A Cenobia le pareció bien, Antonia era una buena muchacha, laboriosa, que si bien no amaba a su marido lo quería y lo respetaba. Le pareció que don Ignacio estaba mejor, trataba bien a su mujer, la llevaba al pueblo a comprarle ropa y cosas nuevas para la casa, estaba más tranquilo. Pero el hábito de la bebida lo dominaba, no lo podía dejar y a veces, borracho, insultaba a Antonia, que esos días prefería andar callada y pasar inadvertida. Era como que se enojaba consigo mismo por seguir vivo mientras que su mujer, su compañera de la vida, estaba muerta porque él no había sabido defenderla de los malandras. Antonia no se quejaba, parecía comprenderlo y aceptaba con resignación los días malos de su marido. Con su ayuda, el campo se estaba recuperando, no le preocupaba hacer trabajos pesados. Hasta que la muerte de don Ignacio los sorprendió.
Salvador absorbía esas historias que le permitían conocer a “su” Antonia. Giulio lo miraba con sorna, divertido con el enamoramiento feroz de su amigo, sobre todo cuando sorprendía las miradas tiernas y apasionadas que le dedicaba a la mujer, que todavía permanecía lejana aunque los dejaba hacer.
Antonia era muy conciente de esas miradas, sentía la vista fija en ella todo el tiempo que el muchacho estaba cerca. Hablaba con él lo necesario, porque se sabía insegura, porque estaba de luto y pensaba que dejarse llevar por sus emociones era faltarle el respeto a Ignacio, que la había convertido en alguien respetable sacándola de la miseria en que vivía.
Un día don José se presentó en la casa . En el carro traía varias bolsas de semillas y también harina, sal, azúcar, yerba, aceite y otras cosas menores. Saludó a los muchachos y entró con ellos a la cocina donde Cenobia enseguida empezó la ronda de mate dulce con tortas fritas:
— Están ricas, Cenobia, como siempre. Se agradece.
La vieja ladeó un poco la boca para expresar su complacencia por el halago y siguió con el mate, mientras Salvador y Giulio contaban qué estaban haciendo y cómo les iba.
—Vos, Salvador, ¿eras agricultor allá en la Sicilia?
—No, era pescador— y riéndose bajito agregó: — Pero todo se puede aprender, ¿verdad?, sobre todo cuando el pasado se queda atrás y no volverá.
—Claro que sí, hombre. ¿Me parece a mí o te está gustando esta vida? Se te ve contento.
— Me gusta, viejo. Cada vez andamos mejor a caballo, ¿no, fratello?
— Cada vez más callos en el trasero,— rió Giulio.
— No la veo a la Antonia — dijo don José — tendría que hablar con ella.
— Aquí estoy — se la escuchó — estuve oyendo que conversaban pero no quise interrumpir, sé que son amigos y necesitaban un rato para ustedes.
— Hola, m´hija, tenía que hablar con vos. Te traje la mercadería que tu marido había encargado. Como finalmente no se la llevó y no fueron más a buscarla, aquí está. De paso, vine a ver a los amigos como vos decís, y para saber cómo andás. Todo fue pagado, no te preocupés. En las bolsas hay semillas para la siembra. Ya casi es la época.
— Gracias, don, ¿se queda a comer?
— Si estoy invitado, claro que sí.
Por primera vez desde que Salvador llegara, se sentaron todos en la mesa de la cocina, incluido Ramón, que casi no habló y apenas pudo se retiró. La presencia del gallego, que estaba cómodo y conversador, permitió que la reunión se prolongara con el postre de arroz con leche y canela y la copita de ginebra. Don José hablaba sobre todo con Antonia, haciéndole comentarios sobre el manejo del campo. Salvador se permitía mirarla todo el tiempo, y se sorprendía de lo que ella sabía sobre el tema. Giulio de tanto en tanto le dedicaba un alzamiento de cejas para expresar también su asombro.
En el momento de la despedida, don José miró socarronamente al gringo y le dijo:
— ¡Enamorado está el mocito! Un consejo de viejo: no pierdas del todo la chaveta, pero si tus intenciones no son malas, a la muchacha no le vendrá mal un compañero. No la ha pasado bien en la vida. Cuidado con los del pueblo, son chismosos, las mujeres son unas beatas que viven comulgando, y hay unos cuantos ladinos a los que les gustaría quedarse con estas tierras. Aunque no te interese lo que piensen los demás, tené en cuenta lo que te digo.— le dio una palmada en la espalda, se subió al carro y se fue.
Esa noche, Giulio le avisó a su amigo que al día siguiente se iría por unos días ya que tenía un último viaje comprometido pero que, si lo necesitaba, a partir de su regreso, se quedaría a trabajar con él en el campo.
— Sí, fratello, me gustaría que estés a mi lado, sos mi hermano, mi único amigo, mi lazo con la patria. Volvé pronto.— le dijo, y se abrazaron.
Al día siguiente, Salvador se levantó temprano y fue a la cocina para el mate tempranero. Estaba Cenobia, como siempre, y lo alegró la presencia de Antonia, que se puso a cebarlo. En la mesa, callado, estaba Ramón.
—Giulio ya se fue— le dijo Antonia — nos dijo que volverá en unos días, cuando termine su trabajo.
Asintió, mirándola con una intensidad que la hizo enrojecer:
— ¿Estás mejor?
— Estoy bien — carraspeó antes de volver a hablar — ¿Te vas a quedar aquí?
— Sí — le contestó con seriedad y decisión.
— Bueno, entonces vamos a pensar en lo que tenemos que hacer para seguir adelante con el campito. — El prestó atención. — Vi que te encargaste de los animales y te lo agradezco. Yo no podía.
— Es trabajo de hombre — dijo él.
— Puedo hacer los trabajos de los hombres.
— Yo me voy a encargar — insistió.
— Yo puedo ayudar, puedo aprender — la voz de Ramón lo sorprendió, más que nada por lo que dijo, hasta ese momento no había colaborado en ninguna tarea y casi no lo habían visto.
— Sí — dijo Antonia — Ramón es inteligente y voluntarioso, se quedará a vivir acá y trabajará en las tareas del campo. Por lo pronto, lo primero que tenemos que hacer es limpiar la zona de los cultivos, que está muy arruinada, llena de malezas y yuyos. El último año Ignacio no quiso trabajar la tierra pero es una pena no continuar aprovechando lo que ya se le ganó al monte.
— Tengo que hacer algunas cosas en el pueblo, traerme lo que tengo en el rancho y alguna diligencia antes de quedarme a vivir acá. Me gustaría irme en un rato — dijo Ramón.
— Está bien — le dijo la muchacha — lleváte el sulky. ¿Cuándo volvés?
— Mañana a la tardecita. ¿Está bien?
— Hermano, lo que vos hagás está bien para mí. Cuidáte. — lo miró con cariño de hermana mayor.
Antonia insistió en ir con él a llevar los animales a la aguada ya que no estaba Giulio para ayudarlo. Salvador preparó los dos caballos y salieron. No era experta en la tarea y se guió por sus indicaciones, esforzándose por ayudarlo. Cuando los animales llegaron al lugar a comer y a beber, los dos bajaron de sus caballos y fueron bajo un árbol a descansar. El sacó un odre con agua y se lo alcanzó. Estaban sudorosos y con la tierra del camino. La miró beber y luego hizo lo mismo. Si bien ella miraba el paisaje, él le buscaba los ojos con insistencia, no se los quitaba de encima, hasta que logró que lo mirara fugazmente para desviar nuevamente la mirada.
— Vine y me quedé por vos — le dijo con la voz ronca.
— Miráme.
Ella estaba inmóvil, parecía no respirar. Él se acercó más y la abrazó por atrás provocando un movimiento de reacción en ella que quiso alejarse; no pudo, la sujetó con fuerza y hundió el rostro en su cabellera, respirando con fuerza, agitado, mareado. Antonia sentía en el cuello el aliento cálido y rápido, y también su respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentía que le faltaba el aire y que las manos de Salvador le quemaban el cuerpo. Cuando él la dio vuelta se quedó paralizada y cerró los ojos, pero cuando la besó , sintió que su boca le respondía aunque ella no se lo había permitido, que sus propios labios se pegaban con hambre a los labios del hombre que la acariciaba como nunca nadie lo había hecho. Ya no sentía vergüenza ni quería resistirse , abrazados y enlazados los cuerpos sudorosos.
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