España Arenas, Gonzalo, 1945-
El santero / Gonzalo España Arenas. -- 2a edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2019.
468 páginas ; 14 x 21 cm. -- (Letras latinoamericanas)
ISBN 978-958-30-5992-6
1. Novela colombiana 2. Vida cotidiana - Novela. I.
Tít. II. Serie.
Co863.6 cd 22 ed.
A1653361
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Segunda edición, enero de 2020
Primera edición en Panamericana Editorial, abril de 2019
Primera edición, Plaza & Janés 1999
© 2019 Gonzalo España
© 2019 Panamericana Editorial Ltda.
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
Luisa Noguera
Diagramación y diseño de carátula
Martha Cadena / Juan García
ISBN 978-958-30-5992-6 (impreso)
ISBN: 978-958-30-6337-4 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
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Quien solo actúa como impresor.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Para Samuel Arenas Güiza,
sembrador de jardines y buscador de guacas;
y para su esposa María Patricia Plata.
Para Gilberto Arenas Ramírez,
que conservó, difundió y enriqueció
con su picardía inclemente
todas las historias que componen este libro.
Quien intente descubrir motivo alguno a esta narración,
será enjuiciado;
quien le busque moraleja,
será desterrado;
quien quiera encontrarle trama,
será pasado por las armas.
Mark Twain
Huckleberry Finn
Aunque algunos sucesos y lugares reales puedan haber dado inicio y fundamento a estas historias, todos sus argumentos, tramas, anécdotas, pasajes, diálogos y paradojas, así como los personajes principales y secundarios, sus nombres, sus apodos y sus perversiones, son absolutamente imaginarios y no guardan relación con ninguna clase de realidad pasada, presente o futura.
Capítulo 1
I
Faltaban todavía muchos, pero muchos años aún, para que Desiderio Dámaso jugara su última y definitiva partida, acaso la más audaz y maravillosa de todas, cuando niño Henry regresó a casa esa mañana de enero, corriendo a todo correr.
En la esquina del antejardín, al doblar en diagonal directo a la puerta, resbaló en la tierra suelta y mojada, y abatió de frente la gran mata de girasol, plantada allí por Briceida como emblema del hogar. Los pétalos amarillos de la enorme flor se le pegaron a la cara, dándole un extraño aspecto de indio pintado. Los ladrillos tablones del zaguán, que tenía eco, atronaron bajo sus zapatos unos segundos después, cuando por fin pudo levantarse. Por fortuna no había allí ningún perro echado, como acostumbraba haberlo, pues le hubiera resultado imposible evitarlo. Todos los perros de la casa estaban a esa hora en la cocina, velando con ojos ansiosos lo que Briceida ponía en los platos, esperando que les tocara un nimio bocado. Ella servía muy ceremoniosamente la media mañana al bisabuelo Samuel, de edad ya indefinida en aquel entonces. Bajo la olleta ardía un dulce fuego de leña; el humo tejía una cortina azulosa en el aire.
Niño Henry saltó adentro con la cara floreteada de pétalos de girasol, gritando a todo gritar que algo terrible y acaso irreparable les estaba ocurriendo a las ovejas. Todos se llevaron un susto del diablo, la olleta se volcó y apagó el fogón, soltando un resoplido siniestro, los perros retrocedieron acobardados, el bisabuelo se vertió el café hirviente en la bragueta, lo que sobró en el pocillo lo tiró con rabia por encima del hombro.
La intempestiva irrupción del muchacho se les había antojado un ataque indio. Aquella ya no era tierra de indios —el último guane había desaparecido de la región por lo menos dos siglos atrás—, pero igual les paralizó el corazón, porque el miedo a su bravura y a su ferocidad se llevaba en la sangre como un instinto dormido y se manifestaba ante cualquier cosa salida de tono, ya fuera el simple romperse de una ramita o el estornudo de un burro.
Solo porque la noticia ameritaba una pronta respuesta, el bisabuelo se sobrepuso a la rabia que lo arrebató y, alzando las posaderas con temple de soldado, salió de la cocina con aire marcial, en busca de su escopeta. Llevaba crispados los pelos del bigote y las cejas; no sabía qué hacer primero, si sacarse el cinturón de cuero que le atajaba los calzones y propinarle una zurra al muchacho, o ir en busca de su escopeta, un viejo trabuco de cargar por la boca que permanecía recostado en la cabecera de su cama.
—Traiga la pólvora y amarre los perros —gruñó finalmente con voz torva a niño Henry, que lo seguía muy de cerca. La más mínima desobediencia le hubiera acarreado una zurra.
Eran cinco perros; si no se les amarraba, alertarían y espantarían medio mundo antes de llegar a saberse qué asustaba a las ovejas. Niño Henry les echó una cuerda al pescuezo y los dejó atados a medio ahorcar en una de las pilastras que sostenían el techo de la casa, pero por cumplir esta orden y al mismo tiempo llevarse el cacho de la pólvora, olvidó el frasco de los balines. Al salir, el bisabuelo le llevaba ya una buena ventaja; en la puerta cayó en la cuenta del olvido, pero en lugar de retroceder prosiguió sin vacilación, temeroso de perderse el disparo que de todas maneras ya no habría de hacerse. El sol comenzaba a dorar la mañana. Las ovejas balaban distantes.
Cerca del lugar donde las ovejas balaban distantes se agacharon con gran sigilo detrás de unas matas de fique, pasando sin verlo junto a un venado de inmensas proporciones que arrancaba ramitas tiernas de las faldas de un pomarroso. Era un animal enorme, grande como una montaña, tan viejo que el arco del lomo se le había colmado de líquenes y lechuguillas, como el tronco de un árbol añoso. Sus cachos emulaban las palas de una chumbera gigante. Las ovejas se habían apartado lo más lejos posible.
Aquel fue el segundo susto de la mañana. Cuando el bisabuelo lo vio, el corazón le dejó de latir. Niño Henry necesitó tironearle suavemente la manga de la camisa para traerlo de vuelta a este mundo y cuando por fin lo logró, el hombre despertó sobresaltado y comenzó a moverse con agitaduras de loco. Le rapó al muchacho el cacho de la pólvora, le quitó el tapón con los dientes y vertió el polvo negro en el cañón, al cual estaba adosada la baqueta para retacarlo, tomó esta y lo apisonó temblando y meciendo las caderas, riendo y al mismo tiempo girando los ojos de la boca de la escopeta al lomo del animal, del lomo del animal a la boca de la escopeta. Niño Henry sopesó lo que vendría a continuación y se apartó unos cuantos pasos.
Cuando el bisabuelo le extendió ceremoniosamente la mano para que sobre ella le colocara el frasco de los balines, el chico ya estaba a más de seis cuerpos de distancia. Se miraron. Henry le mostró sus manos vacías. Entre los dos se inició un diálogo de sordos que más o menos equivalía a lo siguiente:
—No me diga que no trajo los balines, chino rependejo. No lo diga, porque lo mato.
Henry volvió a mostrarle las manos vacías.
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