También conocía México por algunos de sus futbolistas más célebres, sobre todo por el odiado Hugo Sánchez, celebrando con sus famosas volteretas los goles que le hacía al Barça, su eterno rival; y otro más reciente, Rafa Márquez, defensa del equipo culé, al que Cortés recordaba tanto por sus grandes partidos como por algunos errores absurdos que cometía a veces. Lo demás, las malas noticias: violencia, narcotráfico, inseguridad, terremotos… la verdad es que tampoco se había preocupado nunca por saber un poco más.
«¿En qué estoy pensando? Quizá es una broma sin importancia», se dijo entrando a toda velocidad por una bocacalle y provocando un torbellino entre las hojas de los árboles que cubrían el suelo. Miró hacia abajo y constató que su bicicleta estaba bastante oxidada por la falta de uso. El sonido que produjo le recordó a los chirridos del viejo balancín de sus abuelos paternos en Fuentesaúco, un pueblo de Zamora famoso por sus garbanzos y por sus espantes de toros, donde había pasado buena parte de los veranos de su infancia.
Después comenzó a subir por una cuesta empinada por culpa de la cual empezó a sudar la tinta gorda y le vino a la cabeza sus tiempos de ciclista, un deporte en el que había competido en su adolescencia hasta que un conductor ebrio arrolló a parte del pelotón en los túneles de entrada a Sabadell, recibiendo Cortés la peor parte: rotura de fémur, por la que le tuvieron que operar dos veces y no pudo volver a caminar hasta pasados seis meses; resopló al recordar el accidente mientras trataba de meter aire en sus pulmones. «Tenía que haber calentado antes de salir, hay que ser burro», se justificó, mientras observaba a su derecha un cartel con el nombre de la calle: Marina.
«Está claro que lo han puesto así en homenaje a mi hija, con lo que me cuesta la puñetera…», pensó con una gran sonrisa en los labios.
Justo al dejar atrás la calle Marina, una chica en bicicleta cruzó por su lado y le sonrió. Cortés le devolvió el gesto, y se fijó en que la joven lucía un tatuaje en la espalda, una mariposa azul. «No sé por qué hago esto, si ya estoy fuera del mercado…», pensó. Recordó a su amigo Toni, un chico con el que había sido uña y carne durante sus años de instituto y que era muy lanzado con las mujeres. Cuando enfiló la Avinguda Diagonal, una vez más y sin aparente motivo, el contenido del misterioso Whatsapp se empotró en su cabeza con la fuerza de un tren de mercancías: «CORTÉS, TE ENVÍAN DE NUEVO A CONQUISTAR MÉXICO». Tratando de desentrañar el significado del mensaje y perdido en sus pensamientos, se estampó contra un señor mayor que, justo en ese momento, cruzaba por el carril bici.
El hombre gritó como si le estuviera matando, lo que provocó que mucha gente se acercara para ver qué ocurría. Cortés trató de ayudarle a ponerse en pie, pero el sujeto le dio un manotazo y se levantó, renqueante.
—¿Está bien? Lo siento.
—¡Idiota, mire lo que me ha hecho! —le respondió el individuo tocándose el brazo malherido. Iba ataviado con sotana y alzacuellos. Cortés sintió agarrotársele la nuca al ver que el hombre sangraba.
—Oiga, señor, lo siento, pero yo a usted no le he insultado, ante todo respeto —se limitó a decir.
—¿Respeto? ¡Els collons! ¡Me podía haber matado, imbécil!
Cortés sintió el martillo golpeando en sus sienes. Nunca había soportado que le insultaran. «Con la iglesia hemos topado», pensó.
—Por favor, señor, es mejor que conservemos la calma —le pidió Cortés—. Ha cruzado sin mirar mientras yo circulaba por el carril bici — terció, pese a ser consciente de que hubiera visto al cura si no se hubiera descentrado pensando en el mensaje.
Por suerte, la cosa no fue a mayores, y el atropellado prosiguió su marcha pronunciando contra él una retahíla ininteligible.
Cortés se miró las muñecas. Cayó en la cuenta de que también sufría un golpe, y un tenue rastro de sangre le traspasaba la camisa. La joven que minutos antes le había sonreído volvió a acercársele y le animó. Cortés volvió a ver la mariposa azul que adornaba su espalda. Luego se limpió la herida, e instantes después otro mensaje de WhatsApp del mismo móvil misterioso le devolvió a la realidad.
«¿Dónde andas, Cortés? El fucking boss está preguntando continuamente por ti con una cara de mala leche que ni te cuento».
—¡Ostras! ¡La de los mensajes es Nuria! —exclamó en voz alta sin pretenderlo. Solo ellos denominaban así al jefe de la empresa periodística en la que trabajaban: Staff Económica. Estafa Económica, la llamaban a escondidas. Nuria era la recepcionista, aunque ejercía también de secretaria de dirección y de chica para todo, como ella misma solía definirse. Cortés era el redactor jefe, aunque la mayoría de las veces no profesaba ni la redacción ni el mando, como él solía comentarle a Nuria con sorna. «Bueno, aunque no mandes, ostentas el cargo», le consolaba ella.
«Nada, nada, yo quiero mandar, aunque sea sobre un hato de ovejas, como decía don Quijote», alegaba él.
Cuando montó de nuevo en la bici. Sintió que le dolía todo el cuerpo, ya no sabía si por la caída o por la falta de práctica, pero solo pensar en su jefe hizo aflorar en él una cascada de mala leche. Era un cabrón sin escrúpulos que al principio supo ganarse a Cortés con toda clase de cumplidos y promesas. Éste llegó a admirarlo por haber logrado consolidar su empresa periodística con tan pocos recursos; sin embargo, cuando conoció su verdadera cara y forma de ser, toda esa fascinación que sentía por él pasó a convertirse en animadversión profunda.
«Encima que trabajo como un negro, ¿ahora quiere enviarme a México? Mis cojones. Como sea eso lo que tiene que comunicarme, le digo que ni en broma», se autoconvenció tratando de insuflar ánimo a su espíritu.
Aunque era consciente de que llegaba tarde y que le caería una buena bronca, se detuvo un momento antes de subir a la oficina para elaborar un plan mental y poder responder a su jefe. Estaba harto de doblegarse ante él, y fuera lo que fuese lo que significara el mensaje, su respuesta sería «No».
Nuria le recibió con dos sonoros besos y un fuerte abrazo, y le advirtió, una vez más, que el director le estaba esperando en su despacho.
—Joder, pues casi mejor me vuelvo a la montaña —replicó él con sorna.
—¡Cortés! —Un grito estentóreo le hizo dar un respingo.
Sin pasar por el lavabo para limpiarse la herida ni dejar su mochila en el cubículo que usaba como cuarto de faena, Cortés entró en el luminoso despacho de José Gutiérrez. Aquel despacho y la recepción eran los únicos espacios bonitos de la oficina. Hacía unos años que se habían tenido que mudar por culpa de la dichosa crisis económica a aquel edificio vetusto y ajado que parecía una vieja fábrica de los años cincuenta. Algunos empleados se quejaron entre bastidores, pero Cortés, como redactor jefe, defendió la medida aun a sabiendas de que él era el más perjudicado, pues se quedaba sin su despacho.
La decepción y el cabreo llegaron poco después, cuando descubrió que su jefe había mandado derribar las paredes de una estancia que hubiera correspondido a Cortés, para que el suyo propio fuera mucho más amplio.
—Ya sabe, Cortés, que la imagen en nuestro negocio es imprescindible, y que es tan importante «ser» como «parecer» —se justificó Gutiérrez—. Por consiguiente, la recepción y mi despacho deben lucir impecables.
Hacía tiempo que Cortés no creía en sus alegatos; tampoco en sus razonamientos ni palabras vanas, que siempre gustaba de embellecer con ánimo de embaucar al incauto que se pusiera a su alcance. También hacía ya mucho que había descartado responder, rebatir o argumentar cualquier postura que discrepara de la de aquel individuo.
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