—Mire, el motor estaba bastante dañado, así que hay que cambiarlo por otro; tiene dos soluciones.
—¿Cuáles? —El banquero miró detenidamente su vehículo.
—Una es encargar el motor para ponérselo nuevo; la otra, comprarse usted otro coche si ve que no le compensa.
Se lo pensó durante lo que me parecieron horas hasta que al final dijo:
—El motor hay que cambiarlo, ¿no?
—Efectivamente, hay que encargarlo.
—Pues entonces encárguelo: corro con todos los gastos.
—Como usted diga.
Debía de tener algún aprecio sentimental para querer arreglar semejante chatarra, aunque con el dinero que tendría podría haberse comprado un modelo más nuevo y mucho mejor; a mí me compensaba para mi bolsillo. Cogí mi móvil e hice un par de llamadas y para cuando terminé le dije al banquero que tendría el motor lo antes posible.
Cuando nos disponíamos a salir, volvió a interferir Judith para despedirse de West hasta que este, con algo de prisa, se marchó; ella se quedó parada mirando cómo se iba el trajeado.
—Tierra llamando a Judith. —Al ver que no me contestaba, le tiré del brazo.
—Pero ¿tú has visto qué pedazo de tío?
—¿Y?
—¡Está buenísimo!
—Qué ironías tiene la vida, mi querida Judith.
—¿Por qué dices eso?
—Ese es el esposo de Sofía y ahora resulta que no soy el único al que le atraen personas casadas —me reí a carcajadas.
—¡Joder! —Me miró con el ceño fruncido—. No le veo la gracia.
—Pues yo sí. —Me quité la parte de arriba del mono—. Me cambio y te invito a cenar.
—¿Puedo elegir el sitio?
—Claro.
—Vayamos a Virgil’s.
—De acuerdo.
Después de habernos comido unos de los mejores pollos asados de nuestras vidas, la acompañé hasta su casa mientras me contaba por el camino el bote de la noche anterior en el casino: se lo llevó una rica anciana que sabía jugar muy bien sus cartas; entonces estaría bañándose en una enorme bañera podrida en dinero. Me despedí de Judith y me fui caminando bajo la noche con un único pensamiento en la cabeza: Sofía. Quería poder volver a verla de nuevo.
CAPÍTULO TRES
Sofía
Mirar los balances de los cosméticos de las últimas semanas no era tarea fácil, pero se podía decir que las ventas habían subido considerablemente; me imaginé a Teresa saltando de la alegría, con lo que le gustaba el éxito y la fama. Dejé los balances encima de mi escritorio para poder recostarme en el sillón y descansar un rato. Contemplé el paisaje de mi oficina, que daba directamente a las vistas de Manhattan: me relajaban y me ayudaban a desconectar del trabajo; también a veces el portátil no solo para trabajar, sino también para poder cotillear a mis amigas por Facebook. Me incorporé del sillón para seguir: solo con mirar el montón de papeles que tenía que revisar me daban ganas de salir corriendo y volver a casa. Dieron unos golpes en la puerta y cruzando los dedos para que no fuese la pesada de mi jefa dije que pasase. Apareció una mata de pelo castaño con su peculiar sonrisa: era Ros.
—Me apuesto el almuerzo de hoy a que creías que era la jefa.
—Me debes un almuerzo, por cierto.
Ros entró dejando más papeles por revisar encima de mi escritorio. Lo miré con el ceño fruncido: ¿cuándo iba a terminar e irme a casa?
—Lo siento, preciosa, pero ya sabes cómo es ella. —Se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Ros, todavía no he terminado con el resto.
—Por mí me quedaría a ayudarte, pero tengo almuerzo con ella.
—A veces te envidio —sonreí.
—Hazme caso, ver a Teresa comer no es nada de envidiable, —Se dio la vuelta para marcharse—, pero sí, por lo menos comeré gratis. ¡Suerte con eso!
Se me pasó la mitad del día con los dichosos papeles, pero por lo menos terminé con todo los de semanas, los de hoy incluidos. Me merecía, aunque fuese, una recompensa mientras la bruja estaba almorzando como si nada y yo me moría del asco encerrada entre cuatro paredes. Miré la hora y para rematar se me había pasado la comida: «¡Genial! ¡Gracias, bruja!». Mis tripas empezaban a sonar y sin pensármelo recogí todos los papeles y colocándolos en carpetas salí de la agencia. Me encontré a Ros con Teresa y sin dudarlo me acerqué a ellos.
—Doña Teresa, en mi escritorio tiene todos los balances de las semanas pasadas y los de hoy, solo falta que firme para autorizar los nuevos cosméticos.
Sin decir una sola palabra, Teresa entró en la agencia y me dejó patidifusa con Ros a mi lado. ¡Vieja desagradecida! Ros soltó una carcajada y lanzándole una mirada asesina le dije:
—No sé qué le ves de gracioso, Ros. He estado toda la mañana con esos puñeteros balances para que no me dé ni las gracias.
—Relájate, preciosa y toma: —Sacó de la bolsa que llevaba colgada del brazo una fiambrera de comida del restaurante—: esto es muy bueno para el cabreo.
Mirándolo, la cogí y le sonreí. Aunque a veces me sacaba de quicio, en el fondo se preocupaba por mí y eso era algo que valoraba mucho.
—Gracias. —Las tripas volvieron a rugirme.
—Lo suponía, así que te he guardado un poco.
—Oye, ¿sabes algo sobre los cosméticos nuevos? —Destapé la tapadera para poder oler un poco.
—Algo he escuchado, pero según Teresa van a reventar el mercado. Son unas cremas reafirmantes y cierran los poros, aptas para todas las pieles.
—Tengo que probarlas: desde que trabajo aquí he envejecido cinco años.
—Tonterías, estás perfecta —guiñó un ojo.
—Bueno, me voy a casa a comer. Gracias, te lo compensaré. —Levanté la fiambrera.
—De nada, preciosa.
Nada más dar un par de pasos sonó el dichoso móvil. ¿Qué pasaba que no me dejaban irme a casa?
—¿Sí?
—¿Sigues en la agencia? —Era Josef, cosa muy rara en él cuando nunca me llamaba en horario laboral. Me puse en alerta de inmediato.
—Acabo de salir, ¿ocurre algo?
—Tengo un pequeño problema. —«¡Ay, Dios!».
—¿Con el banco?
—No, se trata del coche.
—Sí, me dijiste que se había estropeado el motor…
—Me acaban de llamar del taller para decirme que el coche ya está arreglado. ¿Podrías ir por mí?
—¿Yo? Sabes perfectamente que…
—Solo tienes que pagar la factura y recogerlo. Cogeré un taxi para volver.
—De verdad, que yo no…
—Por favor, cielo. Tengo demasiado trabajo.
—Está bien, pero si me pasa algo con el coche será culpa tuya.
—El taller se llama Esquivel y el dueño, Matías. —«¡No puede ser!»—. Te quiero, cielo. Adiós.
Josef colgó, pero yo seguía con el móvil en la oreja, paralizada. ¡Cómo era que podía tener tan mala suerte desde que me levantaba hasta que acostaba! Aunque no tenía pinta de que todavía iba a dormir. «Tampoco es para tanto, Sofía», me dije a mí misma: pagaría, saldría lo más rápidamente posible de allí y olvidaría ese día de mierda.
Una hora después me paré frente al taller con los pies clavados en la acera sin querer avanzar: «¡Ya has llegado hasta aquí, no te vas a echar para atrás ahora!». Las palmas de las manos me sudaban y estaba nerviosa solo con saber que lo iba a volver a ver después de semanas. Me obligué a andar hacia adelante y abrir la puerta; entré y comprobé que el taller era bastante grande y con todo tipo de herramientas, pero hacía un calor sofocante. Me adentré un poco más y me topé con un coche con el capó levantado; acercándome más para verlo de cerca me encontré con unas piernas que sobresalían debajo del vehículo: llevaba un mono azul, así que supuse que sería el mecánico.
—Perdone, vengo a recoger un Citroen negro.
Salió un cuerpo del coche y no sabía cómo, pero se me dispararon aún más los nervios. Era Matías y me miraba entre sorprendido y divertido.
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