José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Fue en Landeira donde Juan, ya servido de padrinos en Monte Lavre, encontró padrino nuevo y de más apariencia. Era éste el cura Agamedes, que, por vivir con una mujer que decía que era su sobrina, se la dio también por madrina prestada. No le faltaban pues bendiciones al infante, tan protegido ahora en el cielo como defendido en la tierra había estado hasta entonces. Y más aún cuando Domingo Maltiempo, animado por el padre Agamedes, aceptó cargo de sacristán, ayudando a misa y en los entierros, que por merced de esto compadreó el cura con él y prohijó a Juan. Al recogerse en el seno de la iglesia no tuvo Domingo Maltiempo más intención que encontrar motivo respetable de holganza y refrigerio para sus persistentes inquietudes de vagamundo. Pero Dios lo premió en cuanto lo vio ante su altar dando torpemente los aprendidos pasos del ritual, y ocurrió que siendo el padre Agamedes buen estimador de vino, se encontraron acólito y oficiante en este otro sacrificio. Tenía el padre Agamedes, no lejos de la iglesia, una tienda de comercio, que administraba en las horas vagas de las obligaciones sacerdotales, y cuando no, bajaba la sobrina y tras el mostrador gobernaba el negocio terrenal de la familia. Domingo Maltiempo pasaba y bebía un vaso, volvía a pasar y bebía otro, mientras el cura no llegaba para beberlos juntos. Dios vivía con los ángeles.

Pero todo cielo tiene su Lucifer y todo paraíso su tentación. Dio Domingo Maltiempo en posar los ojos codiciosos sobre las gracias de la comadre, quien, ofendida en sus bríos de sobrina, le dio al tío media palabra suficiente, y bastó ésta para que se instalara el malvivir entre los dos siervos de la santa madre iglesia, uno de derecho, otro temporero. No se atrevió el padre Agamedes a usar de franqueza que pudiera autorizar los consabidos malos pensamientos de los feligreses, que dudaban del parentesco, pero afirmóse en la condición de casado del ofensor para alejar la amenaza de su honra. Privado del trago fácil, cansado de su vagabundeo de la Ceca a la Meca, Domingo Maltiempo clamó en casa que iba a tomar cumplida venganza del cura. Venganza de qué no lo dijo, ni Sara de la Concepción le preguntó. Vivía sufrida y callada.

Tenía la iglesia pocos feligreses y no todos constantes. No daba remedio a males, de lo que en definitiva no tenía obligación una vez que tampoco los aumentaba, que se viera. No era éste el defecto. La debilidad de la acción apostólica no estimulaba las devociones, no tanto por vivir el padre Agamedes asobrinado o por comerciar en secos y mojados, que sólo quien no es pueblo ignora lo que son necesidades, sino por maltratar el misal, despachar neófitos, novios y difuntos con la misma truculencia con que mataba y comía su marrano y con mucha menos atención a la letra del templo y a su espíritu. Son suspicacias del pueblo. Supo por eso Domingo Maltiempo cómo podía llenar la iglesia gloriosamente. Que la próxima misa iba a ser cosa fina, que el padre Agamedes había advertido que en adelante iba a esmerarse en los sacros preceptos, en las pausas sublimes y en los gorgoritos, loco sería quien a la misa faltara, luego que no se queje. Se pasmó el padre Agamedes cuando vio la nave llena. No era el día del santo ni tanta la sequía que precisara intervención celeste. Pero calló. Si las ovejas venían por su pie al redil, mejores cuentas podía rendir el pastor al amo. Con todo, y por no parecer ingrato, se excedió en sus primores y, sin saberlo, confirmó las excelencias que Domingo Maltiempo había cantado. Pero el zapatero convertido en sacristán, y con otro viaje ya en mente, tenía su golpe preparado. En el momento de tocar a santos, en lo más solemne de la misa, levantó serenamente la campanilla y la agitó. Fue como si agitara una pluma de gallina. Para los fieles fue como si allí se hubiera impuesto una sordera general, algunos, por el hábito del gesto, se inclinaron, otros se quedaron mirando con desconfianza mientras Domingo Maltiempo, en completo y dramático silencio, continuaba dándole a la campanilla con rostro inocente. Se sorprendió el cura, se alzó un rumor entre los fieles, los más jóvenes incluso se echaron a reír. Una vergüenza, con todos los santos mirando, y Dios que todo lo ve. No se contuvo entonces el padre Agamedes e, interrumpiendo allí el sacrificio por caso de urgencia mayor, cogió la campanilla con una mano, metió la otra dentro, palpó. No había badajo. Y no caerá un rayo que castigue la impiedad. Terrible en su religioso furor, el padre Agamedes le soltó un tortazo a Domingo Maltiempo, allí en el sagrado recinto, cómo es posible. Pero Domingo Maltiempo correspondió de inmediato como si continuase ayudando a misa. Y pronto se vieron la casulla del párroco y el roquete del sacristán envueltos en confuso torbellino, quién abajo, quién arriba, revolcándose sacrílegamente en las gradas del altar, magulladas las costillas, bajo el ojo circular de la custodia. Intervino el pueblo intentando separar a los poderes desavenidos y hubo quien se aprovechó del enredo de piernas y brazos para matar una sed antigua, de un lado o de otro. Las viejas se habían juntado en un rincón rezando a toda la corte celestial, y habiendo cobrado fuerzas físicas y ánimo espiritual, avanzaron sobre el altar para salvar a su párroco, aunque indigno. Aquello fue, por decirlo en pocas palabras, el triunfo de la fe.

Al día siguiente, Domingo Maltiempo salía del pueblo con un cortejo ruidoso de chiquillos acompañándolo, junto a la familia, hasta los descampados. Sara de la Concepción iba avergonzada, con la cabeza baja. Juan lo observa todo con su severa mirada azul. El otro niño iba durmiendo.

Se proclamó entonces la república. Ganaban los hombres doce o trece reales, y las mujeres menos de la mitad, como de costumbre. Comían ambos el mismo pan negro, las mismas hojas de col, los mismos tronchos. Vino la república enviada desde Lisboa, anduvo de pueblo en pueblo por telégrafo, si lo había, se recomendó por la prensa, quienes la pudieran leer, y por el pasar de boca en boca, que siempre es lo más fácil. Había caído el trono, el altar decía que por ahora no era este reino su mundo, el latifundio lo entendió todo de inmediato y se estuvo quedo, y un litro de aceite costaba ya diez veces el jornal de un hombre.

Viva la república, Viva. Patrón, cuánto es el jornal ahora, A ver, déjame pensar, pagaré lo mismo que otros paguen, habla con el capataz, Cuál es el jornal, Un real más, Eso no llega para mis necesidades, Si no lo quieres, déjalo, otros hay que lo cogerán encantados, Ay santa madre, que un hombre tenga que reventar de hambre, y los hijos, qué les doy a mis hijos, Ponlos a trabajar, Y si no hay trabajo, No hagas tantos, Mujer, manda a los hijos a por leña, y las hijas a la rebusca, y vámonos a la cama, Soy la esclava del señor, hágase en mí su voluntad, y hecha está, hombre, aquí me tienes embarazada, encinta, preñada, voy a tener un hijo, vas a ser padre, estoy con varias faltas, Qué más da, donde no comen siete no comen ocho.

Entonces, porque entre el latifundio monárquico y el latifundio republicano no se veían diferencias y todo eran semejanzas, porque los salarios, por lo poco que podían comprar, servían sólo para despertar el hambre, hubo allí trabajadores que se unieron, inocentes, y fueron al administrador a pedirle mejores condiciones de vida. Alguien de buena letra redactó su petición, cantando las nuevas alegrías portuguesas y las esperanzas populares hijas de la república, mucha salud y fraternidad, administrador, quedamos a la espera de respuesta. Despedidos los suplicantes, Lamberto Horques se sentó en su sitial hanseático, meditó profundamente lo que convendría para el bien de las haciendas, la suya propia y la pública administrada y, tras pasar los ojos por los mapas donde estaban marcadas las haciendas, asentó el dedo en la más provista de gente y llamó al comandante de la guardia. Había pertenecido éste a la policía civil, y era una marcial figura en su uniforme nuevo, aunque de memoria escasa y por tanto ya olvidado del tiempo en que usó la cinta azul y blanca en la manga izquierda. Por su celo y vigilancia supo Lamberto que los campesinos andaban agitados, protestaban contra las prestaciones obligatorias y otras servidumbres, reclamaban contra la vida perra que llevaban por culpa de impuestos y contribuciones varias, cosa que en definitiva más o menos se expresaba en la petición en tono comedido, tal vez para encubrir otras peores intenciones. Por todas las haciendas corrían vientos de insurrección, un roznido de lobo acorralado y hambriento que gran daño causaría si acabara en ejercicio de dientes. Habría que dar un ejemplo, una lección. Terminada la conferencia, recibidas las órdenes, se retiró el teniente Contento, dio un taconazo y convocó a sus tropas en parada. Formó la guardia nacional republicana, sable al costado y en posición de firmes, brillantes los arreos, bigotes y crines, y habiendo llegado Lamberto a la ventana del ayuntamiento, saludó la guardia a la autoridad e hizo ésta adiós con la punta de los dedos, reuniendo así en un solo gesto afecto y disciplina. Hecho lo cual, se retiró a sus aposentos y mandó llamar a su esposa, con quien holgó.

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