Rafael Gª Maldonado - El trapero del tiempo

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El trapero del tiempo es un recorrido por el convulso siglo XX a través de dos personajes antagonistas, poliédricos y marcados por el peso de la historia: una novela de novelas que se entrecruzan como las vidas de sus protagonistas. Rafael García Maldonado se sirve de las múltiples andanzas de ambos para construir una apasionante y ambiciosa novela que retrata con maestría la épica y el dolor de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, así como de las asfixiantes y demoledoras resultas de ambas contiendas. El trapero del tiempo es, también, un retrato descarnado de la complejidad de la condición humana, que el autor disecciona y nos muestra a través de una galería enorme de personajes, a los que mueve por Europa y por el campo de batalla con una insólita brillantez.

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Los primeros días del curso 1978/79 transcurrían con normalidad. Poco a poco el profesor Adames fue mejorando la pronunciación y enriqueciendo su vocabulario galo, que no era escaso pero, muy a su pesar y por la falta de práctica ocasionada por su trabajo, desde su juventud había ido perdiendo destreza en la dicción. Estudiaba todas las tardes en su apartamento, y los largos paseos por la ribera del mar que daba a diario le resultaban prácticos y divertidos. A veces se adentraba en el puerto y charlaba con los pescadores y los dueños de veleros de recreo, intentando forzarse a hablar con todo el mundo, ya que el sistema de aprendizaje que eligió para estudiar el idioma le resultaba muy pesado. Dos años y medio repitiendo lo mismo con esos enormes auriculares y cientos de cuadernillos le aburrían sobremanera. Cuando llegó a Reims en el verano de 1976 intentó contactar con un profesor de clases particulares, pero en medio de la búsqueda apareció el profesor Fournier en plena calle, cerca de la Maison, a donde este había acudido a pasar un par de días en casa de su futuro suegro, que andaba convaleciente de una angina de pecho. Tras observarlo y dudar unos instantes, pues hacía casi veinte años que no se veían en persona, dejó de mirarlo a través del cristal de la cafetería donde se tomaba una limonada y salió a saludarlo efusivo.

—¿François Fournier? —preguntó Adames emocionado—. ¡Mi viejo amigo Laplace! —exclamó mientras abría los brazos, refiriéndose al pseudónimo al que eran tan aficionados algunos excéntricos científicos.

—No lo puedo creer. ¡Gregorio Adames aquí, en Francia! —exclamó Fournier, esperando un abrazo de su viejo amigo—. ¿Qué haces aquí? ¿Has venido solo?

La sonrisa de Adames se apagó como una vela azotada por el viento.

—La historia es demasiado larga, viejo amigo —contestó apesadumbrado—. Espero que tengas tiempo para que te la cuente —dijo entonces, con menos efusividad de la inicial. Lo agarró cariñosamente por el hombro y, apremiándolo a entrar en la cafetería donde había dejado a la mitad su limonada, le narró su situación. Adames aún caminaba con bastón, algo que extrañó al catedrático.

Anduvieron durante toda la mañana, y Adames lo esperó incluso a las puertas del hospital clínico de Reims, donde Fournier se había interesado por los progresos de la salud de su suegro y de su maltrecho corazón. Luego almorzaron en el restaurante brasserie Du Boulingrin un venado con verdura, y tras un café expreso dieron una vuelta alrededor de la basílica de Saint-Rémi, una autentica joya del siglo IV en la que los dos amigos pasaron el resto de la tarde hablando y analizando minuciosamente la abadía. No sólo el mar los había unido hacía tiempo: la magia de la ciencia y la historia los apresó a ambos desde muy jóvenes. Adames, inseguro, prefirió no seguir contándole más sobre él. Aunque confiaba plenamente en aquel biólogo, era suficiente por el momento. Se vio con fuerzas y ganas para iniciar otro tema de conversación.

—¿Sabías que fue consagrada por León IX en 1049? —preguntó de pronto—. Un Papa interesante. A ti no hace falta que te recuerde la consumación del Cisma de la Iglesia Oriental.

François lo miró extrañado, con una sonrisilla escueta mientras asentía. Este seguía siendo un hombre seductor y vitalista, y se sentía aún impresionado por la historia de aquel hombre.

—No has cambiado, Gregorio, ni un ápice. Aunque no con tan buen aspecto, sigues como siempre, sabiendo más datos que nadie, y peor aún, que por desgracia no interesan a nadie —dijo Fournier, ahora con una sonora carcajada, con la que quiso restar tensión a aquella terrible crónica vital—. Me alegro mucho de volver a verte, compañero.

Siguieron su paseo con múltiples paradas y visitas hasta tarde, reviviendo situaciones y anécdotas pasadas e intentando ponerse al día. Había pasado mucho tiempo desde aquel tres de noviembre de finales de los cincuenta, cuando se conocieron en el norte de Italia, en la casa de un compañero, enamorado del mar como ellos, el profesor Renato Fini, y decidieron poner a prueba sus memorias recordando aquel día tan importante para el exitoso futuro que ambos tenían entonces por delante.

Una cálida tarde de otoño de hacía ya demasiados años se habían reunido en Villa Francesca, en las afueras de Milán, cuatro jóvenes científicos expertos en el fondo del mar y sus misterios. Todos se conocían por sus nombres o sus pseudónimos y, gracias al profesor Fini y su poderosa influencia dentro y fuera de la Universidad, pudieron reunirse en su lujosa casa milanesa. Por entonces, Renato Fini aspiraba a lo más alto dentro de una poderosa organización.

Los cuatro hombres habían hecho coincidir sus vacaciones con la cita en casa del profesor Fini. Este hizo también de la visita una oportunidad para que sus esposas se conociesen y de paso descubrieran las maravillas de Italia. Carla, la bella esposa del potentado Italiano, organizó a la perfección unas fantásticas excursiones a lugares inolvidables y a los museos de la ciudad, así como una breve visita a Florencia y Venecia. Fini necesitaba tiempo con los cuatro científicos, y la complicidad de Carla lo permitió. Tenían cuatro días por delante para hablar de ciencia, de arte, de historia y, sobre todo, de la obsesión de los cinco: el fondo del mar. Las presentaciones fueron breves, y a Adames le sorprendió el aspecto físico de los cuatro señores de los que sólo conocía la letra de las numerosas cartas que entre ellos circulaban por casi toda Europa. A todos, salvo a Fini, los imaginó distintos. Fournier llegó desde Francia, John Krugman de Canadá y Scott Smith de Irlanda. El anfitrión era italiano, nacido en Taranto, cerca de Nápoles. Sus edades, salvo la de Fini, algo mayor, estaban próximas, y el único problema inicial había sido el idioma en el que se entenderían aquellas jornadas. Se acordó por unanimidad que fuese el inglés, que había sido el idioma de la mayoría de las misivas que llevaban cruzándose varios lustros. Consiguieron entenderse de forma razonable con la inestimable ayuda del hijo mayor de Fini, que trabajaba en la delegación europea en Italia de la ONU y manejaba con soltura varios idiomas.

La primera jornada de trabajo en casa del profesor fue larga y tediosa, pero no menos apasionante, en la que se sucedieron las charlas, debates y conferencias, y que culminó con algo que dejó boquiabiertos a los allí reunidos. Tras tomar todos la palabra y mostrar las novedades en sus diferentes áreas, le tocó el turno a Gregorio Adames. Carlo Fini lo traducía tras media hora de parlamento y, al tiempo de finalizar, Adames mostró una enorme foto, en la que demostraba haber descubierto y fotografiado la reproducción en el Mediterráneo de la especie de molusco gasterópodo patella safiana . Algo insólito, pues en los cerca de doscientos años en los que se había desarrollado la Malacología como ciencia nadie había probado tal situación en aquella zona. Era esta una especie de lapa que había convivido con griegos y romanos en la antigüedad, pero que se creía imposible que volviese a aparecer en esas cálidas aguas, lo que había llevado a algunos científicos como Fini a certificar su extinción, algo que le procuró galardones y reconocimiento internacional.

François Fournier, que entonces sólo contaba treinta y dos años y acababa de conseguir la cátedra de Ecología Marina, tampoco podía entender cómo Adames había logrado tal instantánea. Los señores Krugman y Smith daban vueltas a sus plumas y se habían echado hacia atrás en el respaldo de los sillones, impactados. Fini dio un salto de la mesa y, tras disculparse, se ausentó unos instantes a su despacho del torreón de la inmensa villa milanesa en la que vivía desde muy joven, con la citada foto entre las manos, mirándola fijamente, dándole vueltas y acercándola a sus ojos. En esa torre se encerraba durante horas intentando dejar a un lado los asuntos universitarios y de la organización clandestina a la que pertenecía desde los treinta años y en la que entró como aprendiz. Ese día Gregorio Adames, con su instantánea y su hallazgo, había roto y tirado a la basura sus estudios fósiles de los últimos doce años.

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