—¿Ya mejor? —La joven le sacó del trance. Estaba arropada con la manta roja de la aerolínea—. Me llamo Elena García.
Durante unos segundos Cortés no reaccionó.
—Eh..., disculpa, sí, Martín. Soy Martín Cortés —balbuceó.
Se dieron dos besos en el reducido espacio entre los asientos. Casi sin querer, se rozaron los labios.
—Recuerda que a donde vamos se da solo un beso —le comentó ella.
Cortés cayó en la cuenta de que Elena se había sonrojado debido a aquel contacto imprevisto.
—Ah, ¿sí? No lo sabía, es mi primera vez —repuso Cortés ya más tranquilo. Se estiró en el asiento cual gato desperezándose e hizo una larga pausa—. Y espero que sea la última.
—¿Y eso? —inquirió Elena.
Cortés la observó. No tenía ganas de contar sus penas a nadie y menos a una desconocida. Pero había sido muy amable con él y tenía una bonita sonrisa. Sentada parecía alta, casi como él, tenía el cabello moreno y rizado.
—Perdona, he de ir al baño —mintió.
Mientras caminaba por el pasillo y pedía disculpas a los que le observaban con cara de pocos amigos, se sorprendió tarareando otra vez, en voz baja, la canción de su paisano catalán Pau Donés, en horas también bajas, pero por algo mucho más complicado que lo suyo. Por el dichoso cáncer, el mismo que se había llevado a una querida prima no hacía mucho tiempo. «Hoy sé que no estoy. Lo que prometí. Lo que de mí esperan. Volver a ser como ayer. Mi espacio, mis penas, mi forma de ser. Cuando todo era un sueño. Y la vida un misterio que había que resolver. Hoy me siento un problema. Un cero a la izquierda. Hoy no soy yo».
Se tuvo que apoyar en la pared del habitáculo después de lavarse varias veces la cara. Cayó en la cuenta de que estaba entonando una canción que nunca había escuchado y que encajaba como anillo al dedo en su vida actual. Sintió que su respiración se aceleraba de nuevo. «¿Qué me está pasando? ¿Un infarto? ». Se llevó la mano al pecho y respiró hondo.
«Tranquilo, tú puedes con todo», se dijo. Al salir se sentó en el primer asiento que vio, uno de los asignados a los auxiliares de vuelo. La misma azafata de antes, de unos cincuenta años y de largo cabello rubio recogido en una coleta, volvió a acercársele con semblante de preocupación. Sostenía un vaso de agua. Cortés masculló un «gracias» y se lo tragó de un sorbo.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó.
—Sí, disculpe. —Cortés hizo un gesto como queriéndole quitar importancia al asunto—. Es que he sentido una ristra de espasmos muy fuertes, como si me hubieran dado una descarga eléctrica.
Cayó en la cuenta de que, después de mucho tiempo, había vuelto a usar la hipnopedia, la técnica que tanto le ayudó al estudiar, hacía ya unos veinte años, Periodismo en la Autónoma de Barcelona. ¡Aprender durmiendo! «No me jodas», se rio de sí mismo. Más de una vez se había quedado dormido escuchando su propia voz en un casete, monótona y carente de expresión, como si recitara la lista de la compra, mientras preparaba algún examen que le obligaba a memorizar mucho. Comenzó a aplicar ese sistema después de leer Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y aunque era ficción, a él si le funcionaba en algunas ocasiones.
Cuando volvió a su asiento, la chica de la sonrisa bonita parecía dormida. Percibió que tenía la manta medio caída y que se le había desabrochado un botón que dejaba entrever un generoso escote. Pensó en arroparla, pero no quiso pecar de osado. Se acordó de su mujer, durante aquella fría despedida que se habían dado en el aeropuerto del Prat de Llobregat pocas horas antes. También en el sentido abrazo que le dio a su hija y a sus padres. Como si fuera la última vez.
PRIMERA PARTE
Misterioso mensaje de Whatsapp
“A menudo los hijos se nos parecen; así nos dan la primera satisfacción; esos que se menean con nuestros gestos...”.
Esos locos bajitos (Joan Manuel Serrat)
15 de octubre, Poblenou, Barcelona
Martín Cortés no sabía que aquella mañana soleada de otoño su vida daría un giro radical, había recibido un mensaje que estaba a punto de desbaratar su existencia tal y como la conocía. Era un mensaje de Whatsapp que le sobresaltó de tal manera que casi se cae de la cama. Había olvidado apagar el móvil. Despistado como su padre, constituía una práctica habitual en él, algo que se encargó de recordarle Laura, que hasta ese momento dormía plácidamente, aún con la ropa del día anterior.
—Ya estás como siempre, ¡haciendo el payaso! —exclamó su mujer con la voz entrecortada por el sueño—. Qué inútil, cuántas veces te he dicho que apagues el móvil antes de dormir —.
Cortés hizo ademán de responder, pero en su lugar miró el reloj. Era casi la una del mediodía.
—Madre mía, ¡la comida! —.
Se levantó como un resorte. Después de darse una ducha rápida y de vestirse con lo primero que encontró —. Acudió a la habitación al final del pasillo. Pintada de color violeta, sus paredes destacaban por unos vinilos infantiles que contenían la palabra «Marina», y unas grandes mariposas de color azul que rodeaban el nombre. Más de una vez, su hija le había sorprendido observando fijamente, sin saber por qué, aquel racimo de insectos que parecía le hablaban. Tan distraído estaba en ese momento, quitando la contraseña del móvil para ver el mensaje, que no percibió a Nancy patinadora, la muñeca preferida de Marina. Cortés se deslizó por la habitación. El tortazo sonó en todo el habitáculo y él vio desaparecer el aparato debajo de la cama.
—¡Maldita sea! Encima de paranoico, patoso —soltó echándose las manos a la cabeza.
Cuando se agachó para coger el teléfono, los dedos de Marina le tocaron el pelo. Al levantarse, contempló cómo se abrían y cerraban los ojos azules de su hija, un rasgo que había heredado de él, y correspondió a su caricia dándole un beso en la frente.
—¿Cómo ha dormido mi monita? —Su semblante cambió como la noche al día. La pequeña ronroneó cual gatita mimosa, haciéndose la dormida.
—Te pillé, monita, sé que ya estás despierta, ¡arriba, arriba el gallinero, ya llegó el gallo que manda, levántense! —Cortés tiró de las sábanas mientras tarareaba una canción techno que había hecho furor en los noventa.
—Papá, tengo mucho sueño, es muy pronto —respondió la pequeña, que mantuvo los ojos cerrados y la misma postura de momia egipcia.
—¿Muy pronto? Nos fuimos a dormir muy tarde pero claro que no, es casi la una y ya sabes que hemos quedado para comer en casa de los yayos. No los vemos desde hace mucho.
Marina se relamió. Disfrutaba comiendo, y aún más cuando la cocinera era su abuela. Se desperezó exagerando los ademanes y bostezos ante la sonrisa creciente de Cortés. No lo quería admitir, pero, a veces, se le caía la baba por su hija. Literal- mente.
—Venga, mi niña, ponte algo cómodo y salimos por patas —la apremió.
Cortés abrió la persiana para que entrara el resplandor anacarado del patio de luces y le dio un beso a su hija. Luego cogió el móvil, que se había escurrido como una anguila hasta debajo de la cama.
—La una y doce, ¡es muy tarde! —observó Cortés al volver a mirar la hora en el teléfono—. ¡Arriba, Laura! —le gritó desde el pasillo a su mujer, mientras caminaba con pasos rápidos de nuevo hacia la habitación y trataba de desbloquear el teléfono.
—¡Maldita sea! —Cortés recordó que había cambiado la contraseña hacía poco para que su mujer no pudiera acceder a sus datos.
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