Al instante le sobrevino un nuevo escalofrío al recordar otra vez aquel Whatsapp proveniente de un número desconocido.
«¿México? ¿Por qué México?», pensó poniendo los ojos en blanco.
—¿Qué pasa, papá? —Esa vez fue su hija quien le apretó fuerte la mano.
—Nada, hija, cosas del trabajo. Que mañana me reincorporo y solo de pensarlo. En seguida comenzó a tararear la canción de Joan Manuel Serrat Esos locos bajitos, que muchas veces ponía a su hija en el coche. Ella le acompañó, al momento, con la parte que más le gustaba cantar. «Niño, deja ya de joder con la pelota.
Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca...».
—Cachis en la mar, ¿cuántas veces te he dicho que eso no se dice? —inquirió Cortés intentando simular enfado.
—Pero si eres tú quien me pones la canción muchas veces —replicó la pequeña.
—Y encima respondona. ¿Ya tienes ganas de regresar al cole? Has hecho campaña casi un mes, como nunca —le dijo Cortés, esforzándose por centrar su atención en la pequeña y olvidar por un momento el mensaje y las broncas con su mujer.
—No, prefiero que me sigas enseñando a jugar al ping-pong y a montar en bici.
—Yo también quiero eso, mi monita, pero así es la vida. Tú tienes que estudiar para jubilarme pronto y yo, mientras, seguiré trabajando para alimentar esta panza tan grande —afirmó mientras le hacía cosquillas, lo que provocó que su hija riera a carcajada limpia—. Sé seria, que estamos dentro del metro, y como te vea el policía te detiene y te lleva al cuartelillo.
—¡Pero si eres tú!
—¿Yo? ¡Qué va! Le diré al policía que no te conozco de nada.
—¡Papá!
—Disculpe, señorita, se equivoca, yo no sé quién es usted.
—¡Papá! —le espetó la niña algo preocupada.
Los ojos de la pequeña brillaban.
—¡Qué preguntona! Ya veo que serás periodista.
—¡De mayor quiero ser como tú!
—No, mi vida, tú serás mucho mejor que yo.
—¡Tú eres el mejor monito del mundo mundial!
—Me cago en la leche, me pones nervioso. Te voy a hacer el ataque más grande del mundo mundial.
—Papá, sé serio, que estás en el metro y vendrá la policía…
«Próxima estación, Florida», se oyó por el interfono—. Ya nos toca, monita, agárrate para que no te caigas.
«Próxima estación, Florida», se oyó por el interfono—. Ya nos toca, monita, agárrate para que no te caigas.
No quedaba mucha gente en el vagón. Algunos se habían bajado en la parada Espanya y otro gran número en la de Plaça de Sants.
Antes de salir y dejar de lado los juegos infantiles tomó la mano de Marina y al regresar a sus cavilaciones recordó el misterioso mensaje que había recibido. Se volvió a estremecer.
«Cortés, te envían de nuevo a conquistar México».
Sangre, sudor y lágrimas
“Comienza mi pesadilla; muy pocos ceros en mi nómina ilegal; yo como he firmado un contrato no puedo parar, parar”.
Pastillas de freno (Estopa)
16 de octubre, Poblenou, Barcelona
Un orfeón de ruidos diversos se podía oír a primera hora en las calles barcelonesas. Los cláxones de los coches, el parloteo de los transeúntes o el bullicio de los camareros y clientes trajinando entre las mesas de los establecimientos. Un grupo de niños encabezados por su maestra añadían un coro infantil al trasiego habitual de las personas que acudían a trabajar, en silencio y pensativas, como haciéndose a la idea de que comenzaba un nuevo día. Algún trasnochado regresaba a su hogar a horas matinales.
Las hojas amarillentas que pavimentaban el suelo denotaban que el albor del otoño se iba encaminando, ventoso, para ganarle terreno al habitual clima templado del que disfrutaba Barcelona en invierno.
Esa mañana, Cortés se descubrió a sí mismo montado en su vieja y polvorienta bicicleta. Se incorporaba al trabajo y necesitaba olvidar el incidente, así que trató de apartar de su mente la mordida del recuerdo del día anterior: el mensaje de whatsapp, la negativa de su mujer a acompañarlos a comer, la breve pelea con ella, y los reproches de su padre por haber llegado tarde a la comida. Para rematar, Laura y él acostados, sin dormir, de espaldas el uno al otro.
Reprimió un bostezo, aferró el manillar con energía y aceleró la marcha. Se había propuesto hacer más deporte, y sobre el sillín evocaba sensaciones, olores y sabores ya olvidados. No en vano había engordado bastante en aquellos últimos tiempos, y se sentía más fatigado, especialmente cuando su hija le ponía a prueba, algo que se había convertido en costumbre durante el último mes. Sonrió al recordar lo mucho que le había costado conseguir, por activa y por pasiva, que Marina aprendiera a montar en bicicleta. Una tarde en las montañas asturianas donde su ídolo Perico Delgado hizo en su época estragos, pactó con su hija que, si ella lograba mantenerse en equilibrio en la bici antes de acabar las vacaciones, él iría al trabajo en bicicleta.
El desafío incentivó a la pequeña, poco proclive al ejercicio, los primeros logros llegaron a los pocos días cuando, por fin, consiguió pedalear con las cuatro ruedas. Finalmente, dos días antes de acabar las vacaciones y después de varios intentos fallidos, alguna magulladura y un coro filarmónico de llantos de protesta por parte de su mujer, Marina consiguió, fruto de su empeño y tesón, pedalear sola, algo que su padre celebró como si su amado Barça hubiera ganado la Champions League ante el Madrid.
El Whatsapp procedente de un número desconocido volvió a colarse en su mente. «Por qué a México? —Cortés se encogió de hombros—. Es lo que hay», pensó, y decidió concentrarse en el semáforo que se abría y en dar una pedalada enérgica para salir detrás de un pequeño Toyota. Una señora que llevaba a dos perros de una correa cruzó a destiempo. Cortés tuvo que sortearla y sus dientes rechinaron por el esfuerzo.
Enfiló una calle estrecha y arbolada que se encontraba en plena ebullición. Una señora mayor y bien vestida le miró de arriba a abajo cuando frenó con energía delante de uno de los semáforos. Cortés creyó ver en el rostro de la anciana cierto aire condescendiente, y un joven con el pelo lleno de rastas descontroladas como un géiser pasó corriendo a su lado, lo que provocó que la anciana arrugara la cara. A Cortés le pareció que la mujer iba a vomitar y sonrió, aunque su felicidad duró poco. Cuando inició la marcha, no pudo evitar que el texto del mensaje se apoderara de nuevo de sus pensamientos.
Recordó el contenido y en quién sería el remitente. No podía ser el cabrón de Gutiérrez, no era su estilo. Había respondido al mensaje la noche anterior, nadie contestó. Estuvo tentado de llamar al número del que procedía, pero entre la bronca con su mujer, lo tarde que era y lo cansado que estaba, desestimó la idea. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Quería saber quién era el autor de la misiva. Tenía claro que era algo relacionado con su trabajo. Solo le podían enviar a México por cuestiones laborales.
El mensaje no dejaba dudas con respecto a su destino: México. ¿Qué conocía del país? Muy poco. A Cantinflas, un actor cómico que Cortés recordaba haber visto de pequeño en el televisor familiar del saloncito, en el piso minúsculo de l’Hospitalet de Llobregat, mientras los efluvios de la comida casera y el café flotaban aún en el ambiente, y su padre les pedía silencio a él y a su hermana porque empezaba la película. Le vino a la cabeza una de las frases más célebres del famoso actor: «¡A sus órdenes, jefe!»; y otra relacionada con el trabajo que él, a veces, gustaba de decirle a sus amigos: «Algo malo debe tener eso de trabajar o los ricos ya lo habrían acaparado».
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