—Uf, pero tengo que ponerme al día con todo esto.
—¡Claro! —se trata de eso mismo—. De ponerse al día de lo que se cuece. Irás en representación de nuestra empresa, por lo que pase antes por su casa para vestirse como Dios manda. Andando que es gerundio, Nuria ha impreso tu invitación.
—Gutiérrez metió la cara en sus papeles.
Poco después cerraba la puerta del despacho y salía de la oficina como si le persiguiera el mismo diablo. Después de pasear un buen rato por los alrededores con la cabeza gacha, le entraron ganas de tomar un café y pensar en todo aquello.
La mala vida
«Cuéntame un cuento y veras que contento;me voy a la cama y tengo lindos sueños».
Cuéntame un cuento (Celtas Cortos)
16 de octubre, Eixample, Barcelona
Cortés se acercó hasta una cafetería cercana a su oficina. Necesitaba reflexionar. Varias personas desayunaban solas con la compañía de sus portátiles. Trabajar desde un bar o cualquier establecimiento público era una moda que había crecido en Barcelona con el paso de los años y el cosmopolitismo de la ciudad. A él le gustaba hacerlo, el murmullo de la gente y el sonido de tazas y cubiertos le ayudaba a concentrarse.
Pidió un café con leche y una ensaimada de cabello de ángel; su cuerpo le pedía dulce para revertir el amargor que le había producido aquel primer día en la oficina.
«¿Primer día? —pensó—. ¡Si solo he estado una hora!». De repente alguien le llamó.
—¡¡Cortéees!!
Cortés se quedó tenso. La «e» alargada que acompañaba los gritos de su jefe se había metido en sus oídos como un martillo percutor taladrándole el cerebro. Gutiérrez siempre le llamaba por su apellido, y también su mujer cuando estaba enfadada con él, lo que sucedía muy a menudo en los últimos tiempos.
—¡Eh! ¡Cortés!
Escuchar de nuevo su apellido le hizo adoptar la pose de una estatua griega. Con el gemelo tenso y el cuerpo agarrotado, se obligó a sí mismo a girar la cabeza. Esta vez no era la voz de su jefe, sino la de un hombre trajeado y apuesto que se acercó a él con paso célere.
—Joder, tío, te llevo un rato saludando desde la ventana, pero tú ni caso, ¿cómo estás? —dijo el tipo sin esperar respuesta. Luego le propinó un empujón cariñoso que casi le tiró de la silla.
Cortés se quedó anonadado, como si le hubieran noqueado en un combate de boxeo.
—Joder, Martín, ¡soy Toni! —el joven se dirigía a él otra vez—. Tu compi del instituto. ¿No me recuerdas, tanto he cambiado?
Cortés volvió a la realidad.
—¡Ostras, Toni! Disculpa, es que estaba distraído —alegó—. Qué bueno saber de ti, ¿cómo andas? —Cortés recordó que había pensado en su viejo amigo al ver a la chica del tatuaje de la mariposa azul, cuando pedaleaba camino a la oficina—.
¡Qué casualidad! Precisamente hoy me he acordado de ti, la diosa Fortuna me adora. —Cortés soltó una risa amarga.
Como pasaba a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad entre ambos había acabado después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los últimos veinte años no se habían vuelto a frecuentar.
—Pues ya me ves —respondió haciendo una especie de ridículo pase de modelo con el traje—... triunfando más que la Coca-Cola. Ya sabes que en el instituto ya destacaba por encima de ti.
Cortés puso los ojos en blanco. Se llevaba muy bien con Toni en el instituto, pero aquel día no era el mejor para celebrar un reencuentro. Compartían el mismo grupo de amigos y les encantaba filosofar con frases de canciones, pero, a la vez, ambos emprendían cada acción con un espíritu muy competitivo, lo que les hizo chocar alguna vez. Siempre querían sacar las mejores notas, destacar y, sobre todo, demostrar su temprana hombría.
Tal fue así que hasta por un acto de valentía irracional propia de los jóvenes, Toni recibió una cornada en las fiestas del pueblo del padre de Cortés. Recién cumplidos ambos los dieciocho años, participaron en los llamados «espantes» de Fuentesaúco, donde una barrera de hombres intentaba aguantar de forma estoica antes una manada de toros que, abrumados por la muchedumbre, emprendían la espantada ante la fuerza de la gran masa. En aquella ocasión, uno de los animales no se amedrentó y su amigo recibió la cornada de un astado en el muslo derecho. Aquello solía ir seguido de una jaculatoria propia de un auténtico casanova: «Soy el torero de Chayanne y pongo el alma en el ruedo, no importa lo que se venga, para que sepas que te quiero. Como un buen torero, me juego la vida por ti», rememoró Cortés la letra que tantas veces le había cantado a su amigo.
«¿Qué os creíais, que los cuernos eran de chocolate?», les regañó el padre de Cortés al irlos a recoger a la estación de tren de Sants.
Éste sonrió al recordar la escena, pero ahora no tenía ganas de escuchar lo bien que le había ido en la vida a su camarada de antaño.
—Me alegro mucho por ti, Toni. Aunque lo cierto es que justo ahora me volvía a la oficina, que ya me reclaman —soltó, tratando de sonar convincente y haciendo ademán de levantarse de la silla.
—¿Qué dices? ¡Claro que no, ahora mismo nos tomamos una cerveza como en los viejos tiempos! Por cierto, ¡estás más gordo!
—¿A las diez de la mañana? —repuso Cortés, pese a que lo que hubiera querido decir era «vete a tomar por culo».
—Mira quién habla, el que se recuperaba de la resaca a base de birras… —replicó Toni—. ¡Camarero, un par de cañas!
A Cortés no le quedó otra que escuchar a su viejo amigo. Como suponía, éste comenzó a contarle con pelos y señales la epopeya que había protagonizado hasta llegar a convertirse en jefe comercial de un banco, y de lo bien que le iba a pesar de la crisis, donde había veces que tenía incluso que emitir órdenes de desahucio a «pobres desgraciados» que no podían continuar pagando la hipoteca.
—Ellos se lo han buscado. —Una sonrisa de suficiencia y aquel veredicto impenitente coronaron su triunfal odisea.
Cortés apretó el puño, tomó un trago de su café para disolver la bilis que se había disparado desde su estómago y se limitó a colocar sus pupilas en el infinito. Toni, ajeno a todo lo que no fuera él mismo, seguía haciendo gala de sus magníficas condiciones laborales.
—¡No tengo horario! —le refregó por la cara—. ¿Te imaginas? Entro y salgo de la oficina cuando me place, tengo a mi jefe en el bote y hago lo que me sale de las pelotas... Soy un hombre, joder, como la canción que siempre tatareábamos en los bares de Loquillo, ¿recuerdas? «Apoyados en la barra de un bar, bebiendo para olvidar. Sin cesar de hablar de las mujeres que dejemos de amar. Somos duros de pelar. Defendemos nuestra integridad, podríamos convertir tus sueños en realidad».
El periodista recordaba perfectamente la canción, pero sentía que ya no le representada en nada. «Vamos, un hombre como yo ahora...», pensó apesadumbrado mientras trataba de contenerse.
Toni abordó sin complejos su vida sentimental.
—Por supuesto sigo estando soltero. Me lo han propuesto muchas veces, ya sabes..., casarme y toda esa mierda... ¡casarme yo! —Emitió una sonora carcajada que provocó que varias personas se volvieran para mirarle—. Prefiero disfrutar de mis follamigas... ya sabes, de mi puto harén, como nuestro maestro Sabina o Maluma y su Mala Mía. Me besé a tu novia, mala mía. Me pasé de tragos, mala mía. Siempre he sido así, mi querido Martín, tú lo sabías. Así es mi vida, es solo mía. Tú no la vivas. Si te molesta, pues mala mía. —Soltó una nueva sarta de risotadas mientras cantaba y Cortés miraba de un lado a otro—. No tengo ninguna intención de sentar cabeza, como se suele decir —sentenció Toni haciéndole un guiño. Y tú, qué, ¿qué me cantas? Venga replícame, como en los viejos tiempos…
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