Marc Levy - La química secreta de los encuentros

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«El hombre más importante de tu vida acaba de pasar por detrás de ti. Para encontrarlo deberás hacer un largo viaje y localizar a las seis personas que te conducirán hasta él… Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo.» Divertida, original, encantadora y maravillosa, La química secreta de los encuentros te cautivará y, sobre todo, te hará FELIZ.

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Marc Levy La química secreta de los encuentros Título original Létrange - фото 1

Marc Levy

La química secreta de los encuentros

Título original: L’étrange voyage de Monsieur Daldry

© de la traducción, Juan Camargo, 2012

Las previsiones son difíciles de hacer,

sobre todo cuando conciernen al futuro.

PIERRE DAC

A Pauline

A Louis

A Georges

– Yo no creía en el destino, ni en las pequeñas señales de la vida que supuestamente nos muestran qué camino tomar. No creía en las historias de videntes, ni en cartas que predicen el futuro. Creía en la simplicidad de las coincidencias, en la verdad del azar.

– Entonces, ¿por qué emprender un viaje tan largo, por qué venir hasta aquí si no creías en nada de todo eso?

– Por culpa de un piano.

– ¿Un piano?

– Estaba desafinado, como esos viejos pianos de ragtime embarrancados en los comedores de los oficiales. Tenía algo peculiar, o quizá lo peculiar era el hombre que lo tocaba.

– ¿Quién lo tocaba?

– Mi vecino de rellano; bueno, no estoy segura del todo.

– ¿La razón de que estés aquí esta noche es que tu vecino tocaba el piano?

– En cierto modo. Cuando sus notas retumbaban por el hueco de la escalera, me daba cuenta de mi soledad; para huir de ella, acepté ir ese fin de semana a Brighton.

– Me lo tienes que contar todo desde el principio, lo veré todo más claro si me lo presentas en orden.

– Es una larga historia.

– No hay prisa. Hay viento marero, está a punto de llover -dijo Rafael acercándose a la ventana-. No me volveré a hacer a la mar hasta dentro de dos o tres días, como pronto. Voy a prepararnos un té y me contarás tu historia, y tienes que prometerme que no te olvidarás de ningún detalle. Si el secreto que me has confiado es cierto, si, a partir de ahora, estamos unidos para siempre, necesito saberlo.

Rafael se arrodilló ante la estufa de fundición, abrió la pantalla y sopló sobre las ascuas.

La casa de Rafael era tan humilde como su vida. Cuatro paredes, una única habitación, una techumbre rudimentaria, un suelo gastado, una cama, una pila dominada por un viejo grifo del que corría el agua a temperatura ambiente: glacial en invierno y tibia en verano, cuando habría hecho falta lo contrario. Una sola ventana, aunque daba al estrecho del Bósforo; desde la mesa a la que Alice estaba sentada se podían ver los grandes barcos meterse en el canal y, tras ellos, las orillas de Europa.

Alice bebió un sorbo del té que Rafael acababa de servirle y comenzó su relato.

1

Londres, viernes 22 de diciembre de 1950

La tormenta golpeaba en el lucernario que había encima de la cama. Una insistente lluvia de invierno. Harían falta muchas más para limpiar la ciudad de las manchas de la guerra. No habían pasado más que cinco años desde el final de la contienda, y la mayor parte de los barrios conservaban aún las cicatrices de los bombardeos. La vida volvía a su curso, había racionamiento, menos que el año anterior, pero el suficiente como para añorar los días en que se podía comer hasta la saciedad y consumir carne que no fuera enlatada.

Alice estaba pasando la noche en su casa, en compañía de sus amigos. Sam, librero en Harrington & Sons y excelente contrabajo; Anton, carpintero y trompetista sin igual; Carol, enfermera recientemente desmovilizada y contratada de inmediato en el hospital de Chelsea, y Eddy, que se ganaba la vida un día sí y otro no cantando al pie de la escalera de Victoria Station o, cuando le dejaban, en los bares.

Fue él quien, durante la velada, sugirió ir de excursión al día siguiente a Brighton para celebrar la llegada de la Navidad. Las atracciones que se extendían a lo largo de la gran escollera habían vuelto a abrir, y, un sábado, la feria estaría en su apogeo.

Todos rebuscaron en sus bolsillos. Eddy había conseguido un poco de dinero en un bar de Notting Hill; a Anton, su jefe le había dado una pequeña gratificación por fin de año; Carol estaba sin blanca, pero nunca tenía dinero y sus viejos amigos estaban acostumbrados a pagárselo siempre todo; Sam le había vendido a una cliente norteamericana una edición original de Fin de viaje y una segunda edición de La señora Dalloway , por las que había cobrado en un día el sueldo de una semana. En cuanto a Alice, disponía de algunos ahorros, se merecía gastarlos, había trabajado todo el año como una burra y, de todas formas, habría encontrado cualquier excusa para pasar un sábado en compañía de sus amigos.

El vino que Anton había llevado sabía a corcho y tenía un regusto a vinagre, pero todos habían bebido lo bastante para ponerse a cantar a coro, un poco más alto a cada canción, hasta que el vecino de esa planta, el señor Daldry, llamó a la puerta.

Sam, el único que tuvo ánimo para ir a abrir, prometió que el ruido cesaría en el acto; además, ya era hora de que cada cual volviera a su casa. El señor Daldry había aceptado sus disculpas, no sin haber manifestado primero en un tono algo altivo que trataba de dormir y que apreciaría que su vecindario no se lo impidiese. La casa victoriana que compartían no estaba preparada para transformarse en un club de jazz, dijo, y oír sus conversaciones a través de las paredes era ya bastante desagradable. Y después volvió a su piso, justo enfrente.

Los amigos de Alice se habían puesto abrigos, bufandas y gorros, y habían quedado al día siguiente por la mañana a las diez en punto en Victoria Station, en el andén del tren de Brighton.

Sola ya, Alice puso un poco en orden la gran habitación, que, según el momento del día, servía de taller, de comedor, de salón o de dormitorio.

Transformaba su sofá en cama cuando se enderezó súbitamente para mirar la puerta de entrada. ¿Cómo había tenido su vecino la cara de ir a interrumpir una fiesta tan buena? ¿Y con qué derecho se había entrometido de esa forma en sus asuntos?

Agarró el chal que colgaba del perchero, se miró en el espejito de la entrada, volvió a dejar el chal, que la hacía parecer mayor, y se fue con paso decidido a golpear en la puerta de su quisquilloso vecino. Con los brazos en jarras, esperó a que abriese.

– Dígame que hay fuego y que con su histeria sólo pretende salvarme de las llamas -suspiró el señor Daldry afectadamente.

– Primero, las once de la noche de un viernes no son horas intempestivas, y, además, ¡yo aguanto sus escalas bastante a menudo, así que usted podría tolerar un poco de ruido, para una vez que tengo invitados!

– Usted invita a sus ruidosos camaradas todos los viernes, y tienen la lamentable costumbre de pasarse sistemáticamente con las copas, lo que no deja de tener un efecto sobre mi sueño. Y, para su información, no tengo piano alguno, las escalas de las que se queja deben de ser obra de otro vecino, quizá de la señora de abajo. Yo soy pintor, señorita, y no músico, y la pintura, que yo sepa, no hace ningún ruido. ¡Qué tranquila era esta vieja casa cuando yo era su único habitante!

– ¿Usted pinta? ¿Y qué pinta exactamente, señor Daldry? -preguntó Alice.

– Paisajes urbanos.

– Qué gracioso, no lo veía de pintor, me lo imaginaba…

– ¿Qué se imaginaba, señorita Pendelbury?

– Me llamo Alice, debe saber cuál es mi nombre, dado que no se le escapa ni una de mis conversaciones.

– No es culpa mía si las paredes que nos separan no son muy gruesas. Ahora que nos hemos presentado oficialmente, ¿puedo volver a acostarme o desea que sigamos aquí en el rellano manteniendo esta conversación?

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