Marcos González Morales - Hijo de Malinche

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Con un mensaje de WhatsApp procedente de un número desconocido, el periodista Martín Cortés comienza, a regañadientes, un vertiginoso viaje de descubrimiento personal, social y emocional. Muy pronto, Martín comenzará a entender que lo poco que sabía sobre México dista mucho de la realidad, y que el batir de las alas de una mariposa puede cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos, incluida su vida. Hijo de Malinche es una explosiva novela negra de aventuras con tintes sobrenaturales. Mezcla de realidad y ficción que homenajea a los que trabajan por un mundo mejor y habla de felicidad, sexo, doble moral, periodismo social, valores, ODS… Hijo de Malinche, la primera novela del periodista Marcos González, narra la transformación vital de Martín Cortés, un periodista catalán y español que, por diversas circunstancias, comenzará a creerse que es la reencarnación del hijo de Hernán Cortés, y conquistará y será conquistado por 'las américas' en pleno siglo XXI.

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Regresó a su habitación y observó que Laura permanecía en la misma postura. Su ajustado leggin dejaba entrever unos muslos generosos y un trasero que hasta hacía poco le volvían loco de remate, pero que ahora ya apenas cataba. «Ni siquiera en vacaciones», se lamentó.

—Venga, Laura, date prisa, que ya sabes que hemos quedado con mis padres a las dos y falta poco más de media hora.

Su mujer no le hizo caso. Cortés, ya acostumbrado a ello, estiró las sábanas.

—Vamos, que ya sabes que a mi padre le gusta comer pronto —insistió endureciendo el tono.

—Id vosotros, me duele mucho la cabeza —le respondió Laura de manera lacónica. Luego volvió a taparse.

—Sí, claro, ¿también vas a utilizar la excusa de siempre para esto? —Tiró de nuevo de los extremos de la ropa de cama.

—Déjame en paz, fuiste tú quien se perdió de regreso a casa y por eso llegamos ayer tan tarde —añadió ella enroscándose entre las sábanas como una pitón.

—Como quieras, tampoco perdemos nada sin tu presencia. Aún mejor, así estaremos más tranquilos —le contestó sin mirarla a modo de desafío, mientras conseguía, por fin, desbloquear el móvil.

Laura ni se inmutó.

El contenido del mensaje le sobresaltó todavía más que el timbrazo que había dado su teléfono cuando dormía. Cortés lo leyó con una mueca de desconcierto.

«¿Qué es esto? ¿Será un error o alguna broma de algún colega?», se preguntó preocupado, todavía más cuando comprobó que no tenía registrado el contacto del remitente.

En ese momento la alarma de su móvil sonó de nuevo de forma estridente. El teléfono resbaló como si le ardieran las manos.

—¡Me cago en todo! —le dijo al aparato como si éste pudiera entenderle.

—Serás inútil —oyó decir a su mujer.

Marina ya estaba acostumbrada a las riñas familiares y solía intervenir sutilmente para destensarlas.

—Papá, ya estoy lista, ¿vamos? —Le estiró del brazo mientras daba un beso a su madre—. Mejórate, mamá, luego nos vemos.

Cortés miró a su hija. Ella parecía la adulta y ellos los niños. Dejó un momento el móvil en la cama de la habitación para abrazarla. Cogió la mano de Marina, pero antes de cerrar la puerta de casa, no pudo contenerse.

—¡Tú misma! —gritó—.

***

Cortés decidió que irían en metro. No tenía ganas de coger su viejo Seat León después de las horas que habían pasado en carretera el día anterior. Desde pequeño, el transporte suburbano provocaba en él cierta aprensión. Su abuelo materno le contó lo mucho que había sufrido al verse obligado a utilizarlo tantas veces como refugio antiaéreo durante la Guerra Civil. Apretó fuerte la mano de su hija al recordarlo y siguió caminando hacia la parada de Glòries. El tiempo era bueno, el sol apretaba lo justo. Las primeras hojas de los árboles empezaban a teñir de ocre y amarillo los suelos de Barcelona, recordando a los viandantes que entraban en época otoñal. Poco antes de acceder a las escaleras de bajada a la estación, se llevó una mano al bolsillo. Luego la otra.

—¿Qué buscas, papá?

—¡El móvil!

Pensó en regresar a por él, pero ya era muy tarde. No quería soportar una nueva bronca ni de su mujer ni de su padre, acostumbrado a comer muy pronto.

Cortés y Marina se sentaron en el vagón. Él procuró apartar la vista de la oscuridad que reinaba en los túneles mientras avanzaban, no quería imaginar el miedo de aquellos hombres y mujeres que, no hacía tanto, se guarecían allí de las incursiones de la aviación franquista. Rememoró sus años de estudiante, que daban validez al dicho de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», y más viendo cómo su felicidad, excepto por su hija, se había ido por el sumidero durante aquellos últimos años.

La Historia siempre fue una de sus materias favoritas, especialmente la relacionada con las conquistas y las guerras. La única matrícula de honor que obtuvo estudiando Periodismo había sido en la asignatura Historia de Catalunya del siglo XX. Casualmente, le había tocado comentar un texto sobre las consecuencias de los bombardeos contra civiles durante la Guerra Civil.

Recordó la conversación que había mantenido con Jordi Culla, su profesor de Historia, en uno de sus primeros días como universitario. Culla solía comenzar las clases pronunciando una sentencia muy manida: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Cortés argumentó que la máxima que defendía el catedrático le parecía un poco ingenua.

—Sería, más bien, que quien conoce su historia está tentado de repetirla —repuso Cortés.

—¿Por qué dice usted eso? —se interesó Culla.

—Porque muchas personas, aun conociendo nuestro pasado repleto de guerras y violencia, siguen cometiendo los mismos errores.

El profesor sonrió.

—Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

—Esa cita me resulta familiar —apuntó Cortés— ¿podría ser de Karl Marx?

—A él se atribuye. Pero me alegra mucho que le suene a usted. —El profesor consultó unos papeles que tenía encima de la mesa—. Su razonamiento me parece acertado, señor… Martín Cortés. Célebre apellido, ¡a fe mía! —destacó Culla—. Es usted tocayo del primogénito del famoso conquistador.

—¡Pero yo soy más guapo! —le había contestado Cortés, provocando la hilaridad de todos sus compañeros.

—Sobre eso prefiero no opinar, pues cada uno es tal como Dios le hizo, ¡y aún peor muchas veces! —repuso Culla.

—Eso es de Cervantes, del Quijote para ser más exacto —terció Cortés.

—¡Albricias! Tenemos entre nosotros a un lectorem hominem. Me llena de orgullo y satisfacción saber que nuestra juventud lee, al menos parte de ella. Descansada vida la del que huye del mundanal ruido y ¿sabe alguno de ustedes cómo sigue?

Cortés levantó la mano y Culla le hizo un gesto de aprobación.

—… y sigue la escondida senda por donde han ido… los pocos sabios que en el mundo han sido.

Su intervención provocó los aplausos de los compañeros. Culla, sonriente, les dijo a todos que la vida de Fray Luis de León le parecía un tema apasionante, pero que debían seguir con la historia de Catalunya. Les explicó a continuación que Barcelona se convirtió, durante la Guerra Civil, en la primera gran urbe occidental de la historia que sufrió durante dos años bombardeos aéreos sistemáticos y masivos contra objetivos no militares, a pesar de encontrarse en retaguardia. Aquello obligó a la población a refugiarse donde podía. Los corredores y galerías del metro barcelonés fueron lugares muy utilizados en la contienda y, a pesar de que sus obras de remodelación habían ido destruyendo con el tiempo muchos de esos refugios, un significativo número de ellos aún se conservaban total o parcialmente en el subsuelo de la ciudad.

—¿En qué piensas, papá? —le preguntó Marina. Su voz le devolvió a la realidad.

—En nada importante mi monita. —Cortés volvió a fijar su mirada en la oscuridad del túnel y sintió que retrocedía hacia sus propias tinieblas, hacia un cuartucho oscuro en el que había permanecido encerrado durante días en el pueblo de su padre, y cuyo recuerdo afloraba en forma de pesadilla cuando menos lo pretendía. Volvió a esconder la imagen en un punto impreciso de su cerebro y se obligó a sí mismo a levantar los ojos.

Cortés observó que, para ser un domingo al mediodía, no había mucha gente en el vagón. Un señor mayor leía La Vanguardia. Dos chicas jóvenes consultaban sus móviles muy concentradas e intercambiaban susurros. Delante, una anciana tejía sus labores de punto junto a un señor de ojos verdes, cuya mano izquierda tenía apoyada sobre la pierna de la mujer.

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