José Garzón del Peral - Se muere menos en verano

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Salido de una familia humilde en un pequeño pueblo en Jaén, Pedro llega a Madrid con el objetivo de estudiar una carrera. Tiene que salir adelante en un mundo de trenes mugrientos, pensiones inhóspitas y penurias económicas. Toca tirar de ingenio para avanzar. Ya como un hombre envejecido y achacoso, tío Pedro cuenta su experiencia a un joven. Aquellos inicios de supervivencia le llevaron hasta una vida en la que se introdujo en la bohemia teatral, entabló amistad con personalidades como el jefe de la Comunidad Ahmadía del Islam en España o con quien posteriormente se proclamó como el Papa Clemente e incluso vivió en Lisboa la Revolución de los Claveles.Entre frases entrecortadas por su avanzada edad, el tío Pedro expone en un libro intenso, lleno de anécdotas y de lugares para el recuerdo, una vida donde toma cuerpo la propia biografía de José Garzón. 
Se muere menos en verano es toda una sucesión de imágenes, un legado a la superación entre un colegio del Sacromonte granadino y la Sevilla donde el protagonista encontrará su estabilidad profesional.

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Madrid nos dio la bienvenida con una lluvia fina que empapaba mis mejores ropas. Comenzaba una nueva vida, nuevos usos y costumbres, la experiencia enriquecería mi espíritu y lijaría complejos, pero estaba convencido de que me costaría superar la nostalgia. Desorientados y ejerciendo de lo que realmente éramos, cinco provincianos en la Corte, dejamos las maletas en la consigna de la estación con la intención de buscar alojamiento. El desconcierto se hacía patente, no sabíamos por dónde empezar, las miradas se entrecruzaban esperando cada uno, de los otros, la iniciativa, una adopción de liderazgo que no surgía; los rostros reflejaban una tensión contenida, mezcla del frío reinante y del impacto de una ciudad inmensa tomada por la vorágine humana. Al fin, cuando todos los pasajeros habían desaparecido, nos dirigimos a la cafetería del cercano Hotel Nacional donde alrededor de un plano de la capital y un periódico local escrutamos los alojamientos que ofrecían cercanía y economía: no deberíamos sobrepasar las seiscientas pesetas mensuales en concepto de alojamiento y almuerzo, para la cena solicitaríamos beca del SEU (Sindicato Español Universitario) para sus comedores y si no la concedían… ya veríamos. Así fuimos a dar con nuestros huesos a la Pensión Reme que se ubicaba en la calle Atocha, a escasos metros de la glorieta del mismo nombre, primera imagen que nos ofreció la ciudad al salir de la estación aquel 5 de octubre de 1960 y qué tan familiar nos resultaría al ser paso obligado en la ruta diaria hacia la escuela

Para acceder a la pensión, que ocupaba la segunda planta, de un edificio de los años treinta del siglo XIX, había que utilizar un ascensor tipo jaula con puertas de tijera y visibilidad total al exterior, que nos llevaba a recepción; su aspecto producía tal desconfianza que pronto adquirí la costumbre de utilizar las escaleras; en una de las contadas veces que lo utilicé en descenso sufrí la experiencia de una «caída libre»; afortunadamente se me ocurrió abrir las puertas metálicas y el ascensor quedó frenado en seco evitando un impacto contra el suelo de consecuencias imprevisibles; creo que salvé mi vida y la del acompañante. La pensión estaba regentada por doña Stella y su hija Edith, argentinas ellas, auxiliadas por tres personas de servicio cuya edad no superaba la treintena: un camarero amanerado —Borja—, y dos empleadas de hogar —criadas en la época—, de aspecto más que saludable; Stella rondaba los cincuenta y su hija no excedía los veinticinco. Las habitaciones, situadas alrededor de un patio central interior, no disponían de servicios, solo había tres de uso general. El comedor estaba situado justo a la izquierda de la puerta de entrada; junto a él, la habitación de la «cama del espejo» así llamada por disponer de un espejo en el piecero y a continuación la que ocupábamos Paco, mi hermano y yo; frente a la habitación del espejo, la de las dos empleadas y en los tres lados restantes, las de las dueñas y otros huéspedes incluidos mis compañeros.

Sería una temeridad afirmar que la primera noche en la Pensión Reme transcurrió con normalidad. Habíamos culminado un día ajetreado, camas nuevas, ruidos exteriores, temor al inicio de una nueva etapa, el timbre de la puerta que no cesó de sonar… y el madrugón. A las siete y media ya estábamos junto al ascensor; pese a ir bien abrigados los vi tiritar, también yo tiritaba, hacía mucho frío pero no me pareció ese el motivo de los espasmos musculares que se visualizaban sino el incierto futuro al que nos enfrentaríamos en un abrir y cerrar de ojos. Una espesa niebla de color blanquecino nos recibió en la calle, depositando sus gotitas microscópicas de agua en nuestros desvencijados abrigos; la visibilidad apenas alcanzaba unos metros, solo nuestro nerviosismo se veía. Descendimos lentamente por Atocha hasta la glorieta, el suelo estaba resbaladizo e íbamos sobrados de tiempo, nadie hablaba de nada hasta que alguno, intentando relajar el ambiente, se enredó en divagaciones absurdas: el frío que hacía, el tipo de niebla… concluimos que era de vapor, la que se da cuando una masa de aire frío se mueve sobre aguas cálidas convirtiendo la condensación en punto de rocío; ya en el paseo del Prado nos dirigimos a la famosa cuesta de Moyano, así denominada en honor del que fuera Ministro de Fomento durante el reinado de Isabel II; recorrimos sus no más de doscientos metros de longitud fisgoneando las famosas casetas de libreros que se alineaban en la margen izquierda; todas eran de madera y de proporciones reducidas. Un vendedor me comentó que databan de 1925 y que desde sus orígenes no disponían de luz ni calefacción. Con el tiempo se han ido modernizando sin afectar a su sabor tradicional, también la calle se ha peatonalizado y ganado mucho en afluencia. La cuesta, colinda con el Jardín Botánico, residencia de los árboles más felices de Madrid, y conecta en su tramo final con la calle Alfonso XII donde se ubica el acceso a un recinto —cerrillo de San Blas— que, aun formando parte de los jardines del Retiro, se segregó e independizó de ellos para albergar varios centros oficiales, entre otros el Instituto Ramón y Cajal, a los que se accedía desde una calle interior.

Las obras del Instituto Cajal, edificio que ocupaba la escuela, finalizaron dos años antes del fallecimiento de Cajal en 1934. Su fachada principal, orientada a Madrid Sur, se eleva sobre el paseo de la Infanta Cristina y consta de cinco alturas distribuidas en tres plantas sobre rasante, semisótano y sótano. Sus discípulos continuaron allí hasta 1956 y fue en 1957 cuando se decidió destinarlo a Escuela de Obras Públicas; tras las obras de acondicionamiento, las clases darían comienzo en el curso 1960-1961, año de mi llegada.

Con estos antecedentes, al alumnado siempre se nos inculcó el honor que suponía formarnos en las aulas que ocupó el instituto depositario del legado científico de Santiago Ramón y Cajal, pero lo cierto es que el prestigio y cotización de los Ayudantes de Obras Públicas, cuerpo creado en 1857 por Claudio Moyano para nutrir de funcionarios especializados al Ministerio de Fomento, estaba basado en su excelente preparación; el ingreso en el cuerpo se hacía por libre oposición y su dificultad era tal que a mi llegada, en 1960, quedé sorprendido al verificar que la mayoría del alumnado no había logrado ingresar en la extinta Escuela de Ayudantes tras ocho o más años de preparación en academias particulares; los afortunados que ingresaban tenían que superar dos años de enseñanza y uno de prácticas, pero la gran demanda de estos titulados por parte de las empresas privadas de obra civil hizo que muchos renunciaran al funcionariado ante las mejores condiciones económicas que la empresa privada ofrecía. La escuela pasó a depender en 1957 del Ministerio de Educación; a partir de 1972, quedó integrada en la Universidad Politécnica de Madrid con la denominación de Ingenieros Técnicos de Obras Públicas y desde 2013, como Escuela Técnica Superior de Ingeniería Civil.

Al divisar la escuela comencé a sentir escalofríos y convulsiones, no podía embridar el cuerpo, dudaba si culpar de ello al frío, a una incipiente gripe o a mis miedos. Antes de pisar el primer escalón ya habíamos chasqueado una cerilla y alumbrado sendos cigarrillos, unos Philips Morris cuyo olor y sabor aún me persiguen; rebasada la escalinata de acceso unos paneles sobre caballetes de madera daban soporte a las listas con la distribución de alumnos por grupos y aulas así como los horarios de clases; las listas, confeccionadas en offset, coordinaban linealmente cada nombre con su fotografía; nos preguntábamos, sin obtener respuesta, el motivo de semejante «lujo». Un aldabonazo me hizo sentir que, en ese instante, comenzaba la aventura de mi vida y que mi pasado deslizaba a un segundo plano.

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