José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Bien está que la mujer pregunte, Dónde está nuestra casa, es ansia de quien quiere ya cuidar del hijo, colocar los muebles en su sitio, antes de tender en la cama el cuerpo cansado. Y el hombre responde, Al otro lado. Están todas las puertas cerradas, sólo por algunas rendijas de luz mortecina se tendrá noticia de los habitantes. En un patio cualquiera ladró un perro. Es la costumbre, hay siempre un perro que ladra cuando alguien pasa, y los otros, que tal vez estuvieran confiados, recogen la consigna del centinela y cada cual cumple con su obligación de perro. Un postigo fue abierto y luego cerrado. Y ahora que ha parado la lluvia y está cerca la casa, más se siente este viento frío que recorre toda la calle, se engolfa por las pequeñas travesías laterales, sacude los ramajes que asoman sobre los tejados bajos. La noche, efecto del viento, se puso más clara. La gran nube se alejaba y ahora luce el cielo aquí y allá. Ya no llueve, dijo la mujer al hijo dormido, porque era, de los cuatro, el único que aún no sabía la buena noticia.

Había una plazuela, unos árboles con ramas que se agitaban, bruscos. El hombre paró el carro, le dijo a la mujer, Espera ahí, y atravesó bajo los árboles hacia una puerta iluminada. Era una taberna y dentro estaban tres hombres sentados en un banco, otro bebiendo arrimado al mostrador, sosteniendo el vaso entre el pulgar y el índice, como si estuviera posando para un retrato. Y tras el mostrador un viejo flaco, seco, dirigió los ojos hacia la puerta, era el hombre del carro que entraba y decía, Buenas noches a toda la compañía, éste es el saludo de quien llega y quiere la amistad de todos, por fraternidad o por interés de negocio, Vengo para quedarme a vivir aquí, en San Cristóbal, me llamo Domingo Maltiempo, y soy zapatero. Uno de los sentados soltó su gracia, Pues mal tiempo ha traído, amigo, y el otro, que estaba bebiendo, hizo restallar la lengua al acabar el vaso y continuó, Lo que importa es que no traiga malas suelas, y los demás se echaron a reír, porque había de qué. No eran aquellas palabras de mal querer o recibir, es de noche en San Cristóbal, todas las puertas están cerradas, y si llega un extraño que lleva de apellido Maltiempo, sólo un tonto no aprovecharía la ocasión, y más habiendo llovido. Domingo Maltiempo unió a las risas una sonrisa de mala gana, pero en fin. Menos mal que el viejo abrió un cajón y sacó una llave grande, Aquí tiene la llave, creía que ya no iba a venir, todos están mirando a Domingo Maltiempo, como valuando al nuevo vecino, un zapatero siempre viene bien y en San Cristóbal lo estaban necesitando. Dio Domingo Maltiempo su explicación, Queda esto muy lejos de Monte Lavre, me llovió en el camino, no tenía por qué dar cuenta de su vida pero le conviene caer bien y entonces dice, Ponga ahí una ronda para todos, es una buena y sabida manera de llegar a los bolsillos del corazón. Se levantan los que estaban sentados, contemplan cómo llena el tabernero los vasos, es una ceremonia, y luego, sin precipitación, toma cada quien el suyo, con gesto lento y cuidadoso, esto es vino, no aguardiente que se tira garganta abajo. Beba también usted, amigo, dice Domingo Maltiempo, y el viejo responde, A su salud, vecino, es un tabernero sabedor de los usos sociales de las grandes villas. Y en esta ceremonia están cuando la mujer se acerca a la puerta, no entra, la taberna es sitio de hombres, y dice blandamente, conforme su costumbre, Domingo, el pequeño está inquieto, y las cosas, todo mojado, hay que descargar.

Buenas razones son las de ella, pero a Domingo Maltiempo no le gustó que viniera la mujer a llamarlo delante de los hombres, qué van a pensar, y mientras atraviesa la plaza va mascullando, Como vuelvas a hacer esto, vas a ver. No respondió la mujer, ocupada en sosegar al niño. El carro seguía adelante, traqueteando, despacio. El burro se había entumecido con el frío. Se metieron por un callejón donde alternaban casas y huertos, y pararon ante una casita baja. Es aquí, preguntó la mujer, y, el marido respondió, Aquí es.

Con la gran llave Domingo Maltiempo abrió la puerta. Para entrar tuvieron que inclinarse, esto no es ningún palacio de altos portones. La casa no tenía ventana. A la izquierda estaba la chimenea, de hogar en el suelo. Domingo Maltiempo encendió fuego, sopló un puñado de paja y empezó a dar vueltas con la fugaz antorcha para que la mujer viera la nueva morada. Había leña en un rincón de la cocina. Eso bastaba. En pocos minutos la mujer acostó al hijo en un rincón, juntó astillas y leña, y restallaron las llamas abriéndose sobre la pared de cal. La casa quedó habitada.

Por la cancela del corral, Domingo Maltiempo hizo entrar el burro y la carreta y empezó a descargar el mobiliario y a meterlo dentro, de cualquier modo, hasta que la mujer pudo echarle una mano. El jergón estaba empapado de un lado. El agua había entrado en el arca de la ropa, la mesa de la cocina tenía una pata rota. Pero había una cazuela al fuego con unas hojas de col y un puñado de arroz, el chiquillo había vuelto a mamar y se quedó dormido en el lado seco del jergón. Domingo Maltiempo fue al corral a hacer una necesidad. Y en medio de la casa, Sara de la Concepción, mujer de Domingo, madre de Juan, se quedó atenta, mirando al fuego, como quien espera que le repitan un recado mal entendido. En su vientre notó un leve movimiento. Y otro más. Pero cuando el marido entró no le dijo nada. Tenía otras cosas en que pensar.

Domingo Maltiempo no llegará a viejo. Un día, después de hacerle cinco hijos a su mujer, pero no por esa razón tan común, pasará una cuerda por la rama de un árbol, en un descampado casi a la vista de Monte Lavre, y se ahorcará. Entretanto anduvo con la casa a cuestas por otros lugares, huyó tres veces de la familia y la última no pudo hacer las paces porque le había llegado la hora. Final desgraciado que le había augurado su suegro, Laureano Carranca, cuando tuvo que ceder a la obstinación de Sara, querenciada hasta el punto de jurar que si no se casaba con Domingo Maltiempo no se casaría con nadie. Bien clamó Laureano Carranca en sus cóleras, Es un desgraciado, un muerto de hambre, un golfo, con fama de borracho y que va a acabar mal. Andaba así la guerra familiar, y he aquí que Sara de la Concepción apareció embarazada, argumento final y eficacísimo cuando los de la persuasión y los del ruego se mellaron. Una mañana, Sara de la Concepción salió de casa, era mayo el mes, y atravesó los campos hasta el lugar donde había acordado la cita con Domingo Maltiempo. Allí estuvieron no más de media hora, tumbados entre el trigo alto, y cuando Domingo regresó a sus hormas y Sara a casa de los padres, iba él silbando complacido y ella temblando como si el sol ya no quemara. Y cuando atravesó el río por el vado, se agachó a lavarse bajo unos sauces, porque la sangre no paraba de correrle entre las piernas.

Juan fue hecho, o hablando al modo bíblico, concebido, aquel mismo día, cosa rara, según parece, pues la primera vez, por razones del desconcierto de la ocasión, no suele pegar la simiente, luego sí. Y si es cierto que sus ojos azules, que nadie de la familia tenía o recordaba haber visto en pariente allegado o lejano, causaron gran asombro, si no sospecha, sabemos nosotros que ésta era injusta en mujer que sólo para rectamente casar se desvió del camino derecho de las vírgenes y se acostó en medio de un trigal con aquel único hombre, abriendo voluntariamente sus piernas aunque con mucho sufrimiento. No tan voluntariamente las abrió aquella otra chiquilla, quinientos años hacía ya, que estando un día en la fuente llenando la cántara vio acercarse a uno de esos extranjeros que vinieron con Lamberto Horques Alemán, alcaide-mayor de Monte Lavre por merced del rey Don Juan el Primero, gente de hablar incomprensible y que, desatendiendo los gritos y ruegos de la doncella, la llevó a la espesura de helechos donde, a su placer, la forzó. Era un hombre gallardo de piel blanca y ojos azules, sin más defecto que el ardor de su sangre, pero ella no fue capaz de quererle bien y sola parió como pudo llegado el tiempo. Así, durante cuatro siglos, estos ojos azules que vinieron de la Germania aparecieron y desaparecieron, como esos cometas que se pierden en el camino y regresan cuando ya nadie cuenta con ellos, o simplemente porque nadie se cuidó de registrar sus pasos y descubrir su regularidad.

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