Me observó desde su posición sin haberse movido ni un milímetro y cuando creí que ya me había calmado lo suficiente alcé la vista y me lo encontré sonriéndome. Rodeé la mesa para poner la mayor distancia posible entre los dos y me situé de cara a él. Sin decir una sola palabra, se dio la vuelta mostrando una magnífica espalda y un trasero redondeado: desapareció en dirección a la cocina. Eso me dio un poco de tregua para poder mirar a mi alrededor; la decoración, al estilo masculino, decía a gritos que vivía solo y eso significaba dos cosas: o estaba soltero o tenía novia. Busqué alguna evidencia que determinase las pertenencias de alguna joven, pero no encontré nada. Entonces, eso quería decir… «¡Para ya! ¡Qué más te dará que tenga novia o no!». Encima de la mesa, junto con los cosméticos, había una serie de herramientas de trabajo y una extraña pieza que parecía ser la de un coche: iba a cogerla para examinarla cuando apareció de repente y me la quitó de las manos.
—No la toques. —Lo dejó encima de la mesa de nuevo y bebió de una botella de agua.
—Perdón —murmuré.
—No quiero ser maleducado, pero si es tan amable de salir de mi casa, señora. —Señaló la puerta con la mano.
Ese señora no me gustó ni un pelo: «¡Será gilipollas!». Para mis treinta cinco, me conservaba muy bien, para eso me costeaba los productos de belleza. Él siguió bebiendo de la botella sin dejar de mirarme de reojo: ¿se podía ser más prepotente? «Cálmate —me dije a mí misma—, piensa en la venta y una vez la tengas lo perderás de vista para siempre».
—Por favor. —Recurrí a lo más patético.
Arrugó la botella con una mano y tirándola al cubo de la basura se acercó con seguridad. Me arrinconó contra la mesa e inclinándose hacia delante me dijo con desdén:
—No-me-interesa, señora.
Lo noté demasiado cerca y apenas podía contener la respiración. Sus ojos eran impresionantes y desprendían un brillo especial y vivo… «Un momento, ¿me acaba de volver a llamar señora?». Me cuadré de hombros y lo miré desafiante.
—No vuelvas a llamarme señora.
—¡Por fin dejas de tratarme de usted! —sonrió con la boca torcida; tenía la sensación de estar cayendo en una especie de juego que estaba provocando él. Miró primero los cosméticos y luego, a mí—. De acuerdo.
—¿Eso quiere decir que los compras?
—Te los compro.
«¡Toma! Lo logré después de aguantarle y haberme llamado señora dos veces»: me embargó una felicidad extraña por saber que había conseguido mi objetivo de vender todo en el día, pero debía admitir que me había costado mucho.
—Son trescientos veinte dólares, por favor —dije amablemente.
—¡Joder! Lo que hay que hacer por una madre para que no te desherede. —Sacó la cartera del bolsillo trasero.
—¿Son para tu madre?
—La semana que viene es su cumpleaños y no tenía ni idea de qué regalarle. En cierta forma, me has caído del cielo, pero un tanto caro. —Me tendió el dinero. Volvimos a rozarnos con los dedos y otra vez esa extraña sensación.
—Gracias por comprarme, caballero. —Me guardé el dinero en el maletín.
—¿Caballero? Tengo pinta de todo menos de caballero — volvió a sonreír.
Su sonrisa era contagiosa y me hacía reír también. Antes de guardar su cartera, sacó una tarjeta y me la extendió:
—Matías Esquivel: soy mecánico y tengo un taller en Lexington Avenue. Si el coche te falla no dudes en llamarme.
Cogí la tarjeta y sin mirarla me la guardé en el bolsillo de la camisa.
—Bueno, pues debo irme —titubeé un poco.
—Espera un segundo. —Desapareció en la cocina y al instante apareció con otra botella de agua en la mano y me la tendió—. Supongo que tendrás la boca seca.
Detecté otro tono de mofa, pero hice caso omiso y dándole un buen trago a la botella se la entregué.
—Gracias.
Me acompañó hasta la puerta y abriéndola me apresuré a salir.
—Hasta otra, Sofía.
Salí rápidamente y tras despedirme con la mano me puse en camino rumbo a la agencia. En vez de coger un taxi, decidí ir andando para que me diera un poco de aire fresco. ¿Qué había pasado allí con ese hombre? Solo con volver a recordar su cercanía me ponía muy mal de los nervios.
Tras casi dos horas andando y algo más despejada entré en la agencia con una sonrisa de satisfacción por mi trabajo realizado. Sin mirar a Ros, me dirigí hacia el despacho de Teresa a comunicarle que mi día había terminado con todos los cosméticos vendidos. Al parecer, estaba de muy buen humor y tras felicitarme por mi labor salí de su despacho. Ros al verme me levantó los pulgares en señal de victoria e inclinándole la cabeza me marché a casa.
Nada más llegar tiré el maletín encima del sofá y me dirigí al baño a darme una buena ducha caliente para que mis músculos se relajasen por la tensión del día e incluido de cierto hombre que no quiero mencionar. Salí del baño y me puse mi albornoz azul extrasuave y preparando el secador dejé que mi mente vagara a sus anchas: de pronto, apareció el rostro de Matías e inconscientemente lo apagué. Respirando hondo, cogí el montoncito de ropa que dejé en el suelo y rebusqué en el bolsillo de la camisa hasta hallar con la tarjeta que me dio: «Matías Esquivel».
—Ya estoy en casa, cielo.
Al escuchar la voz de mi marido, di un respingo y guardándome la tarjeta en el bolsillo del albornoz salí a recibirlo.
—Hola, ¿qué tal el día? —Le planté un ligero beso en los labios.
—Menudo día. —Se desplomó en el sofá y se aflojó la corbata con fuerza.
—Pues el mío no ha sido mejor que digamos. —Josef no me contestó, cuando no es habitual en él: siempre me preguntaba por mi trabajo al llegar o si la bruja de mi jefa había hecho algunas de las suyas; pero esa vez lo noté algo distante—. ¿Josef?
—¿Decías?
—Nada. ¿Preparo la cena? —Asintió con la cabeza y acordándome de la tarjeta la saqué y se la entregué—. Toma. Le vendí a este cliente y resultó que es mecánico: como siempre hace falta uno a cuenta de tu coche, pues…
—Matías Esquivel. —Se la guardó en el bolsillo de los pantalones—. Sí, me viene de maravilla. Gracias, cielo.
—Sí, hay que estar prevenidos.
Se levantó del sofá y, dándome un beso en la frente, se fue al cuarto de baño. Lo miré extrañada por su comportamiento: ¿le habría pasado algo en el trabajo o sería otra cosa? Pensativa, preparé la cena hasta que sin querer mi mente se burló de mí otra vez dando paso al mecánico; y sin dejar de pensar en él en toda la noche me iría a dormir.
CAPÍTULO DOS
Matías
Arreglar vehículos no era una tarea que me fascinase mucho ni tampoco me hacía a la idea de ser un simple mecánico, pero todo tenía un porqué. Todo cambió cuando tenía cinco años y mi madre nos abandonó a mi padre y a mí dejándonos con tan solo un taller de mecánica y poco más; mi padre me contaba que mi madre se había marchado por trabajo y que algún día regresaría a por mí. ¿Qué se le puede decir a un niño tan pequeño? Esperé tanto tiempo un regreso que no llegó y nunca supe de ella.
Con el paso del tiempo, me acostumbré a su ausencia y me aferré a mi gran sueño: ser psicólogo. Desde pequeño me había gustado ese campo en general hasta que un día se lo dije a mi padre y fue él quien me ayudó a que siguiera adelante, pagándome la carrera con un sueldo mísero; trabajaba muy duro en el taller para pagar facturas y que siempre no nos faltase de nada. Con el tiempo, se convirtió en unos de los mecánicos más eficientes y respetables del lugar hasta que un día como otro cualquiera llegué de la universidad y para cuando entré al taller a saludarlo como todos los días me lo vi tirado en el suelo y sin vida: le había dado un paro cardíaco fulminante. Desde ese maldito día, mi carrera se vio truncada y para colmo tenía que encargarme del negocio, que era lo único que tenía. Al principio, me costó arrancar para que volviera a flote, puesto que de mecánica solo sabía lo que mi padre poco a poco me fue enseñando. Con su pérdida, el negocio sufrió varias bajas de algunos clientes, hasta incluso creían que no podría levantar solo el taller, pero se equivocaron y fui igual de respetable que mi padre y no hubo un solo día en que me fallase la clientela.
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