Teresa se levantó de su sillón forrado de cuero negro y rodeando el escritorio se paró frente mí.
—Nunca pensé en decirte esto, pero la verdad es que te aprecio, Sofía.
Que alguien me pellizcase porque estaba flipando. ¿Acababa de escuchar bien? Ni en sueños había pensado que le cayera bien.
—Ah, ¿sí? —pregunté extrañada.
—¿Te sorprendes? —Alzó una de sus perfectas cejas.
—Lo que me sorprende es que me llame Sofía. —Mentí sin piedad, aunque, ahora que lo pienso, nunca me había llamado así hasta entonces.
—Olvida lo que te he dicho antes. —Quitó importancia con un movimiento de mano; esta mujer cada vez iba a peor y me desconcertaba a la par—. Voy a ir directamente al grano: si vuelves a llegar tarde, te despediré. ¿Me has entendido?
—Pero…
—Ahí fuera hay muchas personas matándose entre ellos por un puesto como el tuyo, así que si eres lista no la joderás. —Tecleó con fuerza—. Ahora, sal a trabajar. ¡Ahora!
Salté como un resorte de la silla y salí del despacho como si me hubieran metido un petardo por el culo: el corazón se me salía por la boca y las manos me sudaban de la tensión vivida en ese despacho con esa mujer; rogué para que no me despidiera, ya que pendía de un hilo. «¡Eres estúpida, Sofía!», me dije a mí misma dándome un golpe en la frente. Ros, que en ese momento estaba ordenando una montaña de papeles, me miró y con la mano me indicó que me acercara; él y sus cotilleos.
—¿Qué ha pasado?
—Lo de siempre, Ros, pero esta vez con advertencia — suspiré de cansancio.
—Pues yo que tú me ponía las pilas, nena —sonrió con su dentadura de anuncio.
La verdad, Ros no estaba nada mal y era un tipo bastante atractivo a simple vista: alto, cabello castaño oscuro y unos rasgos perfilados por unos ojos negro azabaches; para rematar, los trajes le sentaban sensacionales, pero no como a mi marido. Lo miré intrigada.
—¿Cómo haces para tenerla siempre contenta? ¿No será que te la estás…?
—Mis gustos van más allá de irme con señoras mayores. —Hizo un gesto con la mano, pero enseguida volvió a sonreír.
—No sé, no sé…
—Solo hago lo que ella me pide y cumplo con mi trabajo.
—¿Y si tu trabajo incluyera que Teresa te pidiese que te acostaras con ella? ¿Lo harías?
—¡Déjalo ya, Sofía! —Me cogió de la cintura y me acompañó a la salida—. Ahora a trabajar o tendrás graves problemas.
—Está bien. Haré la mayor venta posible.
—¡Así se habla! —Se dio la vuelta y se incorporó de nuevo a su puesto de trabajo.
Deambulé por las calles probando primero con los transeúntes enseñándoles los productos y explicándoles para qué eran. En las tres horas que me llevé recorriendo las calles, solo vendí la mitad de la mercancía: necesitaba vender la otra mitad y así llegaría al trabajo sumando más puntos con la jefa. Cansada de vender por la calle, me dirigí a Broadway a probar suerte por las casas: toqué puerta por puerta, pero no siempre te recibían con los brazos abiertos y te la cerraban en las narices. «¡Groseros!». El trabajo a veces me traía dolores de cabeza y mi jefa no ayudaba que digamos; Josef en innumerables ocasiones me pidió que lo dejase para poder poner mi propio negocio, pero no me bajaba del burro: esa amargada que tenía de jefa no iba a poder conmigo tan fácilmente. Miré de nuevo el reloj de pulsera y vi que mi jornada laboral estaba finalizando y todavía no había vendido todo. En un acto desesperado, toqué a la puerta del siguiente cliente con la esperanza de que este sí fuese el definitivo; toqué por segunda vez con el anillo de boda y esperé pacientemente. «¡Por favor!»; al ver que nadie contestaba, volví a tocar —otro defecto: soy persistente—. Iba a repetirlo por cuarta vez cuando esta se abrió y apareció ante mí el tío más guapo que había visto en mi vida; siempre creí que mi marido era lo más, pero ese se llevaba el Goya.
Le hice un escrutinio de arriba a abajo y simplemente era perfecto. Me fijé en que llevaba un mono azul de trabajo y en que debajo se escondía un cuerpo hecho para pecar y cometer miles de locuras. Alcé la vista, ya que era bastante alto, y a su lado parecía un tapón: su cabello negro corto mojado brillaba bajo la tenue luz del descansillo; sus rasgos eran muy masculinos, con una mandíbula cuadrada, labios carnosos y unos ojos celestes como el cielo. Su piel desprendía un ligero olor a champú almizclado con su fragancia natural. En definitiva, ese tipo era impresionante.
—¿Qué desea? —Me miró de arriba a abajo. Su voz grave y profunda retumbó en mi cerebro como una música celestial: era pura masculinidad y su mirada, capaz de hacer perder la razón a cualquiera.
—Soy… —Apenas me salió la voz—, soy Sofía Lagos, de la Agencia Comercial Everything at your convenience. Significa…
—Sé lo que significa y por su atuendo y maletín lo suponía. —«Su acento no es americano, más bien…».
—¿Español? —Agrandé los ojos por la sorpresa—. ¡Me encanta, igual que yo!
—Sí, ¿por? —Me miró extrañado.
—¡Gracias a Dios! ¡Uno en esta enorme ciudad! También soy española.
—Se nota. —Se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. No pude dejar de mirarlo, como una niña en una tienda de golosinas; pero por más que lo intenté, no pude apartar la mirada de su firme torso y, luego, de sus largas piernas—. ¿Y qué se supone que vende? —sonrió el muy…
De seguro que se habría percatado de que no le quitaba el ojo de encima y eso hacía una fiesta para su ego. «¡Sofía, vista al frente!»; abrí el maletín y le mostré los productos. Los miraba con detenimiento uno por uno hasta que desvió la mirada hacia mis ojos; para poder romper el contacto visual, cogí un catálogo del maletín y se lo entregué. Al cogerlo sus dedos, rozó los míos, provocando una pequeña descarga por todo mi cuerpo. Ojeó el catálogo sin mayor interés durante un rato y se lo enrolló metiéndoselo en el bolsillo trasero del mono: caí tarde en la cuenta de su actitud tan despreocupada y su desinterés por los cosméticos. Volví a pensar en mi jefa y me ponía enferma: ese tipo era mi última baza. Sin importarme nada, solo que no quería que me despidieran, entré sin ser invitada.
—¡Oye! —Cerró la puerta tras de sí—. ¿Quién te ha dicho que entrases?
«¿Por qué mierda habrá cerrado cuando lo normal es que la deje abierta para que me marche?»; me giré para mirarlo y lo vi con un semblante serio esperando a mi contestación, pero en sus ojos detectaba un brillo de diversión.
—Ahí afuera no le puedo enseñar bien los productos. —Me temblaba todo, era entre una mezcla de miedo y deseo. Él, en cambio, levantó ambas cejas al ver la rapidez con la que colocaba los productos encima de la mesa—. Si se fija mejor son cosméticos de alta calidad.
—A ver…
—Esta, por ejemplo. —Le enseñé una crema reafirmante—. Es para borrar ojeras, patas de gallo y algunas arrugas.
—Sofía, —Cuando pronunció mi nombre, mi cuerpo reaccionó de tal manera que mis piernas casi ni me sostenían en pie. ¿Qué me pasaba con ese hombre?—, no me interesa nada de lo que tengas ahí. ¿Tengo pinta de tener arrugas, ojeras o patas de gallo?
Tenía la sensación de que se estaba burlando de mí, pero no me iba a dar por vencida; aún no.
—Pero aún no le he enseñado lo mejor y, además, hay una crema de afeitar. —Cogí la crema, pero con los nervios se me resbaló de la mano y se cayó al suelo—. ¡Perdón! ¡Qué torpe soy!
Me maldije una y otra vez. Para cuando me quise dar cuenta, se agachó y cogiendo el bote me lo dio; tenerle tan cerca y volver a respirar su aroma embriagador era un potente cóctel. Se lo arrebaté de la mano, le di la espalda y dejé caer el bote en la mesa para así poder relajarme. Si seguía teniéndolo así de cerca, no respondería de mis actos: «¡Dios, qué estoy casada!».
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