1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 No sucedió nada.
Elira volvió a pedirlo, rogando incluso, pues si había pasado algo en Feherdal, debía ayudar a su clan.
No sucedió nada.
La elfa, además de frustrada, estaba asustada. «¿Qué está provocando ese humo? ¿Hay un incendio? ¿Qué lo habrá ocasionado?», se preguntaba Elira mientras intentaba pedir a la Madre Naturaleza que la liberara del Mutualismo. La conexión no se cortaba, y Elira estaba cada vez más ansiosa.
Trató de volver a pedir con más fuerza que se rompiera la conexión del Mutualismo, con más frecuencia, y explicando el posible problema de su clan. Por alguna razón seguía en el trance; algo la retenía y no debía permitir seguir así más. Elira se dirigió hacia su cuerpo e intentó entrar en él. Era una idea desesperada. No ocurrió nada.
La desesperación era máxima. Podía oler el humo gracias a los animales que se alejaban de él. «Algo grave está pasando», pensaba. Con todas sus fuerzas, se concentró en su propio cuerpo. Intentó olvidar cualquier otra vida alrededor de ella. Parecía que no sucedía nada, hasta que notó algo. De la sorpresa paró, pero al instante volvió a concentrarse. Lo que había notado antes, apareció enseguida. Se centró en esa sensación y no la dejó ir. Poco a poco podía entender lo que sentía: ¡era la esfera que tenía en sus manos! Con gran esfuerzo, Elira perseguía el objeto. Y de pronto, el mundo volvió a tener colores. Lo había hecho, había roto el Mutualismo a su voluntad.
Sin esperar más, saltó de donde estaba, se colocó la esfera en uno de los pliegues que tenía su atuendo, y se dirigió en dirección al humo. No tardó en confirmar que Feherdal era el origen de la humareda.
Cuando traspasó corriendo los grandes árboles sequoias, se paró al instante. ¡Feherdal estaba siendo atacada! El caos era total allá donde mirara: las casas en los árboles estaban ardiendo. Elfos del clan gritaban y corrían por todos lados. Otros hacían frente a unas criaturas.
Tuvo que saltar rápidamente hacia un lado pues una de las criaturas había lanzado un tajo con su espada. La fea criatura, de baja estatura, tenía la piel verdosa y unas facciones muy afiladas. También tenía las orejas puntiagudas, como los elfos.
La criatura recibió una flecha en el cráneo y cayó al suelo enseguida. Elira cogió su espada y se lanzó en dirección a la plaza de Feherdal. Por el camino iba lanzando golpes con la espada cada vez que se encontraba con alguna de las feas criaturas.
La plaza del clan estaba infestada de enemigos. La superioridad de criaturas era alarmante. Sus compañeros les hacían frente y poco a poco se iban sumando más elfos a la lucha. Elira no se lo pensó y se lanzó directamente a ayudar.
Pero no dio más de dos pasos cuando volvió a pararse. Una extraña figura, de estatura mayor a las verdosas criaturas y vestida de una túnica negra, estaba enfrente de su madre. Tenía la cara cubierta por una capucha. Ithiredel volvía a vestir la capa que había utilizado durante el Renacimiento de la Luna y tenía el cayado fuertemente agarrado entre sus manos. Parecía que estaba hablando con la figura misteriosa. Esta alzó una mano y agarró el cuello de Ithiredel. La levantó varios centímetros del suelo. Sus pies se movían descontroladamente en el aire y el cayado cayó al suelo.
Elira corrió para socorrer a su madre. Cada vez que algún elfo se ponía en su camino lo empujaba, y si era una criatura de aquellas, utilizaba la espada. Para ella no existía otro objetivo que llegar hasta su madre.
Cada vez se encontraba más cerca. Ithiredel parecía que perdía fuerzas pues sus pies ya no se movían tanto. Elira miró a su madre y vio que esta abrió los ojos un segundo, encontrándose con los suyos. La preocupación se reflejó en el rostro de su madre. Después, la vida de Ithiredel abandonó su cuerpo; la extraña figura había roto el cuello de la jefa del clan de Feherdal. Tras soltar el cuerpo sin vida, el encapuchado se giró hacia la joven.
Un extraño calor llegó a un costado de Elira y que, a su vez, hizo que su cabello ondeara. Un instante después, sintió que se elevaba por los aires, perdiendo la conexión visual con su madre y su asesino. Un fuerte golpe contra un árbol hizo que parara su trayectoria, cayendo de bruces contra el suelo. Todo se sumió en negro.
5
Remir y Sideris habían pasado la noche en el desierto. Aunque la Corona de Arân había sido visible durante la noche, aún les quedaba una distancia considerable hasta llegar a la ciudad. No fue hasta ya avanzando el día cuando los dos compañeros vislumbraron carros y diferentes personas yendo y viniendo en dirección a la ciudad. Se acercaban para vender sus mercancías, así como para comprar otras.
La única manera de acceder a la Corona era a través de una rampa que empezaba en la nuca del Gigante e iba ascendiendo, rodeando la cabeza hasta llegar a la entrada de la ciudad, situada por encima de la frente. La rampa, construida de madera y piedra, tenía diferentes zonas donde parar debido a su gran tamaño. En cada zona de descanso existían diversos establecimientos: desde pequeños comercios, casetas de guardias y zonas de abastecimiento y descanso para animales. Varios carros de mercancías necesitaban ser empujados para poder subir la pendiente.
Cuando Remir y Sideris llegaron a lo alto de la cabeza estaban sin aliento. El hombre notaba el zumbido de una vena en la sien palpitando sin cesar. Sideris no estaba mejor: su lengua pendía de la boca, arrastrándola como si fuera un peso más con el que cargar. Hacía mucho calor y Remir estaba seguro de que todo el sudor que estaba expulsando podía llenar varios cubos. Se acercó al borde de la rampa para disfrutar del aire y, mirando hacia abajo, Remir podía ver la protuberancia de la nariz de la cabeza del Gigante. Desde su posición, tenía una visión clara de todo el terreno alrededor de la ciudad. Era imposible acercarse sin ser visto.
El ajetreo se intensificó en las puertas de la ciudad, que, incluso estando abiertas, varios guardias hacían parar a los extranjeros, inspeccionando a los visitantes y las cargas que traían para decidir si entraban o no. Muchos animales de carga se quejaban tras la gran subida, pero sus amos seguían presionándolos para seguir avanzando con sus bultos. Remir vio a varios mercaderes dejar algunas bolsas en las manos de los guardias.
—¡Alto!
Un guardia se dirigía directamente a Remir y Sideris, quienes caminaban en dirección a la entrada de la Corona de Arân. Portaba una capa sobre su uniforme de guardia, necesaria para protegerse del constante movimiento de arena de la ciudad. Una lanza estaba en su mano, aunque Remir supo que llevaba una espada debajo de la capa.
—¡Alto! —repitió el guardia, ya cerca de los dos compañeros. Echó una mirada con el ceño fruncido a Sideris—. ¿Qué propósito os trae a la Corona de Arân?
—Venimos a ver al escribano de la ciudad.
—¿Al escribano? ¿Qué asuntos tratáis con él?
Remir cogió la cabeza del bandido de su cinto y la sostuvo enfrente del guardia. Este se apartó un poco.
—El bandido autoproclamado rey del desierto quiere tener unas palabras con él.
—Guarda eso —ordenó el guardia tras recomponerse. Miró a Sideris, y de nuevo a Remir—. No es buena idea que entréis en la ciudad. Estamos prohibiendo el paso a extranjeros con animales.
Remir frunció el ceño. Se ató la cabeza de nuevo al cinto, y luego señaló a todos las personas con animales que estaban entrando en la ciudad.
—Creo que estos extranjeros tienen animales y están entrando. Mira, por ahí entra un buen hombre con un buey.
—Esos animales sirven para el transporte de mercancías, tu chucho puede dar problemas.
—A mi «chucho» no le gusta que le llamen así. Es un lobo muy dócil, ¿verdad que sí?
Читать дальше