José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Está la familia en su primera mudanza. Vinieron de Monte Lavre a San Cristóbal un día de verano que acabó en tormenta. Atravesaron todo el concejo de norte a sur, qué idea se le había metido en la cabeza a Domingo Maltiempo, mudarse tan lejos, este hombre es un remendón, un gandul descastado, pero en Monte Lavre se le iba complicando la vida por su afición al vino y algunas pendencias, Señor suegro, présteme su carro y su burro que me voy a vivir a San Cristóbal, Pues vete, y a ver si al fin sientas la cabeza, para bien tuyo y de tu mujer y de tu hijo, y devuélveme pronto el burro y el carro, que me hacen falta. Fueron atajando por trochas, aprovechando cuando podían el camino real, para acortar luego metiéndose por las vaguadas, campo a través, al pie de los cabezos. Comieron a la sombra de un árbol, y Domingo Maltiempo se metió entre pecho y espalda una botella de vino que se perdió pronto con el sudor de la jornada. Vieron Montemor a lo lejos, al lado izquierdo, y tiraron hacia el sur. Les llovió una hora antes de llegar a San Cristóbal, fue un diluvio de mal agüero, pero hoy está soleado el día y Sara de la Concepción, sentada en el corral, remienda una saya mientras el hijo, poco seguro aún sobre sus piernas, va tanteando a lo largo de la pared. Domingo Maltiempo ha ido a Monte Lavre a llevarle al suegro la carreta y el burro y a decirle que viven en buena casa, que ya han empezado a llamar los parroquianos a su puerta, no faltará el trabajo. Volverá al día siguiente, por su pie, quiera Dios que no se emborrache, que no es hombre ruin, tiene este defecto de la bebida, pero, si Dios quiere, ha de enderezarse, que casos peores se han visto y ganan enmienda, ha de ser así si hay justicia en la tierra, con este hijo pequeño y otro por venir, un padre que se respete, que por mí hago lo que puedo para que tengamos un buen vivir.

Juan llegó al final de la pared, donde empieza la cerca de troncos. Se agarra con firmeza, más sólido de brazos que de piernas, y mira afuera. Es corto su horizonte, una franja de la calle enfangada, con charcos de agua que reflejan el cielo y un gato amarillo tumbado en el umbral de enfrente, con la barriga al sol. Canta un gallo en cualquier parte. Se oye la voz de una mujer gritando, María, y otra voz casi de niña responde, Mande. Y luego el silencio del bochorno que empieza a caer, no tardarán en endurecerse los cenagales convertidos otra vez en el polvo que fueron. Juan se suelta de la cerca, basta por ahora de paisaje, da una difícil media vuelta y rehace su larga caminata hacia su madre. Sara de la Concepción repara en él, deja la costura en el regazo, extiende los brazos hacia el hijo, Ven aquí, mi niño, ven aquí. Los brazos son como dos vallas protectoras. Entre ellos y Juan hay un mundo confuso, inseguro, sin principio ni fin. El sol dibuja en el suelo una sombra vacilante, una hora trémula que avanza. Es una aguja del reloj en el latifundio.

Cuando Lamberto Horques Alemán subía a la plaza de armas de su castillo no le llegaban los ojos para tanto ver. Era señor de la población y de su término, diez leguas a lo ancho y tres de largo, con franquicia y libertad de imponer tributos, y aunque había recibido el encargo de poblar aquella tierra, por orden suya no violaron a la moza en la fuente, pero habiendo ocurrido así, mejor. Él mismo, allí con su mujer honrada y sus hijos, procuraba dispersar su simiente donde mejor le pluguiera, por goce vagabundo de sus sentidos, Que esta tierra así deshabitada no puede estar, pues de un lado a otro del señorío se cuentan con los dedos los lugares y por los pelos de la cabeza los breñales, Sabed, señor, que estas mujeres son oscuras, restos malditos de la morisma, y los hombres callados y a veces vengativos, aparte de que no os llamó el rey nuestro señor para fecundar y procrear como Salomón, sino para que cuidarais de la tierra y la rigieseis, de modo que venga gente a ella y en ella se establezca, Eso hago y haré, y cuanto más me plazca, que mía es la tierra y cuanto en ella hay, sin embargo no han de estar de más las gentes que embaracen y causen alborozo, como ya antes se ha visto, Tenéis razón, señor, y mucha, aprendida en esas frías tierras de donde venís, donde mucho más se sabe que en este destierro occidental del mundo, Puesto que así conmigo concordáis, hablemos ahora de los tributos que es menester fijar en las tierras de mi señorío y alcaidería. Episodio menor de la historia del latifundio.

Este zapatero es remendón, pone suelas, tacones, remata la obra cuando le falta el gusto del trabajo, deja las hormas, las chiflas, las leznas para ir a la taberna, discute con los parroquianos impacientes, y por todo esto le pega a la mujer. También le pega por tener que estar poniendo medias suelas y remiendos, que dentro de sí no tiene paz este hombre, es un frenético, un culo de mal asiento que no para en la silla, apenas se sienta se levanta, y aún no ha llegado a una aldea cuando ya piensa en otra. Es un hijo del viento, un trotamundos, Domingo de su maltiempo, que deja la taberna y entra en su casa dando tumbos de pared en pared, apenas mira al hijo, y por un quítame allá esas pajas le sacude a la mujer, toma malvada, para que aprendas. Y vuelve a salir, va al vino, de gorra y alforja como los compadres, pon eso en cuenta, patrón, y el tabernero, no faltaba más, parroquiano, no faltaba más, pero mira que ya va la cuenta muy cargada, y qué importa, yo cumplo, en mi vida le he dejado a deber a nadie, ni un real. Y no una ni dos veces Sara de la Concepción, dejando al hijo con la vecina, fue entrada la noche en busca del marido, ocultando las lágrimas en el pañuelo y en la oscuridad, de taberna en taberna, que en San Cristóbal no eran muchas, pero sí demasiadas, y sin entrar, de lejos buscaba con los ojos, y si el marido estaba, allí se quedaba en la sombra, a la espera, como otra sombra. Y también ocurrió que tropezara con él de camino, borracho perdido, sin dar con la casa, abandonado por los amigos, y entonces el mundo resultaba hermosísimo de nuevo porque Domingo Maltiempo, agradecido por ser encontrado en desiertos terroríficos entre huestes de fantasmas, pasaba un brazo por el hombro de su mujer y se dejaba llevar como el chiquillo que probablemente seguía siendo.

Y un día, como aumentaba el trabajo y no daban abasto sus manos, Domingo Maltiempo contrató un ayudante, ofreciéndose así más holganza para sus gustos erráticos, pero, pronto, en otro día de mal recuerdo, se le metió en la cabeza que la mujer, pobre Sara de la Concepción inocente, lo engañaba en sus ausencias, y aquello fue el fin del mundo en San Cristóbal, que el ayudante sin culpa tuvo que huir a punta de cuchillo, y Sara, embarazada de legítimo embarazo, sufrió todos los vejámenes de la vía dolorosa, y volvió el carro a ser cargado, una vuelta más a Monte Lavre, tanto andar, Señor suegro, de salud vamos bien, su hija y el nieto muy felices, y otro por nacer, pero he encontrado acomodo mejor en Torre da Gadanha, allí vive mi padre que me dará ayuda. Y otra vez peregrinaron hacia el norte, pero a la salida de San Cristóbal estaba el tabernero a la espera, Alto ahí, señor Maltiempo, que me quedas debiendo el alquiler y el vino que bebiste y si no pagas vas a ver cómo te convencemos estos dos hijos míos que aquí ves y yo mismo, o sea que a pagar o te desuello.

Fue corto el viaje, y menos mal, porque apenas puso Sara de la Concepción pie en casa le nació el hijo, que fue llamado Anselmo, no se sabe por qué. De cuna fue este pequeño bien servido porque el abuelo, el paterno, era carpintero de oficio y le gustó mucho que le naciera allí el nieto, casi puerta con puerta. Era maestro de obra rústica, sin oficial ni aprendiz, sin mujer tampoco, y vivía entre barrotes y tablones, perfumado de serrín, practicando un vocabulario particular de listones, cepillos, ripias, de escoplos y azuelas. Hombre grave y de poco hablar, no se perdía con el vino y por eso miraba malencarado al hijo que desacreditaba su nombre. No tuvo, conforme era de esperar, vistos los antecedentes de Domingo Maltiempo, mucho tiempo para hacer de abuelo. Menos mal que le llegaron los días para enseñarle al nieto mayor que aquel martillo era de orejas y que esto es un cepillo y esto un formón, pero Domingo Maltiempo no podía soportarle ni las palabras ni el silencio, y venga, que se hace tarde, para Landeira, en el levante extremo del concejo, como un pájaro que se lanza de pecho contra los hierros de la jaula, qué prisión es ésta en mi alma, con treinta demonios. Y otra carreta, ahora con un mulo tirando de ella, pero alquilado esta vez macho y carro con buenos dineros, que ya el suegro empezaba a mosquearse de tanta andanza y tan poca seguranza, mejor sería callarse y aguantar. Hombre, que parecemos el judío errante, sin calma ni sosiego mundo adelante, con los niños además, Calla, mujer, que sé muy bien lo que hago, los de Landeira son buena gente, hay trabajo que compense, y yo soy hombre de arte, no tengo por qué andar agarrado al rabo del azadón como tu padre y tus hermanos, aprendí oficio y estoy capacitado, No digo que no, hombre, no digo que no, zapatero eras cuando me casé contigo y así te quise, pero ojalá tuviéramos paz de una vez y se acabara este andar con la casa a cuestas. De los malos tratos no habló Sara de la Concepción, ni justo era que hablase, porque Domingo Maltiempo caminaba hacia Landeira como quien va al paraíso y llevaba montado a hombros al hijo mayor, sosteniéndole por los tiernos tobillos, sucios, eso sí, pero qué importa. Apenas sentía su peso porque el tirar del bramante le había reforzado músculos y tendones. Con el mulo atrás, trópele-trópele, y un solecito compañero, hasta Sara de la Concepción se había buscado un sitio en la carreta. Pero cuando llegaron a la casa nueva, vieron que los trastos mostraban daños más graves, Como sigamos así, Domingo, vamos a acabar sin muebles.

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