Rafael Gª Maldonado - El trapero del tiempo

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El trapero del tiempo es un recorrido por el convulso siglo XX a través de dos personajes antagonistas, poliédricos y marcados por el peso de la historia: una novela de novelas que se entrecruzan como las vidas de sus protagonistas. Rafael García Maldonado se sirve de las múltiples andanzas de ambos para construir una apasionante y ambiciosa novela que retrata con maestría la épica y el dolor de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, así como de las asfixiantes y demoledoras resultas de ambas contiendas. El trapero del tiempo es, también, un retrato descarnado de la complejidad de la condición humana, que el autor disecciona y nos muestra a través de una galería enorme de personajes, a los que mueve por Europa y por el campo de batalla con una insólita brillantez.

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Se incorporó con las manos llenas de sangre, sudoroso, y miró al superior del chico.

—Debería llevármelo a Nerja para operarlo. De lo contrario morirá desangrado o de una infección en pocos días —diagnosticó el doctor.

—Llévatelo, ya tenemos suficientes muertos —dijo el enfermero, completamente ensangrentado, con la bata más roja que blanca.

La casa de José estaba en vilo. Fuensantita había intentado convencer a la familia de que José había ido a atender a un oficial enfermo. Pero era muy difícil no temer lo peor otra vez. Elisa había sufrido de nuevo un ataque de pánico.

El sargento Calle llegó al despacho de la casa del doctor sin apenas conocimiento, medio dormido y delirando. José ordenó desnudarlo y tumbarlo en la camilla.

—No me gusta nada esa herida y ya ha perdido mucha sangre. Creo que la femoral está afectada. No sé si hay infección —dijo mientras cogía el bisturí del cacillo que hervía.

—Cúralo, gordo, ¿me oyes, facha? Como se me muera el hijo de mi compadre vamos a tener tú y yo unas palabritas. O algo más —dijo amenazante un subteniente calvo y rubiato lleno de pecas.

Dos horas después de comenzar la operación el doctor Quiles se quitó la mascarilla y llamó al calvo pelirrojo.

—Debe quedarse aquí esta noche —insinuó el médico mientras terminaba de coser la entrepierna del muchacho—. Puede que se despierte durante la madrugada y el dolor sería insoportable. Sigo teniendo algo de morfina y de láudano, pero no para muchos días. ¿Podrían traerme más medicamentos de Málaga? —dijo mientras le extendía al pelirrojo unas recetas.

—Veré qué podemos hacer. En la capital las cosas están muy feas, y se rumorea que tu amigo Franco está al llegar con los aviones. —El brigada encendió un cigarro y se largó—. Voy a poner un hombre aquí por si se despierta —dijo malhumorado desde lo lejos—. Que me llamen si se muere. Estaré descansando en el jardín con los demás.

—Vaya tranquilo, señor, yo traje al mundo a este muchacho y con doce años le curé una tuberculosis. Es un hombre fuerte. Váyase tranquilo.

José se lavó las manos y fue a la cocina. Los niños dormían y su mujer lo recibió con un abrazo enorme. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que la quería.

Capítulo Iii

El cónsul

No os culpo tanto por vuestra voracidad, querido amigo, eso es natural y no puede remediarse. Lo interesante es dominar ese carácter tan malvado.

H. Melville, Moby Dick

Albert Joseph Kummer era un hombre elegante y distinguido. Era alto, fornido y poderosamente atractivo. Hacía tiempo que había superado los cincuenta años, pero sabía lo irresistible que seguía resultando a las mujeres, algo que supo desde muy joven, desde que con sólo quince años tuviese su primera relación íntima con la nodriza que convivía con la familia Kummer en la majestuosa casa en la que se crio, cerca de la catedral de Berlín. Tuvo una infancia acomodada, repartida entre colegios elitistas y clases de música e idiomas, en las que el estudio del español ocupó una parte importante de las materias. Jugaba al cricket los fines de semana, y amenizaba las fiestas de su familia con pequeños conciertos de violín, que entusiasmaban a su abuelo Boris.

Por aquel entonces, Martha Shultz llevaba trece años sirviendo como institutriz en casa su padre, el general Kummer, y una fría noche del crudísimo invierno de 1922 no pudo resistirse a los encantos adolescentes de aquel jovenzuelo con cuerpo de hombre que, sin cumplir los dieciséis, ya alcanzaba el 1,80 de estatura. Albert tenía en esos años la espalda ancha y el mentón prominente, los labios carnosos y el torso musculado; atributos que nublaron la vista de la nodriza, que se dejó llevar en demasía ante la contumaz insistencia de aquel joven burgués. Los cinco hermanos pequeños de Albert se amontonaron tras la puerta del dormitorio enorme que el muchacho tenía en la segunda planta, lleno de cuadros de caballos y de imágenes de eventos deportivos, ignorando lo que ocurría allí dentro; tan sólo alcanzaban a oír gemidos de la joven y ruidos de lo que parecía el cabecero de la cama golpeando al armario. Por fortuna, los pequeños eran demasiado jóvenes aún, e ignoraban la realidad de lo ocurrido, y el general Kummer y su esposa todavía tardarían en volver del teatro.

Esa primera relación íntima consumada otorgó al joven Albert una parte importante de la autoestima de la que llevaba gozando toda su vida, e inculcó en él una obsesión —no siempre placentera— por la conquista y la seducción ante las mujeres, arte que solía poner en práctica a diario con notable éxito y con damas de diferente rango y estofa.

Los encuentros con la niñera se mantuvieron durante un año, aprovechándose ambos de las ausencias del general y de su esposa Sophie, más preocupados de las fiestas y los actos sociales de aquella Alemania en decadencia que de su familia y sus pequeños.

El general Kummer nunca supo a ciencia cierta lo que ocurría entre su primogénito y la nodriza, pero siempre sospechó que en las miradas que furtivamente se dirigían había probablemente más que la simple relación del servicio con un joven burgués para el que trabajaba. Éste tampoco veía con buenos ojos el ambiente que se respiraba en la capital germana por culpa de la tremenda crisis económica que golpeaba la República de Weimar. Se sucedían revueltas y manifestaciones, y por momentos reinaba el caos y el desorden. Por si fuera poco, se iban creando nuevos partidos políticos, algunos de ellos violentos, a los que numerosos jóvenes se afiliaban deseosos de un futuro mejor para aquella gloriosa Alemania en horas tan bajas. No quería esas circunstancias para su hijo mayor, y siguiendo el consejo de un general ingeniero decidió enviarlo a la universidad de Múnich, donde cursaría estudios de ingeniería industrial.

El 2 de octubre de 1923, el joven Albert Kummer subió al tren en dirección a Baviera, a una residencia de estudiantes del Campus de la Universidad de Múnich, donde compartiría habitación con otro joven berlinés. El poderoso general no vivió lo suficiente para darse cuenta de lo mucho que se había equivocado.

* * *

La mañana del 23 de mayo de 1973 en la Costa del Sol lucía un sol enorme y abrasador que se sostuvo en el cielo más de trece horas. La jornada resultaba extrañamente cálida para tratarse de una primavera fría y oscura que había resultado demasiado lluviosa. Esa mañana de asueto el cónsul general de Alemania prefirió no dar el paseo larguísimo habitual a sus dos preciosos perros bracos grisáceos y de ojos azules con los que solía llegar hasta las montañas de Barranco Blanco. Aunque era sábado, el calor repentino no le pareció propicio para la caminata, que entre la ida y la vuelta distaba casi quince kilómetros. En una pequeña casa del barranco vivía un íntimo amigo que había pertenecido a la Wehrmacht, nacionalizado español, con el que solía departir hasta el mediodía los fines de semana y días festivos sobre la situación de la Alemania Federal, y de paso maldecir y hablar pestes de la República Democrática Alemana. Aquel hombre era además uno de los accionistas mayoritarios del entramado empresarial que el cónsul había ido forjando desde su llegada a España, Codusfin, en el que únicamente la construcción y sus materiales les proporcionaban enormes beneficios. Sin embargo, aquel solitario compatriota era un hombre de letras, un escritor, y prefería dejar los negocios y la gestión económica en manos de Kummer. Aquella ruta a pie la solía hacer en unas cinco horas, y después, en su inmenso chalet con vistas a Fuendetorres, realizaba estiramientos y abdominales en el jardín, ayudándose de una colchoneta y unas máquinas modernas con algunas pesas. Ese día prefirió dar una vuelta por el pueblo y comprar algo en el mercadillo del Compás de Majer.

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