Graciela Bensusán - Sindicatos y política en México - cambios, continuidades y contradicciones

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Un magnífico libro inscrito en los debates sobre el papel de los sindicatos en la democratización política que contribuye a una mejor comprensión del tema en América Latina. Esta obra analiza los cambios, continuidades y contradicciones del sindicalismo mexicano, su peso político, cómo lo han impactado las reformas económicas y de política laboral. Además se examinan sus alianzas con sus contrapartes de Canadá y Estados Unidos, y cómo la falta de una rendición de cuentas y los controles del gobierno lo han ido debilitando a lo largo de su historia.

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Cualquier intento de confrontación por parte del movimiento obrero hubiera enfrentado obstáculos en los controles jurídicos que, sumados al monopolio estatal sobre el uso de la fuerza, los funcionarios del gobierno pueden desplegar en el reconocimiento de los sindicatos y sus directivas y en los conflictos por la titularidad de los contratos colectivos, las huelgas y otras formas de movilización obrera. Al mismo tiempo, un conflicto serio con el gobierno panista hubiera amenazado los diversos apoyos jurídicos y administrativos que sostienen a los dirigentes históricos de muchos sindicatos al inhibir la acción independiente. En pocas palabras, el pragmatismo político que caracterizó las acciones tanto del movimiento obrero como de la administración de Fox durante la transición democrática de México en 2000 se apoyó en el régimen de relaciones entre el Estado y los sindicatos, forjado en las décadas posteriores a la Revolución mexicana y cuestionado por el PAN desde su fundación.

Al subrayar la importancia del régimen establecido de relaciones laborales como explicación de la respuesta sindical al cambio político en México después de 2000, entramos en el debate más amplio que se ha dado en la política comparada sobre el papel de los movimientos obreros en la democratización. Levitsky y Mainwaring (2006) han demostrado que las posturas que adoptaron los movimientos sindicales hacia la democracia en América Latina durante el siglo XX fueron mucho más variadas de lo que han sugerido los estudios previos. [7]A partir del análisis comparativo de nueve países latinoamericanos —Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, Nicaragua, Perú y Venezuela— durante el periodo de 1945-2000, concluyeron que si bien muchos movimientos obreros contribuyeron de manera importante a las luchas por establecer la democracia política, en varios casos apoyaron los desafíos extraconstitucionales que los gobiernos electos tenían, o bien pusieron en marcha estrategias maximalistas que generaron una competencia desleal ante los regímenes democráticos. Levitsky y Mainwaring subrayaron especialmente la importancia histórica de casos en los que los movimientos sindicales apoyaron vigorosamente regímenes autoritarios incluyentes, como los de Argentina (1946-1955), Nicaragua (1979-1990), Perú (1969-1977) y, por supuesto, México.

En su intento por explicar la variación en el apoyo de los trabajadores a la democracia, Levitsky y Mainwaring sostuvieron (2006: 21) que la orientación política de los movimientos obreros latinoamericanos durante el siglo XX dependió principalmente de dos factores: el carácter de sus alianzas con los partidos políticos —y el hecho de que los aliados partidistas de las organizaciones obreras apoyaran firmemente la democracia o más bien adoptaran posturas instrumentales respecto al régimen democrático o autoritario— y las alternativas al régimen democrático percibidas por dichas organizaciones. Ciertamente, éstas son consideraciones importantes. Sin embargo, partiendo sólo de estos elementos, se hubiera predicho que el grueso del movimiento obrero mexicano —tradicionalmente aliado con el PRI y enfrentado al nuevo gobierno del PAN, con fuertes vínculos históricos con el sector privado— se habría movilizado en contra de la administración foxista. [8]Así, definitivamente en el caso mexicano y quizás también en el de otras transiciones democráticas a partir de regímenes autoritarios incluyentes, privilegiar los vínculos entre los sindicatos y los partidos políticos llevó a Levitsky y Mainwaring a pasar por alto el régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo como una importante variable adicional en la conformación de la postura obrera ante la democratización.

Subrayamos que el foco de la discusión es el régimen de relaciones laborales (y no simplemente ciertas políticas públicas relacionadas con estas cuestiones, como salarios o prestaciones sociales). Levitsky y Mainwaring observaron que los regímenes autoritarios incluyentes suelen ofrecer a los movimientos sindicales una amplia variedad de beneficios materiales, organizativos, políticos y simbólicos, y que los movimientos obreros —y en particular sus líderes, que pueden gozar de una importante flexibilidad para definir las posturas que adoptan los sindicatos hacia la democratización— suelen ver con bastante escepticismo, cuando no con franca hostilidad, la posibilidad de que el cambio de régimen amenace estas ventajas. Sin embargo, al subrayar que un gobierno democrático recién instalado podría adoptar políticas menos favorables hacia los trabajadores, Levitsky y Mainwaring implicaron que la democratización puede amenazar los beneficios acumulados del movimiento obrero más inmediatamente de lo que podría ocurrir en realidad. Si muchas de las prerrogativas de las que disfruta el movimiento sindical están profundamente institucionalizadas, incluso a un gobierno democrático archiconservador puede resultarle difícil instrumentar reformas radicales de manera inmediata. [9]En estas circunstancias —y más aún cuando el statu quo en el mundo sindical depende de la manera en que el gobierno utilice la discrecionalidad de que dispone para incidir en el proceso organizativo y reivindicativo—, la respuesta inicial del movimiento obrero a la democratización puede ser mucho menos desafiante de lo que sugieren Levitsky y Mainwaring. [10]

El segundo aspecto desconcertante de la problemática laboral y la democratización en el México actual es que la intensa competencia electoral pluripartidista y la alternancia de los partidos en el poder, en los niveles tanto federal como estatal, no hayan generado una transformación más significativa del régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo. Después de todo, en un entorno nacional más plenamente democrático caracterizado por niveles mucho menores de represión política y por una reducción sustancial en los poderes presidenciales, las organizaciones de trabajadores tienen, en principio, mayores oportunidades de exigir el retiro de los controles legales sobre la sindicalización y las huelgas, así como de responsabilizar a los funcionarios públicos del uso que hacen de la legislación laboral. Sin embargo, pese a algunos logros importantes —sobre todo vía fallos judiciales que han frenado acciones del gobierno especialmente controvertidas hacia sindicatos particulares, desafiado los controles establecidos sobre la libertad de asociación, y fortalecido, hasta cierto punto, los mecanismos para una participación más activa de las bases en los asuntos sindicales internos—, los cambios generales en el régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo han sido sorprendentemente modestos.

Este resultado llamativo —y, para quienes han promovido la reforma del régimen de relaciones laborales como una pieza clave de una democratización política y social más amplia, decepcionante— refleja una combinación de factores. Hasta los debates sobre las iniciativas de reforma a la legislación laboral realizados en marzo-abril de 2011 y en septiembre-noviembre de 2012, ninguno de los principales partidos representados en el Congreso había considerado como prioridad la reforma a la Ley Federal del Trabajo (LFT). Esta postura puede haber reflejado, en parte, la menor importancia electoral de la población sindicalizada y la debilidad comparativa —aunada a las confrontaciones políticas entre sí— de los sindicatos y aliados partidistas más comprometidos con democratizar aspectos clave de las relaciones entre el Estado y el sindicalismo. Al mismo tiempo, las organizaciones obreras de la vieja guardia han montado una defensa obstinada de sus prerrogativas legales e institucionales, lo cual ha elevado los costos políticos de realizar reformas legales progresistas (es decir, orientadas a ofrecer una mejor protección a los trabajadores en las nuevas circunstancias del país, democratizar el mundo sindical y poner un coto a la injerencia estatal y de los empleadores en los procesos organizativo y reivindicativo). Igualmente importante, sin embargo, es que actores en todo el espectro partidista han encontrado una ventaja política en conservar los controles institucionales sobre la participación de los trabajadores, controles incorporados al régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo.

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