarme a mí, es un dicho del narrador, que bien se dispensaba. Atiéndase más bien a los movimientos del padre, que al fin pregunta, Y el chico, y se acerca, mira bajo los pliegues del chal, son libertades de marido, pero la mujer se tapó con recato tan de prisa que él no supo si realmente quería ver el hijo o el seno expuesto. No obstante distinguió en la tibia penumbra, en la olorosa calidez de las ropas arrugadas, contemplándolo en aquel dentro íntimo, la mirada muy azul del hijo, insólita luz clara que desde la cuna solía mirarlo, transparente y severa, como alguien que se sintiera exiliado entre ojos oscuros, castaños, en qué familia he nacido.

La nube gruesa se había desmadejado un poco, se quebraba el primer ímpetu de la lluvia. El hombre salió al camino, interrogó a los aires, se volvió hacia los cuatro puntos cardinales y dijo a la mujer, Tenemos que irnos, no vamos a quedarnos aquí hasta la noche. Y la mujer respondió, Vamos. Retiró el pezón de los labios del hijo, el niño chupó en falso, parecía que iba a llorar pero no, frotó la cara en el seno ya recogido y, suspirando, se quedó dormido. Era un chiquillo sosegado, de buen talante, amigo de su madre.

Iban ahora juntos, acostumbrados a la lluvia, tan mojados que ni un confortable pajar los haría detenerse, sólo en casa. La noche se precipitaba, llegaba de prisa. En el poniente había una última luz descolorida que por fin se abermejaba, todavía allí estaba y ya se apagaba, la tierra se volvía un pozo negro, silenciosa y llena de ecos, qué grande es el mundo a esta hora del anochecer. El rechinar de las ruedas se oía mejor, la respiración del animal, agitada, era tan inesperada como un secreto súbitamente revelado en voz alta, y hasta el roce de las ropas mojadas parecía conversación seguida, murmurada, sin pausas, un hablar de buena compaña. En todas aquellas leguas de alrededor no se veía una luz. La mujer se santiguó, hizo la señal de la cruz sobre el rostro del hijo. A estas horas es mejor defender el cuerpo y proteger el alma, empiezan a surgir apariciones en las revueltas del camino, pasan arremolinadas o se sientan en una piedra a la espera del viajero, a quien harán las tres preguntas para las que no hay respuesta, quién eres, de dónde vienes, adonde vas. Al hombre que sigue al lado de la carreta le gustaría cantar, pero no puede, todo su esfuerzo se le va en fingir que no le asusta la noche. Falta ya poco, dijo, en cuanto lleguemos a la carretera ya es todo derecho y mejor camino.

Ante ellos, pero muy distante, un relámpago iluminó las nubes, nadie las adivinaría tan bajas. Luego, la pausa, y por fin el resonar sordo del trueno. Lo que faltaba. La mujer dijo, Santa Bárbara nos valga, pero el trueno, si no era un resto de la tormenta que ya iba lejos, parecía seguir otro rumbo o la santa Bárbara aquí invocada lo había espantado para lugares de menos fe. Estaban ya en la carretera, lo sabían porque era más ancho el camino, que otras diferencias sólo con gran paciencia y luz del día se hallarían, de baches y barro venían, sobre baches y barro andaban, y ahora, con aquella oscuridad, ni se podía ver dónde ponían los pies. El burro avanzaba por instinto, siguiendo los linderos. Hombre y mujer chapoteaban detrás. De vez en cuando el hombre pegaba una carrera medio a ciegas, si la carretera se abría en curva, para ver si aún quedaba lejos San Cristóbal. Y precisamente cuando entre la oscuridad distinguió los primeros muros, la lluvia, de súbito, cesó, tan bruscamente que ni se dieron cuenta. Llovía y dejó de llover. Como si un gran cobertizo se extendiera sobre el camino.

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