Gonzalo España - El santero
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El santero es la historia de una familia y del nacimiento de un pueblo, Los santos. Narra una serie de anécdotas de personas que, generación tras generación, viven la vida contradiciendo la lógica humana, cometiendo locuras y desafiando las leyes de la evolución social. Esta novela nos atrapa de comienzo a fin, ofreciéndonos momentos de verdadera diversión, invitándonos de, tanto en tanto, a reír a carcajadas.
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El bisabuelo requisó de urgencia todas las tapas de las ollas y los objetos que hicieran o sirvieran para hacer ruido, y con suma habilidad reparó una olvidada matraca de Semana Santa, cosas que distribuyó entre sus hijos. Por su parte cargó la escopeta y los dos viejos revólveres que conservaba desde la guerra de los Mil Días. Luego, distribuidos en los cuatro puntos cardinales de la granja, los perros, los muchachos, él y Briceida, abrieron fuego graneado. Uno daba vueltas a la matraca, los otros golpeaban las tapas de las ollas, los demás restallaban rejos y zurriagos, el bisabuelo disparaba metódico su escopeta y sus revólveres, los perros aullaban en coro.
Ahora chubascos como de granizo, manotadas gruesas y sueltas de langostas, desfondaban los árboles cada cierto tiempo. El bisabuelo les hucheaba los perros, que las mataban a las dentelladas. Pero estas eran solo las albricias. De un momento a otro a los luchadores les entraron calambres y se les envararon los músculos, y ya no pudieron mover sus instrumentos con la misma energía, y era que la atmósfera había empezado a tornarse pesada, casi sólida, y los mazos de la matraca comenzaron a frenarse, y los rejos a entraparse en el aire, y el chubasco que estaba cayendo se convirtió en un tiroteo de lamparones pegajosos e inmundos, de golpes secos y breves que estremecían y cortaban la piel. Los perros langosteros acabaron ciegos a serruchazos, los Arenas echaron a correr y a duras penas lograron trancar detrás de sí las puertas empujadas por la avalancha, ensordecidos por el golpeteo de los bichos que se mataban a los golpes contra las ventanas, al tiempo que las tejas se rebullían y sufrían como en carne propia el insoportable gemir del mundo.
Las langostas cubrieron la tierra, todo fue consumido disciplinada y metódicamente, el susurro roncador de sus mandíbulas diminutas cortó, tragó y deglutió hasta la última brizna de hierba. El horror de que el turno les llegara también a ellos se prolongó hasta la medianoche, cuando oyeron por fin el silencio de la nada. No supieron cuándo los venció el sueño, pero a la mañana siguiente, al asomar los ojos temerosos y espiar los alrededores, se encontraron cegados por la luz de un universo sin sombra, por el resplandor de un horizonte vacío donde nada hacía estorbo al sol, un panorama donde no quedaba otra cosa que el esqueleto de la tierra, el aire sin música, los árboles sin hojas, el campo escueto y vacío: la merde, como dirían los franceses.
X
Era preciso salir a buscar semillas, volver a sembrar las eras, replantar el jardín, encontrar hortensias, novios y begonias para tener otra vez flores en los chorotes del patio y del corredor, preparar nuevos almácigos de tabaco, beber agua colada para matar el hambre, hacer calceta, bostezar y aguardar pacientemente a que retoñaran las ramas de los árboles y los pastizales, antes de volver a escuchar el trino de los pájaros y tener en el plato al menos un grano de maíz de mazorca tierna para llevarse a la boca, pues hasta la última brizna de hierba había sido talada por la plaga de la langosta, pero Alberto Arenas, en lugar de quedarse a compartir las angustias y las tribulaciones de la familia, ensilló uno de los machos rucios de la cuadra y se presentó ante el bisabuelo, como un cruzado en plan de batalla.
—Padre, salgo de viaje —anunció sin mirarle a la cara.
—¿De viaje? —preguntó el viejo, rascándose la cabeza—: ¿Es que se ha vuelto loco?
—Padre, debo partir —reiteró el joven, sin levantar los ojos del suelo.
—¿Partir? ¿Y hacia dónde piensa partir a estas malditas horas?
—Padre, voy detrás de ese hombre. Necesito saber quién es y de dónde viene. Si no lo averiguo no estaré tranquilo el resto de mi vida.
El bisabuelo Samuel se quedó mirándolo con ojos a la vez sorprendidos y atónitos. El resto de los muchachos hizo rueda en el patio, esperando a que de un momento a otro lo prendiera de los calzones y lo desmontara. Pero el mundo andaba tan desquiciado que todo era posible y hasta el viejo acabó hablando en tono razonador.
—Ya sabemos que la langosta lo persigue por una mala fechoría que hizo, con eso basta —dijo, tratando de disuadirlo.
—No, no es suficiente —declaró Alberto desde lo alto de la cabalgadura—: necesito saber qué clase de fechoría cometió, y a quién, y en dónde.
—¿Y eso a vusté qué le importa, carajo? Qué tal que el tipo sea un criminal y no le guste que le averigüen la vida.
El muchacho no cedió. Finalmente, el bisabuelo alzó una mano, invitándolo a largarse.
—Aquí estamos demasiado jodidos para andar discutiendo pendejadas. ¡Coja para donde le dé la gana, chino de mierda, pero no vaya a tirarse el rucio!
Las cosas pasaron tan rápido que Briceida no alcanzó a darse cuenta. Cuando le dijeron que Alberto se había ido detrás del tipo de la langosta salió corriendo de la cocina, pero ya no pudo alcanzarlo.
—¿Cómo es que lo dejaste ir? —le increpó a su esposo, terriblemente azorada.
—¿Y qué quieres, mujer? —respondió el bisabuelo con aire de indiferencia—: aquí quedamos de limosna, una mano adelante y otra atrás. ¿Junto con eso quiere que me ponga a atajar cabros?
Y no se volvió a hablar del asunto.
El joven Alberto cabalgó siguiendo el rastro del desastre, una avenida tan ancha como un mar, por donde parecía haber corrido un rastrillo gigante. A lado y lado no había otra cosa que un paisaje surrealista, mezcla de demencia y desolación. De la tierra arrasada brotaban los muñones y las ramas de los árboles como brazos desnudos clamando piedad al cielo. Junto a ellos, la gente enloquecida gemía, maldecía y levantaba también los brazos al cielo, como desafiando a Dios. Alberto se preguntaba si él no había enloquecido también, porque debía estar rematadamente loco para andar en semejante misión, pero no se detuvo. La langosta le llevaba poca ventaja, unas horas después comenzó a sentirse arropado por algo parecido a un tibio chubasco. Al comienzo este chubasco tenía una solidez arenisca, como de tormenta del Sahara, pero cuando la masa de insectos aumentó en densidad, le fue imperioso aceptar que nunca llegaría a cruzarlo, y que nunca daría alcance a su perseguido. Había tantos bichos por pie cúbico de aire que formaban una barrera casi sólida. Alberto pensó que si los pueblos arrasados a su paso se aplicaran a comerlos con disciplina y con juicio, no pasarían hambre en muchos años. Pronto empezaron a devorarle el cabello y las cejas, pero aun así prosiguió. Solo cuando descubrió que su cabalgadura perdía la crin y la cola, y encontró que sus ropas comenzaban a desaparecer bajo el mordisqueo frenético de las voraces alimañas, dio vuelta atrás y escapó a galope tendido.
De regreso, contemplando otra vez el gigantesco lendel desolado, se le ocurrió pensar que aquel mismo camino podía conducirlo hasta el lugar donde se había originado el desastre, y decidió seguirlo. Tras cruzar el Chicamocha y remontar el lomo de una pelada cordillera se halló en un frío altiplano, donde ya no pudo identificar el país que pisaban los cascos del rucio. Unas gentes lo acogían en sus ranchos, otras lo rechazaban al confundirlo con el jinete anunciador de la plaga. Como fuera, el pasto estaba creciendo, las plantas reverdeciendo, el mundo empezando a recuperar su color. A medida que las huellas del desastre se debilitaban, lo atendían mejor y tenían más cosas para brindarle. Finalmente el paso de la langosta fue solo un recuerdo en la mente de los pueblos, pues los campos habían vuelto a la normalidad y ya no quedaban vestigios de la devastación. Le resultó fácil seguir tras la huella porque con solo preguntar si por allí había pasado la langosta hombres y mujeres parecían despertar, desatornillaban la lengua y hablaban a rienda suelta, mencionando con precisión hechos y detalles, en particular el monto exacto de lo perdido en el cataclismo.
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