1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 Humano y lobo rodearon la muchedumbre y cogieron una calle segundaria, hacia el este, según las indicaciones del tabernero. Se encontraron rápidamente con callejones sin salida, o tan estrechas que no podían pasar. En una ocasión, Remir pisó algo que no quiso saber qué era. Varias calles los llevaban en la dirección contraria para tomar otra que los llevaba en la correcta.
Después de sortear el laberinto, Remir y Sideris vieron una casa de dos pisos, de tonalidad roja, al final de la calle de donde estaban. Se dirigieron hacia allí. Había un letrero con un dibujo de una pluma de escritura. El humano suspiró, aliviado de haber encontrado su objetivo.
Remir golpeó suavemente la puerta con el puño. No obtuvo respuesta. Un sonido de campanas sonó en algún lugar de la ciudad. Volvió a llamar, pero esta vez golpeó con algo más de fuerza. En el segundo impacto, la puerta se abrió un poco tras un crujido. El sonido de las campanas seguía sonando. Remir miró a Sideris, y empujó la puerta para abrirla.
—¿Hola? —saludó Remir al entrar en la casa.
El recibidor de la vivienda contenía una gran moqueta que se extendía y luego se dividía a izquierda y derecha, hacia otras habitaciones. La moqueta amortiguaba los cautelosos pasos de los recién llegados. Había un banco de madera con varias almohadas, y en la pared de enfrente, un pequeño aparador con papeles desordenados. Remir pudo ver un armario con vitrina que contenía muchos libros, de gran tamaño y cuidadosamente mantenidos.
Remir siguió inspeccionando la estancia, atento a cualquier movimiento.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó de nuevo, pero solo el silencio le contestó.
«Quizá deba esperar a que regrese», pensó a la vez que se acercaba al banco para sentarse. Pero justo antes de hacerlo, un objeto le llamó la atención: un recipiente de tinta estaba tirado en la moqueta, cerca de la puerta de la izquierda, tiñéndolo todo de negro.
El cazarrecompensas se acercó a la estancia y entró, intrigado por el pequeño charco de tinta. Un gran escritorio inundado de papeles, libros y otros documentos ocupaba la habitación, pero Remir se concentró en otra cosa: en el cuerpo sin vida, tirado boca a arriba con una espada clavada en el pecho, que yacía en la misma moqueta que llegaba del recibidor. La sangre había coloreado todo alrededor del cadáver del mismo color que el exterior de la casa.
—Oh, no, ¡no! —asustado, Remir se acercó al cuerpo. Las campanas seguían sonando.
Pudo deducir con facilidad que el cadáver pertenecía al escribano. Lo identificó porque en una de las manos había una pluma y un portapapeles, que seguramente contenía el frasco de tinta que había visto antes. Rápidamente, Remir salvó una gran montaña de cenizas, apartó un pedestal donde los libros de la víctima habrían reposado, y se arrodilló ante el escribano e inspeccionó el cuerpo: la espada le había atravesado el esternón y se mantenía fija dentro del cuerpo. El arma también estaba manchada de sangre, pero eso no pudo ocultar algo que a Remir le asustó aún más: la misma marca que había encontrado en las armas de los goblins, en el desierto, se encontraba allí.
¡BUM!
Remir se puso de pie de golpe. Tenía las manos y las rodillas manchadas de sangre. Sideris ladraba. Las campanas seguían sonando en la ciudad.
—¡ASESINO! ¡ALTO!
Varios guardias habían entrado en el despacho del escribano con las espadas desenvainadas.
—¡No! ¡No lo he atacado yo! —intentó aclarar Remir. Los guardias estaban muy cerca de él, gritando y salpicando más la estancia de sangre con sus pisadas. Sideris seguía ladrando, soltando alguna mordedura al aire—. ¡No Sideris, tranquilo!
Un fuerte golpe en la mandíbula lanzó a Remir contra la pared. Apoyó las manos en ella, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Se giró y vio a dos guardias que le cogían de la pechera y lo arrastraban fuera de la estancia. Remir estaba desorientado por el golpe, pero puso pies en firme e intentó resistirse.
—¡Sideris, déjalo, corre!
El lobo se defendía de los guardias que le atacaban con las espadas. Lo estaban acorralando contra la pared cuando otro guardia apareció. Lanzó una red sobre Sideris que lo atrapó rápidamente. El guardia empezó a arrastrarlo. El lobo cayó de lado mientras el guardia se lo llevaba; pataleaba y lanzaba dentadas sin parar, pero la red solo hacía más que enredarse en el cuerpo del animal.
—¡NO! ¡SIDERIS!
Remir sentía una inusual rabia en su interior. Un fuego impulsado por el cautiverio y el maltrato a su compañero. Intentó usar esta renovada fuerza forcejándose con los guardias que lo retenían. Solo quería salvar a su compañero e irse de esta sucia ciudad. En un descuido de uno de sus captores, logró zafarse con un codazo dirigido a las tripas. Pero de poco le sirvió, en cuanto dio un paso, un par más de manos le agarraron del cuello de la ropa y lo inmovilizaron, mientras veía como los demás guardias seguían arrastrando a su compañero, que desapareció al girar una esquina. Remir no pudo dar ni un paso más cuando todo se volvió negro.
6
Un dolor lacerante en la parte trasera del cráneo fue lo primero que sintió al despertarse. Se acarició esa zona con un par de dedos, y aparte del escozor de la herida, Remir pudo palpar la humedad de la sangre.
Poco a poco intentó abrir los ojos. Cualquier movimiento le suponía un esfuerzo colosal. Con gran fuerza de voluntad sus párpados empezaron a abrirse, y una tenue luz, proveniente de una antorcha, empezó a dibujar su entorno. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la falta de iluminación.
Se encontraba tendido en el frío y húmedo suelo de una celda. Anchos y oxidados barrotes le rodeaban a excepción de una pared de piedra. La celda carecía de ventanas y había varias más, vacías y de las mismas características, cerca de la de Remir. Una grotesca risa hizo que se girara, con esfuerzo, para ver de dónde procedía.
—¡Ja! Y otra paga que te quito.
Un fuerte golpe sonó en la mesa donde había dos guardias sentados.
—¡No puede ser! ¡Tira de nuevo!
—¿Me acusas de hacer trampas? ¡Deberías dejar de apostar a que me vas a ganar! ¿Qué te pasa? No me digas que vas a empezar a llorar.
—No, ahora no. Mira.
Remir, tras identificar que se habían percatado de su presencia, se incorporó de golpe, aunque no llegó más lejos de sentarse con la espalda apoyada en el muro de piedra. El dolor de cabeza le impedía coordinar sus movimientos. Enfrente de él había dos guardias con armadura, sentados en una pequeña mesa a la luz de una antorcha. Parecía que se distraían con un juego de dados. Uno de los guardias era alto y delgado, con las extremidades más largas de lo normal, como si lo hubieran estirado. El otro también era de estatura alta, aunque una barriga le rodeaba el torso. En una mano tenía un hueso al que le quedaba poca carne. Ambos se incorporaron y se dirigieron hacia la puerta de Remir. Se quedaron mirando al prisionero, hasta que Remir habló con una voz ronca que casi no reconoció:
—¿Dónde está Sideris?
—¿Sideris? Ah, ¿tu chucho? —preguntó el guardia con el hueso de carne. Mientras masticaba, lo movía a la vez que las palabras salían de su boca cubierta por una barba con lagunas de pelo.
El guardia alto miró al otro y este le hizo un gesto con la cabeza. Le murmuró algo y se dirigió a una puerta cercana, por la que desapareció. El hueso, apenas ya sin carne, apuntaba ahora hacia Remir.
—El lobo está bien acompañado —se limitó a decir el guardia. Le dio otro bocado a un trozo de carne.
—¿Bien acompañado? ¡Donde lo tenéis!
—Muy cerca de ti —contestó enigmáticamente, y se rio.
Remir empezaba a notar cómo la sangre fluía por su cuerpo. Quería levantarse y arrancarle los pocos pelos faciales que le quedaban, pero por alguna razón se encontraba muy débil. En cada movimiento, un calambre le recorría desde la herida de la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?
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