Efectivamente, el día no pudo empezar peor: el coche de West tenía varios problemas que había que solucionar cuanto antes, pero tenía un coche de otra clienta esperando; me levanté más temprano de lo habitual para abrir el taller y así poder adelantar trabajo para que no se me acumulase todo. Comprobé el chasis, el carburador, los amortiguadores y un sin fin de piezas más y todo indicaba que era el motor, que estaba ya bastante viejo. Sabía que el coche de West tenía para rato: había que cambiar el motor, pero daba la casualidad de que al ser un modelo antiguo no disponía de ese tipo, así que tenía que llamar para que me trajesen el adecuado. Retiré el motor con cuidado para, cuando llegase la nueva pieza, ponerla de una vez; al mirar el interior del coche noté que no le habían hecho una revisión en bastante tiempo.
—Hola, ¿Matías?
Saqué la cabeza del interior del capó y vi a Sergio, el dueño de la Ducatty, parado con una de sus sonrisas de bobo. Le indiqué con un dedo que me siguiera, hasta que llegamos al garaje donde estaba la moto aún con el plástico puesto, lo retiré y Sergio se quedó alucinado con mi trabajo.
—¡Chaval! —Pasó la mano por el sillín—. La has dejado como nueva.
Haciendo caso omiso a sus abalanzas, le di las llaves y sin pensárselo las metió en la ranura de contacto para prender el motor: apretó el puño y este cobró vida con un rugido ensordecedor. Dándome las gracias, pagó por mis servicios y nos despedimos para así yo poder seguir con el trabajo, no antes de guardar el dinero en la caja fuerte empotrada en la pared. Hacía un calor infernal dentro y pensé en instalar un aire acondicionado. Continuaba con el coche de una clienta dejando el otro del señor West, ya que hasta que no llegase la pieza no podría hacer nada. Tenía que comunicárselo a West, por lo que apoyándome en el coche, no antes de limpiarme las manos llenas de grasa en el trapo, cogí el móvil; saltó su contestador, así que le dejé un mensaje. Volví manos a la obra con el coche de la clienta, ya que solo faltaba ponerle un carburador nuevo y cambiarle el volante por uno más nuevo; pero no uno cualquiera, tenía que ser de un color chillón para la clienta más pija que hasta ahora tenía. La verdad, no estaba nada mal y a lo mejor la invitaba a cenar.
Ya por la tarde seguía trabajando sin ni siquiera haber probado bocado desde que había salido de casa; como siguiese así, me iba a quedar famélico con tanto esfuerzo. Me froté la frente para quitarme el sudor y suspiré satisfecho porque el coche de la pija ya estaba listo para que lo recogiera. Luego, salí del taller un rato para que me diera algo de aire fresco, porque ahí adentro me sentía como un pollo en el horno.
Llevaba un par de años viviendo en Nueva York y sentía que pertenecía al lugar, su gente y sus costumbres: llegué a adaptarlas a mi estilo de vida. Por la acera, vi caminar a Judith con una enorme sonrisa en su cara y cargando con una bolsa de Five Napkin Burguer. Me apresuré a ayudarla con la bolsa y ella me dio un beso en la mejilla a modo de agradecimiento.
—Seguro que te has matado trabajando toda la mañana y ni siquiera has comido nada. —Entró en el taller y dejó su mochila encima de la mesa junto a las herramientas.
—¿Cómo lo sabes? —sonreí satisfecho.
—Te conozco como la palma de mi mano. —Me quitó la bolsa de las manos y empezó a sacar unas fiambreras junto con dos refrescos con el logotipo del burguer extragrandes. Me tendió uno—. Espero que te gusten los hot dogs.
—¿Bromeas? —La boca se me hizo agua con solo pensarlo.
Al cabo de un rato, nos terminamos todo y, ya que ella había traído la comida, lo menos que pude hacer era recogerlo todo. Cuando regresé junto a Judith, ella me observaba a la espera de que le dijese algo.
—Gracias por la cena. Te recompensaré con otra. —Le di un beso en la mejilla.
—De nada, aunque, ya que insistes, te tomo la palabra. —Me dio un pequeño codazo—. Pero, en realidad, no estoy aquí para que me des las gracias, sino para que me cuentes cosas.
La miré confundido sin saber de lo que me estaba hablando, aunque por su cara me imaginé que sería para sacarme información. Judith cogió unas cajas del rincón y se sentó frente a mí; con la mano le dio pequeños golpes a la caja de al lado para que me sentase.
—Si te refieres a lo de ayer, estaba hasta arriba de trabajo. —Me senté con pesar.
—Que sepas que no me tragué el cuento de «tengo que terminar el trabajo». Estabas intentando evadirme.
Me levanté apoyándome en la mesa y me crucé de brazos. Conociéndola como la conozco, querría saber qué pasó ayer y por dónde irían los tiros: cuando se le metía algo en su pequeña cabecita pelirroja, no había poder humano que se lo sacase.
—Hasta que no te lo cuente no vas a parar, ¿verdad? —Negó con la cabeza y se inclinó hacia adelante apoyando los brazos en sus piernas, con los ojos bien abiertos, a la espera de que le contara un chisme de lo más jugoso—. Está bien. Ayer me vendió una mujer bastante atractiva un gel de afeitar y desde entonces no dejo de pensar en ella. ¿Contenta?
—¿Una mujer? —Los ojos le brillaron de la emoción: a veces me hacía de casamentera con algunas amigas suyas con el fin de que algún día consiguiese emparejarme.
—Sí, es vendedora de productos de cosméticos.
—¿Dónde puedo encontrarla? ¡Necesito crema depilatoria urgente!
Puse los ojos en blanco y dándole un buen trago a mi refresco continué hablando.
—Judith, ¿quieres que te siga contando?
—Sí, por favor.
—Al principio no quise comprarle nada, pero al final se lo compré todo.
—Tú y tu autocompasión: algún día terminará contigo. ¿Y cómo de atractiva era? ¿Te gustó?
—Eh, sí, no estaba nada mal.
—¡Sí! —Saltó de la caja y me dio un fuerte abrazo.
—No te precipites aún… —Casi me faltaba el aire.
—¿Por qué? —Me miró asombrada—. Si te gusta, ve a por ella.
—Está casada, Judith.
—¿Cómo lo sabes? Y lo que es peor: ¿te gustan las mujeres casadas? —Se dejó caer hasta sentarse en la caja de nuevo.
—¡Claro que no me van las mujeres casadas! No lo supe hasta que vino su marido con el coche estropeado. —Con la cabeza, le indiqué el coche aparcado al otro extremo del garaje.
Judith asintió y luego miró repetidas veces al coche y a mí. Tras sacar sus propias conclusiones, se derrumbó en la caja decepcionada. ¡Debería haberlo estado yo, no ella!
—¿Sabes al menos cómo se llama? —Su voz sonaba apagada.
—Sofía Lagos.
—¡Joder! Tenía la esperanza de que con esta sí sentarías la cabeza y formarías una bonita familia.
—¡No corras tanto! —exclamé asombrado—. Solo me atrae, pero está casada y no puedo hacer nada. Será por mujeres…
—Buenas tardes.
Judith y yo alzamos la cabeza hacia la puerta y allí plantado estaba el flamante esposo de Sofía: estaría allí por el mensaje que le había dejado en el contestador. Judith se puso en pie de inmediato sin dar crédito ante tal hombre: su debilidad siempre habían sido los hombres con ropas de marcas. Le invité a que pasase y Josef entró con su traje negro impoluto y con pasos elegantes, cosa que me parecía exagerada. Judith se metió por medio tendiéndole la mano para saludarlo: «¡No me lo puedo creer!».
—Soy Judith Wilson.
—Josef West, un placer. —Le estrechó la mano con firmeza, típico de los banqueros. Negué con la cabeza y con la mirada le dije a Judith que no molestase y que me dejase trabajar; se apartó sonriendo y se volvió a sentar. Él se dirigió a mí—. He venido porque he recibido un mensaje suyo.
—Sí, sígame.
Lo llevé al garaje y una vez que estuvimos frente al coche le abrí el capó y le mostré la avería.
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