Sindicatos y política en México:
cambios, continuidades
y contradicciones
Graciela Bensusán y Kevin J. Middlebrook
Traducción de Lucrecia Orensanz
con la revisión técnica de los autores
Índice general
Portada
Introducción
Capítulo uno. Relaciones entre el Estado y el sindicalismo en México: los legados del régimen autoritario
Capítulo dos. Los sindicatos bajo presión: los efectos de la reestructuración económica y la democratización política
Capítulo tres. Los límites de la democratización: políticas laborales durante las administraciones de Fox y Calderón
Capítulo cuatro. Los cambios en los recursos del poder y la defensa internacional de los derechos laborales en México
Conclusiones
Referencias
Acerca de los autores
Lista de cuadros
Siglas y acrónimos
Agradecimientos
Créditos
Introducción
Los sindicatos fueron uno de los pilares del régimen autoritario posrevolucionario que prevaleció en México desde la década de 1920 hasta finales de la de 1990. Sin embargo, las reformas emprendidas a mediados de la década de 1980 para liberalizar el mercado socavaron las bases económicas de la alianza entre el movimiento obrero organizado y la élite política gobernante. [1]La reestructuración económica en los sectores público y privado redujo drásticamente la influencia de los sindicatos para negociar salarios, prestaciones y condiciones laborales. En consecuencia, disminuyeron de manera notable tanto la parte sindicalizada de la población económicamente activa (PEA) como los ingresos de los trabajadores. A medida que perdían apoyo los sindicatos tradicionales aliados con el gobierno, se fue fragmentando la organización que los agrupaba, el Congreso del Trabajo (CT). El surgimiento de sindicatos más independientes aumentó el pluralismo político en el movimiento obrero y luego, desde mediados de la década de 1990, la consolidación de la competencia electoral multipartidista amplió las opciones de los trabajadores individuales en las urnas. Sin embargo, la mayoría de los sindicatos siguió al mando de dirigentes cuyo carácter de intocables estaba asegurado por las disposiciones (y la falta de otras) de una legislación laboral que lograban inhibir o, en su caso, bloquear los esfuerzos de las bases por hacerlos rendir cuentas. Este mismo régimen jurídico otorgó a los funcionarios del gobierno controles extensivos tanto sobre la formación de los sindicatos como sobre sus acciones —incluidas las huelgas—, con lo que el gobierno obtuvo una capacidad significativa de prevenir y mediar en los conflictos redistributivos. [2]En esencia, la combinación de sindicatos debilitados, dirigentes sindicales intocables, empleadores resistentes a aceptar una auténtica bilateralidad en las relaciones laborales y fuertes controles estatales limitó las posibilidades de que los trabajadores defendieran sus intereses.
No es de sorprender que la reestructuración económica de largo alcance instrumentada en México haya afectado de manera adversa al movimiento sindical; en muchos países, procesos paralelos de reformas liberalizadoras del mercado han tenido efectos similares para los trabajadores sindicalizados. [3]Tampoco resulta asombroso que los sindicatos tuvieran escasa influencia en los términos o en los efectos de la liberalización económica. Las características definitorias del contexto político en el que se dio la apertura económica durante la década de 1980 y principios de la siguiente —una división de la autoridad constitucional que otorgó al ejecutivo federal considerable flexibilidad para definir (y redefinir) las políticas económicas nacionales, la continuidad del dominio electoral y legislativo del Partido Revolucionario Institucional (PRI, el partido “oficial” subsidiado por el Estado) y la capacidad de la élite gobernante de limitar las demandas masivas mediante una combinación de controles jurídicos y una red amplia de alianzas Estado-sociedad que se remontan a las décadas de 1920 y 1930— redujeron enormemente la capacidad de los grupos populares para influir en los debates sobre políticas nacionales y definir una estrategia económica más incluyente. [4]
A cambio de apoyar los heterodoxos “pactos de estabilización” macroeconómica que el gobierno adoptó para enfrentar los efectos devastadores de la crisis de deuda posterior a 1982, la dirigencia del movimiento laboral “oficial” subsidiado por el Estado obtuvo ciertas concesiones en las políticas públicas que otorgaron protección marginal a sus propios miembros. Es más, los asalariados en general se beneficiaron, como el resto de la población, de que los diseñadores de las políticas económicas lograran controlar la inflación después de finales de la década de 1980. En algunos casos, los sindicatos de sectores estratégicos —las telecomunicaciones, por ejemplo— también negociaron términos comparativamente favorables para la privatización de empresas estatales. Sin embargo, en general, la reestructuración económica representó un costo enorme para los trabajadores en términos de reducción salarial, recortes en las prestaciones otorgadas por las empresas, menores oportunidades de empleo en el sector formal y una disminución brusca de la influencia sindical en los centros de trabajo. Estos resultados eran bastante predecibles, dada la combinación de fuertes controles administrativos del Estado sobre las huelgas y otras formas de protesta laboral, la durabilidad de la alianza histórica entre el PRI y las organizaciones obreras más importantes del país, la restringida capacidad de movilización de muchos sindicatos, su esquema tradicional de negociación desde finales de la década de 1940, y la debilidad generalizada de las estructuras de representación en los centros de trabajo, que de otro modo hubieran permitido a los trabajadores sindicalizados exigir cuentas a sus dirigentes. [5]
Sin embargo, el caso mexicano es más desconcertante —y por lo tanto, de particular interés para el estudio comparativo del sindicalismo y la política— en dos sentidos importantes: la respuesta del movimiento obrero organizado a la democratización del régimen y los efectos de la democratización política sobre las relaciones entre el Estado y los sindicatos. En contraste con algunas predicciones (Valenzuela, 1989: 463), el triunfo del centroderechista Partido Acción Nacional (PAN) sobre el PRI (aliado tradicional del movimiento obrero), en las elecciones presidenciales de 2000, no produjo ni intensas acciones de huelga ni prolongados conflictos políticos. Quizás fue razonable anticipar una respuesta distinta a la alternancia partidista en el poder a nivel nacional, porque la dirigencia del movimiento obrero “oficial” se había resistido enérgicamente a la apertura política del régimen desde mediados de la década de 1970. [6]La posición de los sindicatos, en general debilitada, puede haber limitado en cierta medida su capacidad efectiva para desafiar al gobierno panista entrante. No obstante, la administración del nuevo presidente Vicente Fox Quesada (2000-2006) consideró que era una auténtica amenaza la posible paralización laboral a manos de los sindicatos afiliados al PRI.
Sin duda, la decisión de la administración foxista de adoptar una actitud conciliatoria hacia los sindicatos aliados con el PRI ayudó a evitar choques políticos más fuertes. Sin embargo, el factor decisivo que subyació a los cálculos de los dirigentes sindicales y los miembros del nuevo gobierno por igual fue el régimen establecido de relaciones entre el Estado y el sindicalismo, es decir, el conjunto de disposiciones jurídicas, precedentes judiciales, y prácticas y procedimientos informales que gobernaban las interacciones entre el Estado y los sindicatos, incluidos los que determinaban la formación, acciones y vida interna de las organizaciones obreras.
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