Las crónicas
de ediron
Volumen I
Alejandro Bermejo Jiménez
© Las crónicas de Ediron. Volumen 1
© Alejandro Bermejo Jiménez
ISBN:
Editado por Tregolam (España)
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1ª edición: 2021
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A mis padres, por darme la vida.
A mi hermano, por ser la antítesis que necesito.
A mi amor, por enseñarme nuevos mundos.
1
El fuego crepitaba vivamente. Soltaba chispas y creaba sombras a su alrededor. Las pocas ramas que Remir y Sideris habían encontrado ese día habían sido suficientes para encender una hoguera que calentara una breve cena, así como para mantenerlos en calor cuando la oscuridad reclamó su reinado. La noche había aparecido con una luna oscura, indicando un nuevo comienzo en su ciclo lunar. En el desierto de Arân era necesario encender un fuego, pues, a diferencia de las horas diurnas, las noches eran muy frías.
Remir había acampado bajo la protección de una resquebrajada mano de piedra de los gigantes de Arân. La palma que emergía de la arena lo resguardaba del constante viento que seguía soplando esa noche en el desierto, imitando a una cueva. Un pulgar asomaba a la derecha de Remir, y el índice de la mano ascendía hacia el cielo hasta arquear poco a poco, junto a los demás dedos. De vez en cuando pequeñas cascadas de arenas se deslizaban entre los dedos, y algunos pedazos de roca caían de la mano, aunque, haciendo caso a los refranes populares, estas estructuras jamás se rompían a no ser que ellas lo decidieran.
Las enormes formaciones de roca que habitaban el desierto de Arân habían estado allí desde incluso antes de la llegada de humanos a las tierras de Ediron. Las crónicas cuentan que fueron los primeros habitantes. Brazos, piernas, manos… Cada monumento que se podía encontrar se asemejaba a una parte de la anatomía, aunque muchas veces eran trozos de piedra amorfos. Se decía que cuando una roca no tenía ninguna forma conocida, era porque estaba viajando hacia su nuevo destino para dotarse de alguna figura. Esto daba pie a múltiples historias y leyendas, sobre todo para cuentacuentos o bardos, aunque todos coincidían en que las estructuras de piedra eran restos de una de las primeras civilizaciones que anduvieron por esas tierras, y fue trágicamente erradicada: los gigantes.
Remir miró a su compañero. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos amarillos, mientras descansaba su cabeza sobre las patas delanteras. Sideris parecía tener una extraña conexión con el fuego; siempre mostraba cierto interés por él. Su peludo cuerpo, negro como la noche, tenía matices bermejos que se veían acentuados por la luz de las llamas. Sus orejas puntiagudas estaban siempre atentas a cualquier ruido inusual. Unos fuertes y afilados dientes se dejaron ver cuando bostezó. Los largos colmillos del gran lobo ejercían gran respecto a Remir.
—Anoche nos fue de poco —dijo Remir a nadie en particular mientras veía como la arena se escapaba entre sus dedos.
Sideris levantó la cabeza y miró al humano. Comprendiendo a qué se refería, se levantó y se situó al lado de Remir, dejando que este le acariciara el pelaje sin dejar de contemplarlo.
—Mañana llegaremos a la Corona de Arân y podremos cobrar la recompensa. Este trabajo nos permitirá darnos un descanso.
Remir palpó con su otra mano, ya libre de arena, los trozos de tela cosidos que formaban una bolsa improvisada, que tenía atada de la cintura. Era la prueba que indicaba el éxito de una misión, aunque estuvo a punto de no serlo. La bolsa emitía un olor fuerte a podredumbre, y una sangre ya seca manchaba la superficie.
La inusual pareja se dedicaba a ir por pueblos, ciudades o asentamientos, o cualquier otro lugar que dispusiera de trabajos dedicados a deshacerse de bestias o bandidos. Cazadores de recompensas, les llamaban. Esto permitía a Remir trabajar con su mejor herramienta, pues el oficio de la espada era el único que conocía.
Llevaban días recorriendo el arenoso paraje en busca del líder de unos bandidos que se dedicaba a saquear los asentamientos cercanos y atacar las rutas comerciales del desierto. El contrato ofrecía una gran recompensa por su cabeza. Un viento incesante azotaba día y noche el desierto, haciendo casi imposible rastrear cualquier huella que pudiera haber en la arena; este hecho dificultaba mucho la búsqueda.
Pero al fin encontraron a los bandidos, en la noche del segundo día, en un valle entre dos grandes dunas que los ocultaban. Un gigantesco pie residía allí, y entre los únicos dos dedos que tenía había un pequeño trono hecho de piedras. Remir supuso que el hombre sentado en el montón de pedruscos era el líder; pensando que nadie en su sano juicio se construiría un trono a sí mismo con piedras del desierto a no ser que necesitara aparentar autoridad. Un gran fuego iluminaba la parte baja del pie, arrojando grandes cantidades de humo al estrellado cielo. El olor de este humo había advertido a Sideris, quien se lanzó corriendo en su dirección mientras Remir le seguía con visible esfuerzo.
La información que tenía Remir sobre este encargo resultó ser errónea cuando, tras subir a lo alto de una de las dunas, humano y lobo miraron hacia abajo. Corrían noticias que el líder de la banda había enviado a la mayoría de su séquito a explorar unas ruinas en busca de tesoros ocultos por el desierto y, por tanto, estaría menos protegido. Era la oportunidad perfecta para atacar. Pero lo que Remir vio fue al menos una docena de bandidos, entre los cuales estaba su líder.
Remir retrocedió con Sideris, se agazaparon en la arena e intercambiaron miradas de desconcierto, repensando el plan de ataque. El hombre sabía que debían acabar el trabajo cuanto antes, pues estaban escasos de provisiones y necesitaban el dinero de la recompensa para seguir moviéndose.
—De acuerdo, compañero. Hemos de llevarnos su cabeza esta noche, por lo que tenemos que ser rápidos y eficaces —apuntó Remir, mirando a Sideris. Su peludo compañero abrió la boca. Algunas gotas de saliva cayeron en la arena. Un brillo apareció en sus ojos, señal que estaba ansioso de un buen combate.
Remir volvió a asomar la cabeza por la duna para observar el campamento. La única idea que se le ocurría era intentar atraer el número máximo de bandidos posible, y dejar los mínimos a su líder. Tenía la corazonada de que no se movería de su trono. Entonces, Sideris podría utilizar las sombras de la noche para acercarse a él y acabar con su vida.
Explicó el plan al lobo, y este, tras soltar un pequeño gruñido expresando entendimiento, bajó la duna y la rodeó, dirigiéndose al campamento. Remir esperó, oteando el campamento. La poca luz de la luna, combinada con la del mar de estrellas que el cielo mostraba esa noche, perfilaba el valle donde se encontraban los bandidos. El fuego proyectaba sombras de todos los componentes de la banda, creando y mezclando figuras sin sentido. El valle estaba lo suficientemente resguardado como para que el viento no apagara el fuego, aunque este no paraba de danzar con violencia, soltando chispas por doquier de forma constante.
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