Gonzalo España - El santero
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El santero es la historia de una familia y del nacimiento de un pueblo, Los santos. Narra una serie de anécdotas de personas que, generación tras generación, viven la vida contradiciendo la lógica humana, cometiendo locuras y desafiando las leyes de la evolución social. Esta novela nos atrapa de comienzo a fin, ofreciéndonos momentos de verdadera diversión, invitándonos de, tanto en tanto, a reír a carcajadas.
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—¡Cobren el burro! —fue lo único que les dijo.
Sin embargo, es forzoso admitir que la conducta un poco arrebatada del tío Víctor tenía algo que ver con la manera de ser de su esposa Delfina, de quien se dice que nunca anduvo bien de la cabeza, ya que según los cambios de la luna se ponía loca o lo ponía loco a él.
En cierta ocasión, por ejemplo, le dio por celarlo. Alguien imaginado por ella había venido a decirle que el tío se la jugaba con las muchachas de La Purnia, y más tardó en saberlo que en enfurruñarse y empezar a recibirlo con desvío y frialdad. El tío Víctor percibió el cambio de atmósfera y se mantuvo alerta, pero no logró averiguar la causa. Cada que le preguntaba qué ocurría, ella simplemente rompía a llorar. Hasta que un día no aguantó más, y llena de dignidad le fue soltando la triste verdad. “Viejo perro” y “viejo sinvergüenza” fueron algunas de las expresiones que usó. Llegó a tanto la indignación del tío Víctor al sentirse agraviado de tan tosca manera que empezó a echar chispas por los ojos y no reparó en usar gruesas palabras para reclamarle a Delfina su falta de confianza. El discurso fue subiendo de tono, debido a que ella permanecía impasible y no se mostraba convencida de la sinceridad de sus palabras. Al final, como para echarlo todo al fuego, el hombre caminó hasta la cocina, tomó la filuda hachuela de picar la leña con que se alimentaba el fogón y esgrimiéndola como un arma de guerra volvió donde su mujer, declarando estar dispuesto a cortarse de un solo tajo el sarrapio sexual con tal de no seguir viviendo aquel infierno de celos. Para su sorpresa, la cara de su rara consorte, en lugar de nublarse o acongojarse, se iluminó con cierta luz de esperanza. Antes de que él alcanzara a desdecirse le fue diciendo que era mejor así, que ya para tener hijos eso no les hacía falta, porque ya habían engendrado los suficientes, y que si su intención era seguir engañándola con las purnieras prefería que de una vez por todas se echara abajo el origen del mal. El tío Víctor no podía creerlo, pero al mismo tiempo se mostraba cada vez más indignado. “¿Entonces insistes en ello?”, preguntó con su voz de trueno. Delfina dijo simplemente que sí.
Tío Víctor tenía la cara encendida como un tizón y echaba fuego por los ojos, pero a ella no le importaba lo que estaba por ocurrir. Fue un minuto eterno de tensión y silencio, roto intempestivamente en el momento que el tío Víctor volvió a la cocina, retiró un tronco mediano del arrume de la madera y caminó hasta la mesa del comedor, donde lo colocó a la altura de sus partes más torpes, que a su vez colocó encima del tronco después de tumbarse los pantalones. Desde allí, con el hacha levantada, volvió a preguntarle a Delfina:
—¿Es que insistes todavía, mujer rebruta?
Ella respondió en tono glacial:
—Pues si esa es la única manera que dejes en paz a las purnieras, ¿qué es lo que esperas?
—¡Entonces que se vaya todo al diablo! —reventó el tío Víctor, seguro de que ella no le daría la voz de alto, como el ángel al bueno del Isaac, y dejó caer el hacha.
La hoja descendió como guillotina y se hundió sobre el tronco, que partió en dos sin partirle aquello, porque al instante de caer el tío Víctor hurtó el culo con rapidez. Casi sin parpadear, y por supuesto sin decir palabra, la arrancó del madero haciendo palanca y, como si se hubiera tratado de un simple golpe fallido, volvió a subirla sobre su cabeza y a lanzarla por segunda vez, hurtando de nuevo el culo en el momento exacto. Sus ojos y los ojos de Delfina se encontraban en el aire, los de ella como pidiendo una explicación a semejante falta de puntería.
—¡Agradezca que se defiende! —comenzó a declarar el tío Víctor cada que fallaba, arrancando de nuevo la cuchilla del tronco para dejarla caer una y otra vez, a tiempo de esquivar el golpe sacando el culo—: ¡Agradezca que se defiende! ¡Agradezca que se defiende!
Y así se la pasó un buen rato subiendo y bajando el brazo, hasta que se le enfrió la rabia.
IV
Por aquel tiempo, auténticas manadas de caballos horros deambulaban por la meseta. Quizá en ese entonces el mundo estaba todavía lleno hasta el tope de caballos horros, pues nadie se servía de ellos para montarlos ni trabajarlos. Los pastizales los mantenían orondos, su vista alegraba las praderas y el espíritu de los granjeros; eran un canto a la libertad.
Todo se pintaba de otro color cuando les daba por reunirse en los corredores de las casas en plena noche. El Patas era lo primero en que se pensaba cuando sus cascos aterradores azotaban las baldosas. Era como si llamaran, impacientes, pidiendo que les abrieran y el miedo se convertía en terror si les daba por peerse o estornudar. Y no se diga de los olores que penetraban por las rendijas de las ventanas y por debajo de las puertas cuando descargaban su remesa de cagajón verde, pues nada existe más penetrante ni maloliente que el cagajón de caballo recién plantado. Para qué hablar del respetable servicio que amanecía en el piso de los corredores. Alberto, Luis María, Pascual Liborio, Daniel o cualquiera de los muchachos se veía obligado a levantarse para echarlos en plena noche cuando el bisabuelo tronaba desde su cuarto: “¡Corran esos hijueputas caballos!”, pero media hora después los tenían de vuelta y el incordio se prolongaba hasta el amanecer.
Sin embargo, todo esto fue sidra dulce comparado con lo que dio en ocurrir cuando se les pegó la sarna y empezaron a llegar de noche a rascarse los pescuezos en los horcones del corredor. Bastaron dos o tres sesiones de frenética rasquiña para que los troncos se salieran de asiento y todo el techo del alar se viniera al suelo. La familia Arenas despertó en medio de un estruendo de terremoto, las mujeres estuvieron a punto de enloquecer, Sara se desmayó, Lilia quedó rara, Carolina decidió hacerse monja.
Aquella noche, contemplando el desastre de las tejas y las cañas despedazadas, los muchachos juraron sacarse de encima el problemita de los caballos. Uno o dos días después partieron en torvo silencio y trajeron del pueblo cuantas latas vacías de manteca La Sevillana les fue posible encontrar en tiendas y depósitos, y como si ello no fuera suficiente entraron con sigilo de asaltantes a la cocina y requisaron todas las ollas y peroles viejos, que ataron en racimos con cuerdas de fique a las latas vacías. Tan pronto el arsenal estuvo completo salieron a la pradera y juntaron en una gran corraleja la totalidad de los brutos que merodeaban por los alrededores. Les llevó varias horas amarrarles al rabo las latas de manteca y los racimos de ollas y peroles viejos, faena que solo completaron hacia la medianoche, cuando tumbaron el falso y los espantaron a sombrerazos. Una estampida que nunca imaginaron arrancó entre gritos y relinchos, dejando atrás una inmensa nube de polvo.
Se sabe que a esa hora exacta el tío Víctor estaba acuclillado entre las eras de su maizal, aquejado de un fuerte ataque de disentería. La noche que lo arropaba era fría y despejada, desde el lugar donde se hallaba veía caer estrellas fugaces. Todo esperó menos que la tierra echara a temblar y a sacudirse bajo sus pies. Con la cabeza en alto y los calzones en los tobillos, tratando de atisbar por entre los mechones de las mazorcas la causa del estremecimiento, descubrió la nube de polvo que avanzaba por la meseta. Unos segundos después una masa infernal pasó a su lado como una locomotora desbocada. Las latas de manteca tropezaban contra las piedras, sacaban chispas y brincaban sobre el lomo de los caballos, para de allí volver a caer. El tío vislumbró infernales jinetes maromeros que montaban y desmontaban del anca de bestias apocalípticas. Los calzones enredados en sus pies le impidieron moverse y de alguna manera le salvaron la vida, pues de haber intentado ganar el espacio que lo separaba del rancho habría perecido debajo de la estampida. Quedó en medio de la polvareda y de un olor a chamusquina, que en parte emanaba de su propia piel. La visión lo dejó estíptico de por vida.
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