Gonzalo España - El santero

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Gonzalo España es un excelente narrador que se ha dedicado a la ficción histórica y costumbrista.
El santero es la historia de una familia y del nacimiento de un pueblo, Los santos. Narra una serie de anécdotas de personas que, generación tras generación, viven la vida contradiciendo la lógica humana, cometiendo locuras y desafiando las leyes de la evolución social. Esta novela nos atrapa de comienzo a fin, ofreciéndonos momentos de verdadera diversión, invitándonos de, tanto en tanto, a reír a carcajadas.

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Lilia, por toda respuesta, dobló una rodilla.

—Muy escasos, santidad.

El obispo pagó furioso y se largó. Después de despedirlo con las manos en alto y fingiendo enormes sonrisas, todos los Arenas se volvieron hacia Lilia y comenzaron a recriminarla.

—¿Por qué le cobraste tan caro? La comida abunda en nuestra casa, ni que estuvieran escasos los huevos.

Ella entonces les dio una respuesta que les abrió para siempre los ojos al mundo de los negocios.

—Los huevos no, pero los obispos sí —dijo en tono contundente.

En definitiva, el negocio prosperó a las mil maravillas, hasta cuando ellas se fueron casando y ausentando. Aura estableció sus guarapos en el vecino pueblo de Los Santos, Lucila abrió una tienda, Lilia partió hacia Bucaramanga, Carolina montó en la grupa de un viajero adinerado que la llevó a vivir a la capital, Delia se entró de monja. La posada de las señoritas Arenas continuó fija en la mente de los arrieros como el recuerdo de un paraíso perdido.

VIII

Aparte de estos diarios sucesos, que ponían briznas de sabor en el árido plato de la vida, ocurrían otros hechos desproporcionadamente insólitos, episodios que ya no cabían en el registro de una simple crónica familiar y que por su naturaleza extraordinaria sembraban en el alma la incertidumbre de un confuso destino, cuando no la certidumbre de lo fatal, como aconteció cierto día de mayo de un azul luminoso y plateado, tiznado en una de las esquinas del cielo por un remolino de gallinazos.

—¡Cuánto les voy a que perdimos una novilla! —exclamó el bisabuelo con cara de tragedia, en la puerta de la cocina, intentando discernir el extraño origen de aquella aglomeración y encorajinado con la idea de que alguno de sus animales había escapado durante la noche, sufriendo un fatal accidente.

—¡Cómo se va haber perdido si anoche las contamos y estaban todas completas! —se atrevió a contradecir Briceida.

—Las contaría Henry —fue la respuesta del campesino, que entró en la cocina buscando un cuchillo de desollar.

Ella no alegó más porque era cierto que las había contado niño Henry, y además porque le notó el pescuezo muy colorado debajo de las orejas, señal de visible enojo.

—¿Va a desayunar, sumercé? —preguntó.

—¡Qué desayuno ni qué carajo! Primero vamos a ver qué es lo que está ocurriendo —maldijo el patriarca y se retiró dejando el aire pesado y sulfuroso.

Gastó media mañana hurgando entre vegas y rastrojales en busca de la vaca muerta, antes de concluir que aquello no era cosa de vaca muerta ni cuatro cuartos. Por el cielo continuaban llegando delegaciones enteras de gallinazos que acrecentaban la negra nube danzante, el día había comenzado a cerrarse. “¡Virgen del agarradero!”, exclamó de pronto, sacándose el sombrero y huyendo a todo correr, repentinamente convencido de la naturaleza sobrenatural de lo que ocurría encima de su cabeza. Había comenzado a lloverle mierda blanca sobre los hombros, cual descargas de fusilería, como si los zamuros quisieran hacerle sentir su poder descargando las deyecciones encima de él. Cualquiera de estas descargas podía dejarlo ciego de caerle en un ojo, pero él no se abstenía de mirar de cuando en cuando hacia arriba, aunque sin parar de correr, pues el tornado estaba cada vez más denso y cada vez más rasante, al punto de aletearle junto a las orejas. Era un tifón de aves carroñeras como solo puede formarse alrededor de la hecatombe de una gran peste o de un camposanto de batalla. Cuando por fin llegó a la casa ya no había luz, las aves de corral se habían recogido en sus aseladeros, encima del mundo giraba un torbellino renegrido y ululante, los perros atravesaban el campo con sus aullidos tremebundos dirigidos al ojo que parpadeaba en su centro, al que confundían con una luna quemada. Briceida y los muchachos rezaban el rosario a cuentas apuradas. “Es la guerra”, advirtió Lilia con una voz gruesa y acongojada, que no parecía ser la suya, “viene otra vez la guerra, esta congregación de zamuros es una junta para repartirse los muertos”. El bisabuelo no le creyó, pero Briceida le dijo que abriera mucho los ojos, pues algo malo podía estar ocurriendo otra vez con las cosas de la política.

Al domingo siguiente, el hombre madrugó a llevarle unas gallinas a Pola y a pedirle una interpretación del suceso. La sibila le confirmó la profecía de Lilia y le amplió los detalles.

—Viene una guerra horrible que no se llamará guerra, porque nadie se atreverá a declararla —dijo mirando con sus ojos de lechuza hacia el más allá—. En todo lo que resta del siglo no habrá más guerras declaradas, pero nadie acabará de recoger muertos.

IX

La guerra no llegó, pero llegó la langosta.

Apareció un día mediando la tarde, en forma de un jinete maltrecho que se aproximaba a pasos muy lentos, abriendo una trilla en las espigas que cubrían la meseta. El caballo que montaba, un ruano derrengado que a duras penas podía con él, tardó eternidades en llegar hasta la cerca de madera que rodeaba la casa. Cuando el jinete se agachó a desatrancar el portillo, se fue de cabeza por entre sus orejas y cayó como un fardo. Toda la familia acudió corriendo en plan de auxiliarlo. Lo rescataron de entre las patas del caballo famélico, que se había quedado dormido e inmóvil, y encontraron que se trataba de un sujeto con cara de vieja lloricona; mientras lo arrastraban hacia la casa, comenzó a repetir entre balbuceos que la plaga estaba llegando. Nadie entendió de qué les hablaba, pero todos notaron que Lilia se apartó de él con visible repugnancia.

No necesitaron atenderlo porque no pidió nada y simplemente se durmió en el umbral, sobre el costal donde dormían los perros, que no paraban de husmearlo y gruñirle, tan abatido como si hubiera cabalgado jornadas enteras de día y de noche para llegar hasta allí. Le tiraron una vieja manta encima, trancaron la puerta y fueron a preguntarle a Lilia qué significaba semejante visita, pero igual la hallaron profundamente dormida.

Al día siguiente Briceida se levantó muy temprano y fue a mirarlo y a reconocerlo mejor. Lo halló ajustando los arreos del jamelgo, que había dormido ensillado, no quiso invitarlo a seguir, pero le llevó desayuno y al acercarse lo observó con detenimiento. Era un sujeto de cualquier parte del mundo menos de ninguna conocida por ella. Parecía un saco de piel con huesos adentro, las ropas le bailaban, llevaba los pantalones amarrados con vueltas de cabuya. En sus ojos bullía un temor legendario y recóndito, un miedo sin fronteras; se diría a punto de romper a llorar. Apuró el plato en silencio junto a la puerta y procedió a despedirse. Todos le estrecharon la mano y le agradecieron que se hubiera tomado la molestia de venir con el anuncio de que la plaga estaba llegando, aunque seguían sin saber a qué clase de plaga se refería. Lilia volvió a apartarse con visible hostilidad. “Él es quien la lleva detrás”, dijo entre aterrada e histé­rica, tan pronto el jinete se alejó, “la plaga lo persigue por sus culpas y pecados, por algo muy feo que hizo, y por donde vaya pasando irá dejando desgracias”. Le preguntaron de qué clase de plaga hablaba. Respondió que no lo sabía.

Unas horas después cayeron las primeras “guías”, unos como saltamontes enormes, voraces, de afiladas y tremendas mandíbulas. Delante de los ojos del bisabuelo, que no salía de su asombro y congoja, uno de ellos se banqueteó de una sola sentada una hoja de tabaco.

—¡Mierda! —dijo—. Lo que nos trajo el amigo fue nada menos que la langosta.

Hacia el mediodía ya estaba cayendo un chubasco cerrado de animalejos. Lilia gritó que solo haciendo mucho ruido era posible impedir que el grueso de la nube se posara en el campo. Miraron hacia arriba y contemplaron un gran telón en cinemascope volando por lo alto, una galerna semejante a los radios de una rueda gigantesca y veloz que proyectaba fantasmagóricas luces. Millones, billones y trillones de rubias langostas azules, violetas, marrones, castañas, según el color que el sol les iba arrancando.

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