Vanesa Vázquez Carballo - A los 35 y no me encuentro

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Sofía es una mujer con un gran problema con su edad que está felizmente casada con Josef, un guapísimo extranjero venido a menos. Sin embargo, se cruzará en el camino de Matías, un chico muy extrovertido que le demostrará que la edad no tiene significado para él, ya que tratará de conquistarla por todos los medios. Si quieres saber más sobre esta historia de amor y comedia, no te pierdas A los treinta y cinco y no me encuentro.

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—Sofía. —Se limpió las manos—. ¿Te puedo seguir tuteando?

Intenté ignorarle y concentrarme en el coche: «¡Acaba con esto, Sofía!».

—Tengo un poco de prisa, si es tan amable.

Tenía algo que me atraía sin control: no sabía si era su sonrisa, sus ojos, su increíble cuerpo o por el simple juego que se traía conmigo. Sin poder evitarlo, le di un repaso y ese mono azul, el mismo de la primera vez, solo lo hacía más atractivo de lo que ya era; el muy capullo se dio cuenta y no quitaba esa sonrisa de la cara. Desvié la mirada hacia otro lado para no volver a verlo.

—El Citroen de su marido, ¿verdad? —Se quitó los guantes dejándolos en el techo del coche. Me dejó sorprendida que supiese que Josef era mi marido.

—Sí. No podía venir, así que me encargó recogerlo.

Pasó por detrás de mí y sabía que me había hecho un repaso igual que yo a él. Lo miré de reojo y vi cómo colocaba varias herramientas en su lugar para, a continuación, coger una botella de agua y bebérsela. Ese hombre era demasiado para mí y no conforme con eso se empezó a quitar la parte superior del mono, dejándose solo una camiseta blanca de tirantes que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel y que hacía que se le marcasen los abdominales.

—El coche está por aquí. —Le seguí sin dejar de mirarle el trasero: el mono le hacía un culo tremendo. Se paró y me miró—. Aquí lo tienes.

—Muy bien, ¿cuánto es? —«Sal de aquí, Sofía».

—¿A qué viene tanta prisa, Sofía? —Arqueó una ceja divertido.

—Mi tiempo es oro.

—Por la hora que es, —Se había rascado la barba de dos días y miraba su reloj de pulsera—, no creo que estés en horario de trabajo.

—Te equivocas, chico listo. —Dándose la vuelta, cogió las llaves del Citroen de un llavero colgado de la pared y me las ofreció—. Gracias.

Al cogerlas, volvimos a rozarnos los dedos provocando ese maldito hormigueo cada vez que me tocaba; quería apartar la mano de su contacto, pero la verdad era que no lo deseaba: me sentía bien con su cercanía. Su mano agarró la mía con más firmeza frotándola con el pulgar: era tan grande que cubría por completo la mía y, a pesar de ser mecánico, las tenía muy bien cuidadas. Absorta en su mirada azulada, recorrió mi brazo hasta que la posó sobre mi cara. Algo me decía que esto no estaba bien, pero mi cuerpo quería sentirlo y mi cerebro ya no pensaba si era correcto o no; ya no había nada de diversión en su mirada solo ternura y deseo. Sin esperármelo, se inclinó hacia delante ladeando la cabeza para así encajar sus labios con los míos. Su aliento mentolado mezclado con su fragancia natural me embriagaba hasta límites insospechados y por un segundo me había quedado quieta para recibir un beso, pero saltó una alarma en mi cabeza: «Vas a cometer un grave error». Me zafé de su mano retrocediendo tres pasos y lo miré, sorprendida de que me hubiese dejado llevar por un segundo y enfadada por mi torpeza. Cerró los ojos decepcionado y soltó el aire con brusquedad, pero al abrirlos volvió a mirarme con su típica diversión de siempre. ¿Qué significaba lo que acababa de suceder? ¿Estaba probándome? El juego estaba yendo demasiado lejos. Apreté las llaves con fuerza a consecuencia de la enorme rabia que sentí en ese momento: hubiera cogido lo primero de la mesa y se lo hubiera estampado en la cabeza por creído.

—¿Cuánto es? —le volví a preguntar con brusquedad. Matías me miraba perplejo, como si me hubieran salido dos cabezas.

—¿Estás enfadada?

—¿Debería estarlo? Dímelo tú. —«¿A qué juegas ahora? ¡Me has intentado besar, por el amor de Dios!», quise decir.

—Oye, debería estarlo yo por haberte apartado.

—¡¿Cómo?! —Aquello sobrepasaba mi límite—. No iba a dejarme besar y menos por ti.

—¿Qué insinúas con «y menos por mí»? —Entrecerró los ojos y dio un paso hacia mí.

—Por si aún no te ha entrado en esa enorme cabeza tuya, soy una mujer casada. —Di otro paso hacia atrás—. ¡No puedo dejar que ningún hombre me bese, solo puede hacerlo mi marido!

—¿De qué siglo te has escapado? —sonrió—. Estamos en el siglo veintiuno. No seas antigua.

—¡¿Me acabas de llamar antigua?! —No pude creer su descaro: me había llamado señora y ahora antigua.

—Sí, y no has respondido a mi pregunta: ¿por qué no puedo besarte?

—Ya te he dicho que estoy casada. —Le mostré el anillo.

—No te tengo por el concepto de la esposa perfecta. —Se dio la vuelta para darme la espalda—. Muy bonito el anillo, por cierto.

Se metió por una puerta que había en el fondo y desapareció de mi vista. ¿Qué habría querido decir con que no me tenía por una esposa perfecta? No estaría insinuando que…

—Oye, ¿no te estarás burlando de mí?

—Tómalo como quieras.

Colocando el maletín encima de la mesa junto con un montón de herramientas, saqué la fiambrera para comer. Con las prisas, y si encima añadimos el cabreo monumental que tenía por culpa de un energúmeno, pues me daba por comer. Escuché abrirse la puerta y casi se me cayó la fiambrera de las manos: Matías se dirigía hacia mí, pero ya no llevaba su mono azul, sino una camiseta con el logo de Nike, unos pitillos vaqueros y unas botas negras.

—¿Se puede saber qué haces comiendo ahora? —se rio.

—No me ha dado tiempo.

—Veo que tu jefa no te deja ni descansar.

—No me hables de ella ahora o me caerá mal la comida. —Él asintió apoyando la cadera en la mesa y se cruzó de brazos.

—Cuando termines nos vamos.

—¿Irnos?

—No sé tú, pero yo a mi casa, pero si me quieres acompañar…

—Eres un…

—Es broma, mujer. Tomarse las cosas tan en serio es malo para la digestión. —Señaló con el dedo la comida.

Decidí ignorarle y seguir comiendo. La verdad era que me sentía cómoda con Matías, ni una pizca de vergüenza; durante la primera cita que tuve con mi marido recordé que lo había pasado un poco mal cuando habíamos estado cenando. Al comer, hago un extraño ruido como si estuviera absorbiendo fideos, me pasaba desde pequeña y no lo podía remediar; con Matías me daba igual si me oía o si se reía. Era raro lo que me estaba pasando con él. Una vez terminé la comida, cerré la fiambrera y la volví a meter dentro del maletín. Se apartó de la mesa para coger una mochila negra que estaba colgada del pechero junto con una cazadora y colocándosela me miró.

—Ha sido todo un placer verte comer y escuchar como absorbes, pero si me disculpas tengo que cerrar.

Cogí el maletín y con las llaves en la mano me dirigí al coche de mi marido. Matías accionó un botón situado al lado de la salida y la puerta del garaje se abrió para que pudiera salir. Entré en el coche, encendí el motor y aceleré para salir del taller. Aparqué a un lado y vi cómo bajaba la puerta del garaje para, a continuación, cerrar el taller y dirigirse hacia el coche. Dio unos golpecitos en la ventanilla, pero hice como que no lo había oído. El muy cabezón insistió hasta que la bajé.

—¿Qué quieres? —gruñí.

—Como veo que no tienes intención de llevarme, ¿serías tan amable de pagarme?

«¡Joder, es verdad! No le he pagado»; extendí el brazo para coger el maletín y extraer la chequera del interior.

—¿Cuánto es?

—La mitad del arreglo y una cena conmigo.

—¡¿Qué?! ¡No pienso cenar contigo! —¿Es que no se daba por vencido? Apoyó los brazos en la ventanilla y volvió a mirarme con diversión.

—Entonces el doble de lo que cuesta.

—¿Me estás chantajeando? —Era yo la que estaba alucinando.

—Yo no lo llamaría así, solo consigo lo que quiero.

—Eres insoportable. —Agarré el volante para no soltarle una hostia.

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