Gonzalo España - El santero

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Gonzalo España es un excelente narrador que se ha dedicado a la ficción histórica y costumbrista.
El santero es la historia de una familia y del nacimiento de un pueblo, Los santos. Narra una serie de anécdotas de personas que, generación tras generación, viven la vida contradiciendo la lógica humana, cometiendo locuras y desafiando las leyes de la evolución social. Esta novela nos atrapa de comienzo a fin, ofreciéndonos momentos de verdadera diversión, invitándonos de, tanto en tanto, a reír a carcajadas.

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La familia vivió los meses siguientes en el pa­lomar que el bisabuelo había construido para sus palomas mensajeras. El tío Víctor se la pasó días enteros llorando desolado el desastre, tan afectado y tan triste que todos se acercaban a consolarlo y a echarle el brazo sobre los hombros. Entonces rompía a llorar con más fuerza y solo acertaba a decir:

—¡El único consuelo que me queda es que no se me escapó viva ni una sola hijueputa avispa!

VII

Existía un sortilegio adicional y era que aquella casa, inmersa en los pastizales de una meseta encantada, colindaba con la rojiza y polvorienta calzada del camino real, que en sus partes planas no estaba macada­mizado. Decir camino real era decir farándula y romería. Por allí desfilaba de tarde en tarde el circo del mundo, desde los simples arrieros y sus enjambres de mulas, hasta los vendedores de específicos y promotores de milagros; los poetas peregrinos y suicidas, los candidatos presidenciales y los dictadores en ejercicio, los generales en derrota, los rechonchos obispos, los criminales convictos, los presidiarios, los comediantes, los soldados, gente de las más diversas raleas, dignidades y oficios. Los días de sol inclemente muchos se acercaban a rogar por un sorbo de agua. El bisabuelo les vendía por un cuarto de centavo una totumada del guarapo preparado por Aura, una de sus hijas. Después de apurarlo, los viajantes recogían el cuello, henchían las fosas nasales atosigadas por el ácido acético, ponían los ojos en blanco, largaban un ruidoso regüeldo y salían disparados dejando una nube de polvo.

No era extraño que a las recuas las cogiera la noche y los arrieros recalaran allí. El bisabuelo les cobraba medio centavo por servicios de potrero y por permitirles descargar las mulas y dormir en los corredores de la casa, sobre sus enjalmas. Briceida pensaba que si se pudiera ofrecer un buen plato de caldo a los caminantes y buen pasto a las acémilas a cambio de dos centavos y medio, el negocio sería redon­do. Toda la vida se habló de las arcas llenas de monedas y de las albricias que traería semejante bonanza, pero a ella a duras penas le alcanzaba el tiempo para gobernar la casa y controlar a los niños, de modo que el sueño de dar y atender posada nunca se materializó.

Solo cuando los niños crecieron pudo encararse seriamente el proyecto. Tanto habían escuchado hablar del venero que pasaba frente a la casa sin que nadie lo explotara, tantas sumas y restas se habían hecho sobre el mantel de la mesa del comedor que se sentían naturalmente preparados para el desafío. Aura ya era experta en guarapos, Carolina en guisar sopas y caldos, Lilia y Lucila en fabricar arepas, los muchachos fueron a sembrar suficientes pastos. Demetrio, un gigantón que los rebasaba a todos en corpulencia, se ofreció desde un comienzo como cobrador. El bisabuelo alentó y bendijo la iniciativa.

Pero ocurrió que el primer arriero llegó con cuarenta mulas. Se vendió un plato de caldo, una arepa y una totumada de guarapo, las mulas comieron toda la noche y acabaron con el pasto. Hubo que esperar tres meses, y que lloviera de nuevo, para recibir a un segundo huésped, con el que ocurrió lo mismo. Bastaban cuatro recuas para agostar las reservas de todo un año, y sin pastos suficientes los arrieros no se detenían. El negocio resultó un fracaso redondo.

Y así hubiera sido, sin lugar a dudas, si las señoritas Arenas no tuviesen ya comprobada la potencia de los guarapos hechos en casa. Bastaba que un arriero sediento se empujara una totumada de aquel brebaje para que durmiera de un solo tirón desde las seis de la tarde a las cuatro de la mañana, y eso porque Demetrio se encargaba de sacudirlo con energía para obligarlo a despertar y soltar el cobre. Gracias a este revelador efecto, un buen día los pastos de los potreros amanecieron esplendorosamente verdes y así dieron en mantenerse durante todo el año. Jamás volvieron a desteñirse ni escasear, la finca del bisabuelo resaltaba como un enchape verde esmeralda en el universo amarillo pajizo de la meseta. Los arrieros se daban prisa por llegar a la posada de las señoritas Arenas, despreciando los lugares donde antes pernoctaban.

Ellas decían que les regaban meados de marrano durante la noche, pero Briceida no estaba convencida, porque no había marranos ni en la finca ni en los alrededores, precisamente por falta de agua. El misterio la llevó a pensar que podían estar fertilizándolos con los guarapos de Aura, cuya potencia cobraba fama en toda la región. Para comprobarlo hurtó con disimulo una totumada y la regó en sus macetas de flores. El efecto fue el mismo que si las hubiera abrasado un ácido intenso. El líquido que alcanzó a escurrirse por entre las raíces esterilizó para siempre el suelo donde cayó.

El prodigio de los pastos eternamente reverdecidos de la posada de las señoritas Arenas se mantuvo como un secreto infranqueable entre las cinco hermanas mayores, hasta la noche que un dolor de muelas sacó a Briceida de la cama en busca de un clavo de olor. El postigo de la cocina había quedado abierto y al dar un paso adentro encontró que un ser abominable asomaba una cara larga y cerrada, semejante a un enorme zapato con ojos y orejas. El corazón se le paralizó por más de quince minutos, pero no cayó muerta porque la mantenía viva el dolor de muelas. Necesitaba de urgencia ese clavo de olor para masticarlo y adormecer la parte afectada antes de morir del susto. El trance le permitió entender que se trataba de una mula embozalada, cuyos ojos desconsolados espiaban en la cocina un mendrugo de comida.

¡Este era el misterio de los pastos eternamente reverdecidos! Los arrieros descargaban sus mulas entre las cinco y las seis de la tarde, cenaban y se echaban al coleto una totumada de guarapo. A las siete roncaban como benditos. Las cinco hermanas salían entonces a los potreros y embozalaban las mulas con sacos de fique. Las pobres no comían en toda la noche. A las tres y media, antes de despertar a sus dueños a los pescozones, Demetrio les quitaba los sacos. Un rato después los arrieros ya las estaban enjalmando y cargando para reanudar la marcha. Las mulas se les morían antes de llegar a San Gil, pero los pastos de las Arenas permanecían siempre verdes y lozanos.

Corriendo el tiempo, las buenas mujeres se dieron también el lujo de ofrecer en su posada los pollos más gordos, las mazamorras más fortalecidas y los platos de mute mejor guarnicionados del continente. Esta era otra de las ventajas suplementarias de los guarapos de Aura. Mientras los arrieros dormían profundamente, ellas chuzaban con agujas de arria los sacos de fique cargados de maíz, frijol y millo, menguándolos en tan ecuánime proporción que nunca nadie notó el faltante. Con los granos engordaban los pollos y preparaban aquellas sopas inolvidables, molían las arepas y municionaban las mazamorras.

La consagración de la inolvidable posada ocu­­­rrió la tarde que un obispo viajero acertó a pernoc­tar en ella. El bisabuelo Samuel y Briceida le cedieron gustosos su cama matrimonial, hijas e hijos obsequiaron a la comitiva. Pero el prelado no apuró alimento alguno hasta la hora del desayuno, cuando se declaró antojado de unos huevos pericos. Lilia batió cuatro esplendorosos huevos criollos en la sartén, los guisó con tomate y cebolla junca y los espolvoreó con queso reinoso antes de freírlos en pura mantequilla. El obispo se lamía todavía los dedos a la hora de pedir la cuenta.

—Dos pesos con cincuenta —declaró Lilia, implacable.

—¡Dos pesos con cincuenta! —protestó el prelado, poniendo cara de horror.

Un buen desayuno no costaba en aquellos tiempos de Dios más de centavo y medio. Ninguna de las hermanitas Arenas dijo nada, pero todas comprendieron que a Lilia se le había ido la mano.

—¿Es que acaso los huevos son escasos por aquí? —insistió el purpurado, exigiendo una explicación.

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