Vanesa Vázquez Carballo - A los 35 y no me encuentro

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Sofía es una mujer con un gran problema con su edad que está felizmente casada con Josef, un guapísimo extranjero venido a menos. Sin embargo, se cruzará en el camino de Matías, un chico muy extrovertido que le demostrará que la edad no tiene significado para él, ya que tratará de conquistarla por todos los medios. Si quieres saber más sobre esta historia de amor y comedia, no te pierdas A los treinta y cinco y no me encuentro.

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—Por supuesto, la cena corre de mi cuenta.

—Ya te he dicho que no y no des por hecho que voy a cenar contigo.

—¿Un almuerzo?

—No.

—Entonces, a desayunar.

—No.

—Un café y es mi última oferta.

Lo miré y vi que estaba algo desesperado y eso me llenó de orgullo, pero a la vez de satisfacción por saber que tenía un cierto interés en mí.

—¿Si te digo que sí al café me dejarás en paz de una vez? —Él asintió feliz—. Un café mañana por la tarde y la mitad de la reparación.

—Hecho. —Se inclinó para darme un beso en la mejilla—. ¿Dónde te recojo?

—Aquí mismo.

—Está bien —me guiñó un ojo.

Se apartó de la ventanilla y arranqué para incorporarme al tráfico. Como me pillasen conduciendo me iba a caer un paquete bueno, así que me di prisa por regresar a casa. Por el retrovisor lo vi caminar por la acera tranquilamente hasta que dio la vuelta en la esquina y desapareció. Sonreí como una tonta solo de pensar que mañana lo volvería a ver: era como si tuviese una primera cita otra vez.

Al llegar a casa, metí el coche en el garaje y al salir vi a Josef esperando fuera.

—¿Cómo te ha ido, cielo?

—Bien, —Le di las llaves—, ya lo tienes.

—Menos mal, con la falta que me hace para trabajar.

—¿Has podido terminar todo el trabajo? —le pregunté entrando juntos a casa.

—Sí, gracias a la ayuda de un colega.

—Me alegro.

Al llegar al comedor, vi una deliciosa mesa preparada con una cena fantástica y al fijarme me di cuenta de que había hasta velas. A pesar de que me acababa de zampar la comida, por nada del mundo me hubiera perdido semejante festín de mi marido que hizo que me chupase hasta los dedos.

—Después te daré un masaje —me susurró al oído.

—Por favor.

Corrí al cuarto a coger mi pijama de seda y casi corriendo me metí en el baño para relajarme un par de minutos; media hora después, salí más relajada, con mi pijama puesto, y fui al salón donde me esperaba un riquísimo sushi, cuya receta aprendió mi marido en Japón cuando viajó a firmar un importante contrato para el banco. Nos sentamos y durante el tiempo que estuvimos comiendo nos contamos los acontecimientos del día en nuestros respectivos trabajos y para cuando terminamos con la cena nos tumbamos en el sofá a ver una película de terror: me acurruqué junto a él y me abrazó.

—Perdona por haberte hecho ir a recoger el coche, pero no aguantaba un día más ir al trabajo en taxi. Gracias. —Me dio un beso en la frente.

—Es un milagro que no me haya pillado la policía, porque te recuerdo que no tengo carné de conducir.

—Para no tenerlo, eres muy buena.

—Me lo tengo que sacar.

—El tal Matías es bastante majo, ¿no te parece?

Me revolví algo incómoda. ¿Tenía que escuchar su nombre hasta en mi propia casa?

—Eso parece —me limité a decir y me concentré en la película.

Una vez zanjado el tema y al ver que mi marido no saltaba con él de nuevo, vimos la película hasta que terminó y nos fuimos a la cama para una sesión de sexo hasta nos sumergimos en un profundo sueño.

A la mañana siguiente, me desperté con más tiempo; sin embargo, me despedí de Josef con la tostada a medio comer y me fui disparada al trabajo. Nada más pagarle al taxista, salté del coche y corrí hacia mi oficina: Ros estaba en su escritorio escribiendo en su portátil cuando levantó la cabeza y se percató de que entraba corriendo.

—No te molestes, la jefa no está. —Lo miré sorprendida y continuó con su tarea.

—¿Dónde está?

—En una reunión por los nuevos cosméticos.

—¿Qué estás escribiendo tan concentrado? —Me acerqué e inclinándome para ver lo que estaba haciendo descubrí que jugaba a un rompecabezas—. ¡Ros!

—¿Qué? Me aburro mucho aquí. —Se encogió de hombros.

—La madre que te parió —negué con la cabeza.

—He terminado con los pendientes de la jefa y ahora que no está aprovecho.

—¿No te ha mandado nada?

—Bueno, que no le pase ninguna llamada. —Me miró—. Oye, de esto ni una sola palabra: recuerda que te he estado tapando cada vez que llegas tarde.

—¡Serás idiota!

Soltó una carcajada que sonó en todo el lugar: su risa era contagiosa y me hizo reír. Saqué del maletín la fiambrera que me dejó y dándole las gracias me fui a mi oficina.

Pasaron las horas y no pude evitar ponerme nerviosa con el dichoso café de esa tarde y por volver a verle.

—Solo es un café, Sofía —me decía como un mantra.

—¿«Solo será un café»?

Me sobresalté de la silla al ver a Teresa ahí, de pie en la puerta, mirándome como si estuviera loca. Estaba tan absorta que ni siquiera me había dado cuenta de que alguien entraba. ¡Qué manía con no tocar la puerta al entrar! Aunque sea la jefa, debería respetar la intimidad de sus empleados.

—¿Se le ofrece algo, doña Teresa? —Fabriqué mi mejor sonrisa.

—Sí, pero, ya que has mencionado el café, me gustaría tomarme uno. Tráemelo.

—Para eso está Ros, es su asistente personal. —No pude evitar decirlo, ¿quién se habría creído que era?

—Lo he mandado a hacer unas diligencias, así que trae el café, que tenemos que hablar.

Sin rechistar, le llevé el café de mala gana y después de más de una hora aguantando la retahíla de mi jefa alardeando de los nuevos productos, decidió ponerme al frente para vendérselos de inmediato; la reunión había sido un éxito tras las últimas ventas realizadas. Se levantó y por su puesto dejándome la taza encima de mi escritorio se marchó con la cabeza bien alta y feliz de la vida. Me recosté en el sillón agotada mentalmente, moví el ratón y automáticamente la pantalla del portátil se encendió; de fondo, tenía la foto de mi marido y yo en nuestro viaje a África por la luna de miel. Miré la hora: «¡Mierda, Matías!».

Me incorporé de inmediato, apagué el ordenador y cogiendo mi maletín y la chaqueta salí deprisa de la oficina. Me despedí de Ros poniéndomela y paré un taxi en la entrada.

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