Graciela Bensusán - Sindicatos y política en México - cambios, continuidades y contradicciones

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Un magnífico libro inscrito en los debates sobre el papel de los sindicatos en la democratización política que contribuye a una mejor comprensión del tema en América Latina. Esta obra analiza los cambios, continuidades y contradicciones del sindicalismo mexicano, su peso político, cómo lo han impactado las reformas económicas y de política laboral. Además se examinan sus alianzas con sus contrapartes de Canadá y Estados Unidos, y cómo la falta de una rendición de cuentas y los controles del gobierno lo han ido debilitando a lo largo de su historia.

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La adopción del artículo 123, que entró en vigor el 1 de mayo de 1917, simbolizó la creciente importancia política del movimiento obrero. [3]Dicho artículo estableció las bases jurídicas para el posterior régimen posrevolucionario de relaciones entre el Estado y el sindicalismo y representó un punto de inflexión en el alcance de la legislación laboral y en la función de las instancias de la administración pública responsables de los asuntos laborales. En este sentido, fueron logros particularmente importantes el reconocimiento legal de los sindicatos como agentes negociadores en cada centro de trabajo y la protección constitucional del derecho a huelga. [4]Sin embargo, aunque el artículo 123 elevó las reformas sociales al nivel de garantías constitucionales, el Congreso Constituyente rechazó la propuesta de una jurisdicción federal exclusiva sobre los asuntos laborales. La creación de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA) en 1927 sometió las industrias de importancia estratégica al control federal directo, y una enmienda constitucional aprobada en 1929 otorgó al Congreso federal la autoridad exclusiva para legislar en materia laboral. No obstante, la LFT adoptada finalmente en 1931 (y revisada en 1970, en 1980 y en 2012) conservó la distinción entre las jurisdicciones (federal y estatales) para la resolución de conflictos entre trabajadores y empleadores y para la administración general de las cuestiones laborales. [5]

Aunque las autoridades políticas de los estados se opusieron sistemáticamente a los intentos de ampliar la jurisdicción del gobierno federal en materia laboral, la mayoría de las organizaciones obreras apoyaba el proceso porque consideraban que la participación del gobierno federal era determinante para poner en marcha las reglas constitucionales en una época en que su propia debilidad para negociar en los centros de trabajo ponía en duda el ejercicio de los nuevos derechos sociales. [6]El apoyo obrero al activismo estatal fue, sin embargo, selectivo. En muchos casos, las organizaciones obreras buscaron intervenciones públicas para forzar a los patrones a reconocer los sindicatos, negociar contratos colectivos, aumentar salarios y mejorar las condiciones laborales, pero se opusieron a la regulación estatal sobre formación de sindicatos, actividades sindicales internas y huelgas.

En la LFT de 1931 y en las reformas legislativas subsiguientes, el movimiento obrero consiguió una serie de disposiciones favorables a los sindicatos, entre ellas: el requisito de que las empresas firmaran contratos colectivos de trabajo cuando así lo solicitara un sindicato reconocido oficialmente (sin tener que acreditar previamente una mayoría); las disposiciones que permiten las negociaciones colectivas en sectores industriales completos (los contratos ley); la garantía del derecho a huelga de manera indefinida (no hay arbitraje obligatorio); la prohibición de contratar trabajadores sustitutos mientras está en marcha una huelga legalmente reconocida; y la estipulación de que los patrones deduzcan automáticamente las cuotas sindicales de los salarios y las entreguen a las autoridades sindicales. La inclusión de representantes sindicales en las juntas tripartitas de conciliación y arbitraje (formadas por representantes obreros, empresariales y gubernamentales), prevista en el artículo 123 constitucional y reglamentada en la LFT, también fortaleció a los sindicatos. Además, los trabajadores consiguieron que se aprobaran disposiciones jurídicas para reconocer a un sólo sindicato titular del contrato colectivo en cada centro de trabajo (salvo en el caso de los sindicatos gremiales, donde pueden negociar conjuntamente los mayoritarios en cada gremio) y las cláusulas de consolidación sindical (llamadas cláusulas de exclusión de ingreso y por separación), con lo cual se generó la afiliación sindical obligatoria sin necesidad de convencer a los trabajadores de las ventajas de pertenecer o no a una determinada organización sindical. [7]También se incluyeron disposiciones jurídicas que concentraban el poder en manos de los dirigentes sindicales y obstruían los esfuerzos de las bases por exigirles cuentas.

No obstante, dada la débil presencia de los asalariados en el mercado de trabajo y las limitadas capacidades de negociación de muchas organizaciones laborales, el movimiento sindical no era lo suficientemente fuerte como para expandirse por sí mismo ni imponerse en algunos de los debates clave realizados durante las décadas de 1920 y 1930, respecto del nivel adecuado de intervención estatal en materia laboral. Como consecuencia, se vio obligado a aceptar controles administrativos sobre varias formas de participación obrera. [8]Por ejemplo, aunque un grupo de al menos veinte trabajadores tiene derecho a formar un sindicato sin autorización previa, ese sindicato no puede negociar un contrato colectivo con un patrón ni emprender otras actividades —como las huelgas— hasta que quede registrado oficialmente, ya sea ante una junta estatal de conciliación y arbitraje o bien —en el caso de los sindicatos que operan en actividades económicas de jurisdicción federal— ante el Registro de Asociaciones de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS). En principio, los procedimientos de registro son bastante directos, pero en la práctica están sujetos a enormes demoras administrativas, arbitrariedades y a mecanismos de influencia política. Y los sindicatos que no cumplan con varios requerimientos legales pueden perder su registro. Del mismo modo, se requiere que los sindicatos informen de los cambios en su dirigencia y miembros durante periodos específicos, y los funcionarios sindicales no están facultados para actuar hasta que su elección sea reconocida por las autoridades laborales estatales (Juntas Locales de Conciliación y Arbitraje) o federales (Secretaría del Trabajo y Previsión Social). En México no hay un arbitraje obligatorio de los conflictos entre los trabajadores y los patrones, pero la LFT y otras reglamentaciones imponen varias restricciones importantes a las huelgas. [9]Una vez establecidos, los controles gubernamentales de este tipo resultaron muy difíciles de eliminar, entre otras razones porque permitieron inhibir —más que resolver— los conflictos redistributivos.

Muchos de los precedentes más importantes de estas restricciones jurídicas se establecieron en realidad durante la década de 1920, cuando la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) gozaba de una posición sumamente favorable por su alianza cercana con los líderes políticos y militares posrevolucionarios. Fundada en 1918, la CROM emergió de la lucha revolucionaria como la organización obrera más grande del país y durante la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928) llegó a controlar parte del aparato del Estado cuando su líder, Luis N. Morones, fue nombrado secretario de Industria, Comercio y Trabajo. [10]A cambio de imponer la estabilidad en las relaciones entre los trabajadores y la patronal —lo que los dirigentes de la CROM en esos tiempos describieron como “una amnistía en la lucha de clases”— y de restringir las huelgas en las actividades económicas que dominaba, la CROM obtuvo amplia flexibilidad para crear varios mecanismos institucionales que le permitieron aumentar su número de afiliados, confrontar a la patronal y derrotar a sus rivales en el movimiento obrero.

Algunas de estas prácticas otorgaron poderes coercitivos significativos a las organizaciones obreras. De particular importancia fueron la ya mencionada inclusión de las cláusulas de exclusión en los contratos, que volvían obligatoria la afiliación a un sindicato (contraviniendo la libertad sindical garantizada por el artículo 123), y la autoridad de los líderes sindicales para buscar el apoyo gubernamental para ejercer una huelga indefinida (vinculante para todos los empleados de cada centro de trabajo) sin consulta previa entre las bases ni disposición alguna para el arbitraje obligatorio de la disputa. De hecho, ampliaron los derechos colectivos de los sindicatos a expensas de las libertades individuales de los trabajadores. Estas reglas fueron profundamente criticadas por las organizaciones obreras rivales de la CROM —y por la propia CROM cuando ya no estuvo en el gobierno, con el argumento de que debilitaban la responsabilidad de la dirigencia y la democracia del sindicato, facilitaban la creación de “sindicatos fantasmas” y alentaban la complicidad entre funcionarios, empresarios y dirigentes sindicales corruptos. [11]Aun así, estos arreglos y prácticas se institucionalizaron en la Ley Federal del Trabajo de 1931 y se legitimaron en los privilegios que fueron obteniendo los sindicatos gracias a sus conexiones políticas.

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