Alejandro Bermejo Jiménez - Las crónicas de Ediron

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En Ediron, la magia ha desaparecido. Sus razas, tras trágicos acontecimientos ocurridos hace más de medio siglo, se recluyeron y cerraron las puertas cortando los lazos que las unían, permitiendo a los humanos reclamar el vacío territorio. Ahora, una oscura amenaza se está gestando, poniendo en peligro cada uno de ellos.
El humano Remir, junto a su fiel amigo Sideris, viajan de ciudad en ciudad aceptando todo tipo de contratos con los que poder sobrevivir un día más. Con cada paso que da, Remir se aleja cada vez más de un doloroso pasado que intenta enterrar.
Pronto la rutina de Remir se verá interrumpida, pues una vorágine de acontecimientos los atrapará. Experimentarán de primera mano la oculta presencia que se cierne sobre Ediron, conocerán a diferentes razas y a seres únicos —como a la habilidosa elfa Elira—, desenmascararán secretos olvidados del pasado y el de las misteriosas Tres Hermanas, y se enfrentarán a peligros salidos de las mismísimas pesadillas.
Las acciones de Remir frente a cada obstáculo darán forma al futuro de Ediron, quedando escritas en sus crónicas para toda la eternidad.

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Sideris soltó un gran ladrido. El buey que estaba en la entrada arrastrando un carro se sobresaltó, obligando a su amo a mantenerlo a raya con una vara.

—Parece que el buey puede dar problemas también, y esos cuernos que tiene… —puntualizó Remir. Después miró al guardia, quien no le estaba dando la mejor de las miradas—. Solo queremos ver al escribano, darle la prueba de que el bandido está muerto, y cobrar la recompensa. Con esto, mi compañero y yo nos iremos de la ciudad hoy mismo. No tenemos intención de causar ningún altercado.

El buey de la entrada no estaba respondiendo bien a los constantes azotes de su amo. Varios guardias se unieron para calmar al animal. El guardia que estaba con Remir y Sideris se giró para controlar el altercado, y viendo que sus compañeros le llamaban, asintió a Remir, dándoles el permiso para poder entrar en la ciudad. Humano y lobo no se lo pensaron dos veces y atravesaron las puertas, dejando atrás al encabritado buey.

Se decía que la Corona de Arân cada vez era más y más pesada por la cantidad de personas que vivían en ella, y hacía que la cabeza del Gigante se hundiera más en la arena. Existía una gran superpoblación en la ciudad, que era más bien limitada. Las nuevas edificaciones se comían el espacio libre con más frecuencia, provocando que las calles secundarias se estrecharan, lo justo para que pasaran una o dos personas a la vez. Lo único ancho era la calle principal, por donde desfilaban arriba y abajo los mercaderes con sus carros.

Una gran muralla rodeaba las casas, lo cual las protegía del viento y de la arena que traía en cada ráfaga. Aun así, muchas viviendas tenían telas en los techos para minimizar la entrada de polvo y arena en sus hogares. Estas estaban construidas de una arcilla capaz de absorber el calor del día y expulsarlo por la noche, combatiendo de esta manera los cambios drásticos de temperatura del desierto de Arân. Este material hacía que adquirieran un color parecido al de la arena.

Remir dirigió la mirada hacia una de las calles estrechas para decidir qué recorrido escogían para llegar hasta el escribano. Parecía que no había ninguna pista que les indicara por donde ir. En la calle, una mujer había abierto la ventana de su casa y había sacado un cubo que contenía un material marrón y maloliente. Remir no hizo más que imaginarse el contenido del cubo que estaba siendo arrojado a la calle, junto a un hombre que estaba aliviándose en la pared. Otro hombre, no muy lejos de donde habían caído las heces del cubo, estaba a cuatro patas, expulsando un líquido blanco por la boca. Remir y Sideris decidieron no interrumpir el día de aquellas buenas personas y continuaron andando, viendo que la mayoría de la población se movía por allí. No tardaron en llegar a un lugar grande y espacioso, que Remir supuso era la plaza central.

En la plaza había congregada una multitud de personas que iba y venía por la misma calle que conectaba con la entrada principal de la ciudad. Había varias paradas que vendían diferente género, desde verdura, carne ya cortada, hasta armas y armaduras de todo tipo. Aun desde la distancia, Remir escuchaba los gritos de los vendedores, intentando hacerse notar respecto a su competencia.

—¡Estás en el medio, muchacho!

Una voz en la espalda de Remir le sobresaltó. Era el propietario del buey alterado. Remir se movió a un lado, y aprovechó la oportunidad para preguntar:

—Disculpa, ¿me podrías decir dónde puedo encontrar al escribano?

—¿Me ves con cara de letras, chaval? —sin esperar respuesta, escupió al suelo tras un breve ataque de tos—. Que no te engañen las gafas, son del buey. Pregunta en la taberna, al noreste desde la plaza.

El hombre siguió escupiendo según avanzaba entre la multitud. Siguiendo las instrucciones, Remir y Sideris se dirigieron al noreste desde la plaza. Por suerte, durante el trayecto por varias calles secundarias no encontraron ningún ciudadano expulsando desechos humanos y pronto se encontraron de frente con un edificio con un gran letrero gastado, con una jarra de cerveza dibujada, y rezaba El Piojo Ebrio. Remir y Sideris entraron.

La taberna estaba a oscuras, la luz del exterior apenas entraba por los sucios cristales de las ventanas. Si no fuera por las velas puestas en las mesas, la estancia estaría completamente a oscuras en pleno día. Los ojos de Remir tardaron un rato en acostumbrase a la penumbra. El antro estaba casi vacío, a excepción de dos hombres sentados en una mesa redonda, con sendas jarras de cerveza y discutiendo en voz alta. Los hombres mostraban signos de que esas cervezas no eran las primeras del día. Remir los dejó atrás y se dirigió a la barra, donde no había nadie. Mientras esperaba, prestó atención a la conversación de los dos hombres.

—Birtek asegura que los vio —comentaba uno de ellos.

—¿Birtek? —el segundo hombre buscaba algo en el interior de su nariz—. ¡Ese no sabe quién es hasta que se lo recuerdan! ¿Seguro que no los confundió con alguna de sus ovejas?

—¡No! Me lo contó él mismo: criaturas que no había visto antes, de baja estatura y piel verde.

—¡Solo le faltaba decir que tenían un solo ojo como él para describirse!

Los dos hombres rieron a la vez con sonoras carcajadas.

—Lo que vio seguramente fue esa maldita mosca que le entró en el ojo y no pudo sacarse con el tenedor —continuó el que estaba hurgando en la nariz. Movía los dedos de forma circular con el preciado tesoro.

—¡Su cara era de terror cuando me lo contaba!

—¡Esa es la cara que tiene desde que se casó con esa mujer!

Los dos hombres rieron de nuevo, con jarra en mano, salpicando por doquier. Ambos mostraban unas barrigas grandes y redondas.

—¿Qué va a ser? —preguntó una voz cerca de Remir. Este se giró; era el camarero.

—Información. Querría saber dónde…

—Tenemos cerveza —el camarero le cortó enseguida.

Remir se lo pensó un momento y pidió una cerveza. El tabernero cogió una jarra cercana y la llenó de un barril que tenía cerca. Le dio la jarra llena a Remir, y este dejó unas monedas al lado. El tabernero se quedó mirando a Remir mientras cogía la jarra y se la llevaba a sus labios. La nariz de Remir le advirtió que no tomara el brebaje; olía a cualquier otra cosa menos a cerveza.

—¿Dónde puedo encontrar al escribano de la ciudad? —fue directamente al grano, apartando la jarra de sus labios.

El tabernero tardó en responder. Se lo quedó mirando a un rato, y a veces miraba a la jarra que le acababa de servir.

—El escribano trabaja para el Regente local.

—Solo necesito saber dónde puedo encontrarlo. Mi amigo —Remir señaló la bolsa colgando de su costado— necesita tener unas palabras con él.

El tabernero arqueó un labio, expresando repugnancia. Remir podía ver el mecanismo de su mente que producía que los pensamientos trabajasen entre sus dos espesas cejas: se proponía evitar ayudar a Remir o hacer que se fuera lo antes posible de su taberna.

—Al oeste de la plaza. La casa grande y roja —contestó al fin.

—¡Tabernero, otra jarra de cerveza por aquí! —gritó uno de los borrachos.

Inmediatamente, el tabernero cogió la jarra de Remir y la llevó hasta la mesa de los hombres. El que la había pedido empezó a tragar sin descanso. Varias gotas le caían por los lados de la boca.

Remir y Sideris abandonaron el oscuro antro y volvieron en dirección a la plaza central. Esta albergaba más gente que antes; nuevas paradas habían aparecido, se escuchaban más gritos, y la multitud se movía constantemente. Incluso varias parejas de guardias vigilaban las transacciones que se llevaban a cabo. A veces intervenían, con algún que otro golpe de lanza, en las discusiones y disputas que se generaban.

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