Me proponía a arreglar una Ducatty, bastante chula, por cierto, cuyo dueño me confió, como si se me fuese la vida en ello; era el típico tío que quiere más a la moto que a su propia mujer. Con algunas ganancias que daba el taller, lo reformé cogiendo el local de al lado y juntándolos para tener dos en uno. Lo único que conservaba el taller es el cartel, en el que ponía con letras bien claras: «Taller mecánico Esquivel», cortesía de mi padre.
—¿Todavía liado con esa bestia?
Me giré y vi que se trataba de mi mejor amiga, Judith. Me limpié las manos en el trapo que llevaba colgando de la trabilla del mono y la abracé. La conocí una noche que fui con un par de colegas al casino Resort World en Times Square; para ser sincero conmigo mismo, me la quise tirar en cuanto la vi con su uniforme de color verde, sus impresionantes piernas, su melena pelirroja bastante larga, su piel suave como la seda y sus ojazos verdes de infarto. Recuerdo que dejé a mis colegas para ir a la ruleta donde ella atendía las bebidas y perdí todo el sueldo del mes, pero mereció la pena si con ello logré llamar su atención. La putada de todo eso fue que estuve comiendo pasta hasta aburrirme. Simpatizamos de inmediato, pero ella no quiso nada serio y lo dejé estar; para cuando me di cuenta, la quería como a una hermana.
—Veo que tienes un poquitín de prisa en arreglarla.
—El plazo acaba mañana y aún hay que cambiarle los neumáticos.
Sacó de su pequeña mochila un paquete de patatas fritas y dos refrescos.
—Relájate un poco, Mat. —Me tendió la lata.
—Gracias —sonreí aceptándola, agradecido. Nos sentamos en dos cajas de madera y empezamos a zamparnos el paquete de patatas—. ¿Cómo están las cosas por el casino?
—¡Genial! Esta noche hay un bote de cien millones de dólares.
Una patata se me fue por el mal camino atragantándome: ¡cien millones! Me estaba contando algunos de los acontecimientos importantes que ocurrirían esa noche cuando clavó la vista en la pieza que arreglé ayer justo cuando se marchó Sofía de mi casa. Al recordarla con su maletín hecha un manojo de nervios, me hizo bastante gracia, pero no se me pasó por alto lo hermosa que era: morena, ojos grandes de color caramelo, melena castaña ondulada y un cuerpo de escándalo. Mi entrepierna reaccionó al verla de inmediato: no era buena señal. Me sorprendió muchísimo la forma de actuar que tuvo conmigo, cómo me miraba e incluso juraría que al acercarme pude ver lo excitada que estaba. Recordé que se le cayó el bote de la crema de afeitar y para ser cortés, después del mal rato que estaba pasando, se lo recogí y se lo di; al tenerla tan cerca me entraron unas ganas locas de besar aquellos labios carnosos del color del carmesí.
Al principio no tenía ninguna intención de comprar, pero su empeño e incluso desesperación me conmovieron. Sé por experiencia propia qué se siente cuando nadie te compra nada, así que para que ese momento extraño entre ella y yo terminase le compré los cosméticos que le quedaban para verla sonreír y valió la pena: volvería a pagar por ver esa sonrisa de nuevo, aunque me tenga que quedar de nuevo sin sueldo y comer a base de pasta. Para rematarla, le ofrecí una botella de agua: sabía que era un descaro por mi parte, pero me apetecía continuar jugando con ella un rato más; desde el primer segundo en que me vio supe que le atraje como un imán y eso fue lo que la delató. Se apresuró con el agua, salió corriendo de mi casa y casi me río. Cuando cerré la puerta me apoyé en ella pensando en qué cojones había pasado y por qué había sentido y sentía aún una extraña sensación de vacío al no tenerla cerca e incluso por querer volver a verla con una intensidad que me asustaba. Me concentré en la pieza para así poder olvidar la absurda situación con aquella mujer.
—¿Me estás escuchando? —Judith se cruzó de brazos molesta.
—¿Eh? —Me levanté para seguir trabajando—. Sí, mujer.
—¿Qué es lo que he dicho? —«¡Mierda, no lo sé! Estaba tan absorto en mis pensamientos que la he dejado hablando sola»—. ¿En qué piensas que ya ni me escuchas?
—Judith, si no te importa tengo que terminar el trabajo.
—Vale, como quieras. —Se levantó y se colgó la maleta en un hombro—. Ya nos veremos.
—Gracias, Judith.
Se puso de puntillas y dándome un beso en la mejilla se marchó. Me puse manos a la obra cogiendo los neumáticos para hacer el cambio, aunque los que tenía no estaban tan deteriorados, pero eran órdenes del cliente y mientras me pagase… Para cuando terminé con la moto había oscurecido: la tapé con un plástico para protegerla y recogí el estropicio para poder irme a casa. Me estaba quitando el mono para vestirme con la ropa normal cuando entró un cliente algo angustiado:
—Por favor, ayúdeme. —Por su traje de marca, su maletín y ese acento americano deduje que sería empresario o gerente de algo—. Necesito su ayuda con el coche.
—Lo siento, caballero, pero ya estoy cerrando. —Mis horarios se respetaban.
—Venga, hombre, tengo el coche a la vuelta de la esquina.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Se ha parado de repente y no puedo dejarlo ahí obstruyendo el paso a los otros vehículos.
El hombre estaba bastante desesperado, así que con todo el cansancio del mundo accedí a ayudarlo; total, en casa solo me esperaba una televisión con un montón de canales basura y una montaña de piezas por arreglar.
—De acuerdo, le ayudaré.
—¡Oh! ¡Gracias, joven!
Le seguí los pasos hasta que dimos con el coche aparcado de malos modos interfiriendo en el paso de los otros conductores: era un Citroen negro bastante normalito, a pesar de que el conductor parecía manejar dinero. Con un gesto, le indiqué que se situase detrás del coche para que juntos pudiésemos empujarlo hasta llevarlo al taller. Una vez dentro del garaje, donde arreglo todo tipo de vehículos, lo inspeccioné rápidamente.
—Muchas gracias, joven —dijo todavía algo cansado por el esfuerzo de haber empujado el coche.
—De nada, para eso estoy. —Levanté el capó—. ¿Y dice que de repente se le ha parado?
—Sí, así sin más.
—¿Cuánto tiempo tiene el vehículo? —De seguro sería una chatarra.
—Unos cinco años.
—Tiene que ver con la batería o el motor, pero si usted me lo dejara para poder mirárselos… —Me rasqué la barbilla pensando en que tenía para largo.
—¿Para cuándo estaría listo? Trabajo y no puedo estar mucho tiempo sin coche.
—Caballero, esto es como el médico: hay que encontrar primero lo que tiene y luego arreglarlo.
—Está bien. —Se sacó de la chaqueta dos tarjetas de contactos—. Aquí tiene mi número y el de mi mujer para que con cualquier cosa pueda llamar.
—Muy bien. —Miré su tarjeta en particular: «Agente Ejecutivo Josef West. Sucursal Bank of America».
—Cuando lo tenga listo le llamaré, señor West. —Le tendí la mano a modo de despedida.
—Perfecto, y usted es…
—Matías Esquivel.
—¡Anda! Precisamente mi mujer me dio una tarjeta suya ayer diciéndome que le había vendido.
¡No podía ser! Mira que Nueva York es inmensa, pues tuve que toparme con el esposo de la mujer en la que no podía dejar de pensar desde el día en que la vi. ¡Joder! Estaba casada y para colmo tenía al marido frente a mí. Necesitaba salir de allí y meterme en casa a tomarme una birra bien fresca para poder procesar todo aquello. Miré el coche y solté un bufido; ya lo arreglaría mañana por la mañana.
—Sí, vino ayer y le compré un gel de afeitar.
—Mi mujer es sensacional.
Con una inclinación de cabeza, se retiró hacia la puerta hasta que le perdí de vista. ¿Sensacional? No sabe hasta qué punto es sensacional su mujer. Negué con la cabeza y de inmediato cerré el taller y me encaminé hacia la casa.
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