Se encontraban en el lateral de un patio interior. En el centro había una fuente que echaba agua verticalmente, cayendo en un pequeño juego de niveles. Cuatro bancos de piedra se situaban en las esquinas del patio, y este estaba cubierto por una verde hierba. Los tres hombres rodearon el patio hasta entrar en otra puerta que condujo a un pasillo con grandes ventanales. Siguieron el pasillo hasta una puerta, donde se pararon.
—Voy a avisar —dijo uno de los guardias. Luego entró por la puerta.
—Has creado mucha curiosidad, ¡seguro que viene mucha gente! —comentó entusiasmado el guardia alto que se había quedado con Remir.
—Yo no he hecho nada, ¿cómo puedo convencer al Regente Local de mi inocencia?
—¡Oh! No vas a poder. Todos venimos a ver cómo te van a sentenciar —una sonrisa de felicidad cruzó el estirado rostro.
Remir tragó saliva. Esperaba poder razonar con el Regente Local.
La puerta no tardó en abrirse y Remir entró junto con el guardia. Habían entrado por un lateral de la sala, la cual era larga y de techos altos. Ya contenía una multitud de gente que se arremolinaban en la parte trasera y en los laterales, apartados del centro de la sala por gruesas columnas. Formaban una gran U, dejando en medio de la estancia una zona vacía donde había una única silla de madera, y el segundo de los guardias estaba junto a ella. Hizo unas señas a Remir para que se acercara.
—Siéntate —ordenó cuando el preso llegó a su lado.
Él obedeció, y al hacerlo, el guardia cogió las cadenas y las unió a un anclaje en el suelo, asegurándose que no se escaparía. Satisfecho, volvió a la puerta por la que habían entrado, junto a su compañero. Ambos se quedaron allí de pie.
El acusado tenía en frente tres podios: el más bajo, situado a la derecha de Remir, tenía otra silla. El podio estaba elevado medio metro y se accedía a él a través de unas pequeñas escaleras laterales. El podio de la izquierda de Remir estaba más elevado que el de la derecha; medía aproximadamente el doble que el otro. También contenía una silla, aunque más cómoda que la primera, y una pequeña mesa. Se accedía también por unas escaleras laterales. En el centro, elevándose entre los otros dos podios y uniéndolos, se encontraba un tercero. Remir solo podía ver la parte de arriba de una silla ornamentada, pues el tercer podio estaba rodeado de tres paredes, como si fuera una pequeña caja.
Remir oía cuchichear a la gente, y aunque no podía entender nada de lo que decía, era capaz de imaginárselo. El hombre miraba al podio más alto, pensando en cómo se accedería. Su pregunta tuvo una rápida respuesta: escuchó el sonido de una puerta trasera, invisible desde la posición de Remir, y un hombre apareció. Se sentó en la silla.
Desde la situación de la silla central de la sala solo se podía ver la cabeza del hombre sentado en el podio central. Era redondeada, con matices rosados en los visibles mofletes. Algo de pelo le cubría la parte de arriba de la cabeza. Un enorme mostacho, peinado hasta el último pelo, se sentaba sobre el grueso labio superior. Tenía pequeños ojos ayudados por unas gafas aún más pequeñas.
El hombre se puso a ordenar varios papeles, y tras carraspear, toda la gente de la sala hizo silencio. Empezó a hablar:
—Nos encontramos hoy aquí para juzgar al hombre que tengo enfrente. Se le acusa de la muerte de nuestro querido escribano.
—¡Yo no lo maté! —chilló Remir desde la silla. Las cadenas tintinearon con un ruido metálico.
El hombre del podio miró hacia los dos guardias de la puerta y asintió. El más delgado se quedó allí parado, pero el otro se dirigió hacia Remir. Al llegar junto a él, le propinó un puñetazo.
—¡Responderás cuando nuestro Regente te pregunte! —soltó el guardia. Después, se quedó al lado de Remir.
El Regente de la Corona de Arân volvió a carraspear. Se colocó bien las gafas y sostuvo unos papeles en alto para leer bien.
—Hace unos días, el escribano de nuestra ciudad faltó a una importante cita. Un pequeño fuego se creó en el Templo de la Liberación y era necesaria su experiencia para cuantificar los daños. Al no aparecer se alzó la alarma en la ciudad y al poco fue encontrado con una espada clavada en el pecho, en su casa. El individuo que tenemos hoy aquí se le vio arrodillado junto al cadáver, manchado de sangre y con las manos cerca del arma, muestras indudables de su culpabilidad. Le acompañaba un lobo, utilizado seguramente para la intimidación y el asesinato —el hombre clavó su penetrante mirada en él—. ¿Nombre?
—Remir —respondió entre dientes.
—¿Remir de dónde?
—De ningún lado; fui criado en un orfanato.
Un murmullo recorrió la sala. El Regente dio un pequeño bote en la silla, mientras anotaba algo en sus papeles y la sombra de una sonrisa se dibujaba en su cara.
—Veo que los padres ya sabían de la malévola naturaleza de su hijo —hizo una pequeña pausa. Remir empezó a hervir por dentro—. Y ahora me pregunto, ¿cuál será el justo castigo por el asesinato?
—¡No lo maté! —volvió a chillar Remir. Se ganó otro puñetazo.
El Regente Local suspiró. Entrelazó los dedos de ambas manos y se dirigió a Remir:
—Hace unos días, el hombre al que mataste faltó en informarme del estado de las arcas de la ciudad. Para asegurar el bienestar de mi ciudad, tuve que revisarlo yo mismo. Ese trabajo lo hacía el escribano. Hoy, me encuentro aquí tomando nota de este juicio, trabajo que también llevaba a cabo nuestro escribano. Era de los pocos que saben de letras y números en esta ciudad, un gran erudito. Somos una ciudad mercantil, y este trabajo no corresponde a un Regente Local. Con tu arrebato de ira has destripado a la pieza que hacía navegar a esta ciudad en aguas tranquilas. No pienso tolerar tus mentiras ante el pueblo de la Corona de Arân y los Observadores.
La gente de la sala soltó varios comentarios de aprobación. Remir veía que muchos le miraban con el ceño fruncido, con una mirada de odio.
—No son mentiras; yo no maté a vuestro escribano. Tu guardia me puede pegar cuanto quieras, pero no cambiará los hechos —se defendió.
Como esperaba, se llevó otro golpe, pero el Regente alzó la mano.
—Tenemos testigos que te señalan como el asesino. Entonces me pregunto: ¿me mienten ellos? ¿O me miente el hombre que estaba junto al cadáver? La respuesta es fácil. Nuestra ciudad goza de paz y nuestros calabozos están vacíos, pero tú has roto esta paz.
—La paz suena algo distinta en las celdas; me pareció oír gritos y azotes mientras disfrutaba de ella.
Un murmullo recorrió toda la sala.
—Ciertas personas necesitan un recordatorio de vez en cuando, y esta ciudad la regento yo —el hombre movió la mano, quitando importancia al asunto—. Si tú no has matado a nuestro escribano, ¿quién ha sido?
—No lo sé. Cuando llegué a su casa lo encontré en el suelo con la espada en el pecho.
—¿Y el motivo de tu visita?
—Soy cazarrecompensas; venía a cobrar la retribución de un trabajo. Traía como prueba la cabeza del líder de la banda de bandidos que operaban en el desierto.
El murmullo se incrementó en la sala, algunos parecían de asombro, otros de rechazo. Remir notaba todos sus ojos puestos en él.
—¿Te enfrentaste a esa banda tú solo? —preguntó incrédulo. El mostacho se movió mientras resoplaba—. Otra mentira. ¿Disponemos de la prueba que menciona el asesino?
El guardia situado junto a Remir dio un paso hacia el Regente Local.
—Entre sus pertenencias había una bolsa machada de sangre. La destruimos, pues claramente era comida para el lobo diabólico.
—Ahí lo tienes. Tus jugarretas no nos engañarán —sentenció el Regente. Remir se mordía el labio fuertemente.
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