Rafael Gª Maldonado - El trapero del tiempo

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El trapero del tiempo es un recorrido por el convulso siglo XX a través de dos personajes antagonistas, poliédricos y marcados por el peso de la historia: una novela de novelas que se entrecruzan como las vidas de sus protagonistas. Rafael García Maldonado se sirve de las múltiples andanzas de ambos para construir una apasionante y ambiciosa novela que retrata con maestría la épica y el dolor de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, así como de las asfixiantes y demoledoras resultas de ambas contiendas. El trapero del tiempo es, también, un retrato descarnado de la complejidad de la condición humana, que el autor disecciona y nos muestra a través de una galería enorme de personajes, a los que mueve por Europa y por el campo de batalla con una insólita brillantez.

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Le habían establecido un cupo de veinte pacientes por día y no era raro que enfermos con patologías gravísimas tuvieran que marcharse de la casa del doctor a empujones de los milicianos playa abajo. El resto del día lo pasaba atendiendo a los soldados republicanos y las jornadas de trabajo lo tenían fatigado y exhausto. Ya no era joven y estaba empezando a enfermar.

Empezaba a hacer frío y José Quiles intentaba calentarse en su despacho a duras penas, con un infernillo que servía para hervir algunos instrumentos médicos. Puso en un recipiente con agua las agujas para la insulina que a diario le inyectaba la matrona y ayudante Fuensantita Pérez. Esta era una joven del pueblo de Tolox, en la Sierra de las Nieves. Con quince años había entrado a trabajar en la casa del médico como ayudante en las labores de la señora Elisa, pero pronto José advirtió en ella tanta destreza y buen hacer con los enfermos que decidió incorporarla a su consulta y llevarla consigo en los partos y operaciones en las casas y en el campo.

—Tiene usted el azúcar por las nubes, don José. Mire el color de la tira de sangre. Y mire el de la orina —dijo Fuensantita alarmada—. No puede usted seguir así.

—Sí, hija, es cierto. No me encuentro nada bien últimamente. Estoy fatigado y me canso mucho. Estoy perdiendo la vista y cojeo del pie derecho. Me estoy haciendo viejo demasiado joven —maldecía el doctor sentado en su sillón con gesto dolorido.

En ese momento de pequeño descanso entre pacientes, el cabo Ramón Moreno entró sin llamar a la puerta en el dispensario, abriendo violentamente y apremiándolo.

—Cámbiate, Quiles. Han herido al sargento en el monte.

Habían pasado dos semanas cuando Roberto comenzó a salir a la calle en las dos únicas horas en las que su madre se lo permitía. Empezó a probar poco a poco la comida y tras la insistencia de los amigos que iban a diario en su busca optó por empezar a ir a pescar, a cazar jilgueros y a dar unas vueltas con la bicicleta a pesar del mal tiempo que fue constante todo el otoño. En el colegio, cuyas clases eran interrumpidas constantemente por el curso de la guerra, apenas lograba concentrarse.

Arturo Suárez era hijo de don Luis, el boticario e íntimo y asiduo tertuliano de su padre. Ese día los dos cogieron sus sedales y probaron suerte entre las rocas del espigón, justo debajo del mirador al que el rey Alfonso XII había bautizado como Balcón de Europa. Arturo no encontró palabras para animar a su amigo y estuvieron callados más de una hora, a pesar de que las circunstancias del boticario no eran muy distintas de las del médico. Los milicianos habían saqueado la botica y no habían dejado medicación suficiente para la población nerjeña, y su familia tampoco podía salir de la casa, que tenían encima de la antigua botica. Por si fuese poco, la depresión que su madre padecía desde hacía años se agravó y ya no vio la señora del boticario Suárez razón alguna para levantarse más de la cama.

—Sé lo de tu padre, Roberto. Me imagino cómo debéis estar —habló por fin el zagal, que no encontraba el momento ni la palabra, mientras le pasaba el brazo por el hombro—. Todo esto tarde o temprano pasará y seguiremos como siempre. Tenemos que ser fuertes.

—¿Por qué ha empezado esta guerra, Arturo? —preguntó extrañado Roberto a los pocos minutos, lanzando el sedal con desgana.

Uno de los corchos empezó a moverse. Se había enganchado entre dos rocas.

—Don Fernando siempre nos lo dijo, acuérdate: que desde el inicio de los tiempos las guerras empiezan por lo mismo, que cuando se mezclan la incultura, el nacionalismo y la religión, los hombres se vuelven locos y se matan entre ellos —dijo Arturo, recordando las palabras del sabio maestro, que había huido de Nerja horrorizado por las noticias de Sevilla. Era militante del Partido Socialista.

—Dicen que las cosas van fatal en Madrid, que el presidente Azaña ha cambiado varias veces de gobierno en pocos días. No sé cuántos van ya. Y por lo visto, el actual presidente del Consejo, Largo Caballero, es el único que ha sido capaz de armar al pueblo, que como sabes es inculto y resentido en su mayoría. Ha formado un ejército cuya única instrucción es el odio a los burgueses, los terratenientes y los ricos. A por nosotros, Roberto, vienen a por nosotros. Y lo peor es que los que le pegaron a tu padre abominan de Dios y de la Iglesia —añadió alarmado el hijo del farmacéutico—. Ser ateo es despreciable.

A Roberto no le convencía ni le acobardaba el argumentario de su amigo, y seguía dándole vueltas a la cabeza mientras hacía que miraba si el corcho se sumergía en el mar.

—Nunca he creído que el Dios al que rezan nuestras madres esté enterado de nada de lo que sucede aquí abajo. Nada tendría sentido, visto lo visto.

«¿Qué era y para que servía esta guerra? ¿Era tan necesaria como su entorno creía? ¿Por qué si todo en su vida marchaba bien se había organizado todo aquel horror que mantenía a su querido pueblo atemorizado y recluidos en sus casas a vecinos que hasta hacía meses eran amigos? ¿Por qué tuvo que ser el año en el que partía a Granada a la Universidad?», seguía preguntándose Roberto. Transcurrió de nuevo casi una hora sin que aquellos muchachos abriesen la boca. Las capturas del mar, al igual que las palabras, escaseaban aquella tarde.

—No sé por qué dicen que mi padre es un fascista y que odia a los pobres. También dicen que quiere que venga Franco —decía Roberto negando con la cabeza—. Sólo pocas familias como la tuya lo conocen de verdad, Arturo. Aun así lo persiguen los rojos.

—Del mío dicen cosas parecidas —intervino el muchacho—. Y él nunca habla de política ni sale de su farmacia, si acaso algún domingo vamos a Málaga a almorzar con mis abuelos y tíos. Pero las cosas, como te digo, se estaban saliendo de madre…

Escucharon ruidos nuevamente y miraron hacia atrás, hacia el rudimentario paseo marítimo que empezaba a construirse en el pueblo, y vieron pasar a un grupo de milicianos anarquistas fieles a la República andando tranquilamente detrás de dos hombres esposados y cabizbajos a los que apremiaban con insultos y mofas.

—Por si fuese poco —dijo Roberto—, hay cinco familias que se han instalado en mi casa y han destrozado el laboratorio de investigación, donde con unas plantas extrañas mi padre y un colega extranjero han descubierto algo muy importante…

Se empezaba a hacer de noche, volvían de la playa tras recoger la caña y el sedal junto con los dos únicos sargos pequeños que esa tarde habían picado. Seguían debatiendo y maldiciendo la incomprensible guerra y fue entonces cuando Roberto pudo ver de nuevo el rostro asustado de su padre a través de la ventanilla de un automóvil Oakland color verde carruaje. Iba a toda velocidad, tripulado por un miliciano y seguido de dos motocicletas Ossa. Parecían dirigirse hacia la colina donde se empezaban a dar los primeros enfrentamientos, cerca de Frigiliana, entre falangistas malagueños rebeldes junto a italianos, y milicias fieles a la República que presidía Manuel Azaña.

Roberto volvió a temer por la vida de su padre. No se despidió de Arturo y corrió a toda prisa hasta su casa a avisar a su madre y a su tío Santiago. Se dejó allí la caña y el minúsculo pez mientras su amigo le deseaba suerte desde lo lejos.

José entró en la tienda de campaña que servía de enfermería en el combate y se encontró al sargento Calle en un grito de dolor. La herida era muy fea. Tenía un trozo de tela del pantalón dentro y el dolor inmenso del balazo en la ingle hacía que el muchacho herido, de 19 años, no se estuviese quieto y únicamente gritase intentando incorporarse.

—Tómate esto —dijo José, animando al herido mientras le abría la boca con fuerza para introducir la gragea—. Te dormirás pronto y no te dolerá.

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