El Diógenes más conocido es el que llevaba un farol encendido en Atenas en pleno día: «Busco un hombre», decía. Dormía envuelto en su túnica, dentro de un tonel, y comía, bebía y conversaba en cualquier lugar. Según Montaigne, también hacía otras cosas como masturbarse, orinar y defecar sin importarle gran cosa la presencia de otras personas. Cuando le preguntaron por qué comía en las calles y en las plazas, respondió que también sentía hambre en esos lugares.
Diógenes tenía un cuenco para beber, pero después de ver a un niño que lo hacía en el hueco de la mano, lo arrojó al arroyo. Era pobre, expatriado, mendigo, excéntrico y cínico. La raíz de esta última palabra tiene relación con la palabra «perro» en griego, como insulto. Había nacido en el 414 antes de Cristo, y su padre era falsificador de moneda, él mismo le ayudaba, por lo que fue desterrado. En realidad esto es mentira, el oráculo de Delfos dijo a Diógenes: «Reforma las costumbres», paracharaxalto nómisma, que algunos tradujeron por «Vuelve a acuñar moneda».
El cínico fue discípulo de Antístenes en Atenas, pero le hacía la puñeta afirmando que no creía en lo que enseñaba, y que él era una trompeta (el maestro) para que la oyeran los demás, pero no se oía a sí mismo, pues su vida no estaba de acuerdo a su doctrina. Se dice que Diógenes era en realidad un esclavo comprado por un corintio, Xeniades, a unos piratas.
De Atenas pasó a Corinto después y allí vivía en un bosque de cipreses en la colina de Kraneión, donde tumbado o sentado tomaba el pelo a sus discípulos o a los curiosos. El ser un mendigo no le privó de tener un esclavo llamado Manes, no entendemos para qué. Diógenes era libre de espíritu, apreciaba a los humildes y detestaba a los poderosos. Este hombre singular murió o se suicidó con cerca de noventa años y, según algunos, el mismo día que murió Alejandro. En su tumba se colocó sobre una columna un perro esculpido con mármol de Paros.
A la India, con Alejandro, llegó también Pirrón, otro filósofo, nacido en Elide o Elis, en el Peloponeso. Allí se encontró con los yoguis, con los sabios gimnosofistas, maestros que alcanzan la sabiduría por medio del cuerpo. Pirrón era un escéptico, un buscador: el pensamiento se expresa mediante la duda, la inexistencia de verdades absolutas; por tanto, es imposible saber si una proposición es verdadera o falsa. Los hombres están sujetos a elementos subjetivos que condicionan su manera de interpretar la realidad. Les diré algunos: la salud, el miedo, la vejez, el odio, la abundancia y la pobreza, el amor, el dolor, la alegría. La epojé, la duda, puede llevar al escepticismo y este a la aphasia, el silencio. Sabemos de Pirrón por un discípulo, Timón. Según este, conocía a los atomistas y megáricos, a los sofistas y a los socráticos. Moralmente, la razón se funda en la costumbre. Por último, la verdadera dicha está basada en la adiáfora, en la ataraxia y en la apazeia, es decir, en la indiferencia, la inacción y en definitiva, la impasibilidad.
A Pepe Madero y a su mujer les pasó algo grave al poco de casarse. En mi casa siempre sobrevoló un secreto, que conocían mis padres; ni ahora hemos podido mi hermana y yo, después de interrogarles de muchas formas y maneras, enterarnos de la cuestión. Pepe y Jacinta son una pareja alegre y bromista; alguna sombra oscurece en pocas ocasiones la expresión de ambos. Es necesario conocerlos de toda la vida para poder apreciarlo. Mi madre, en esas ocasiones, me mira desde el otro lado del salón o de la cocina y sabe lo que estoy pensando o notando y me advierte sin palabras. He dicho me mira, pero tal vez ni siquiera eso. En esos momentos se suele romper un vaso o derramar el vino, siempre después. Una vez, el tapón de la botella de cava que abría mi padre derribó uno de los números puestos sobre la tarta de chocolate de mi cumpleaños y, en vez de diecisiete, quedó un uno solo y triste.
Mi hermana vio un domingo por la tarde a Pepe Madero hablando solo y tal vez llorando en la Rosaleda; él no la vio, desde luego. Según ella, parecía otra persona, un extraño. El domingo siguiente fueron todos a comer a nuestra casa, y Madero estuvo haciéndonos reír a todos con las imitaciones de sus vecinos y de su portera y con un viaje que hizo en autobús a Bilbao. Creo que es el hombre más gracioso que he conocido.
El último libro del Nuevo Testamento es el Apocalipsis. Esta palabra en griego se puede traducir como «quitar el velo» o «revelar». Se escribió a finales del siglo i, seguramente entre los años 95 y 96, de esto tengo más dudas, cuando el malvado emperador romano Domiciano torturaba y asesinaba a los cristianos. Fue escrito por Juan en la isla de Patmos, donde estaba desterrado; este Juan puede o no ser el autor del cuarto Evangelio. Ciertas iglesias cristianas no lo incluyeron en el canon hasta el 950 de nuestra era.
Para poder entender algo o mucho de los textos deberíamos conocer los símbolos, que pueden ser cifras, figuras de animales, colores, imágenes del cosmos, así como otros que vienen del Antiguo Testamento. No les voy a decir todos, pero sí algunos.
Cuando se habla de «tres y medio», se está hablando de un tiempo delimitado, finito, terrenal.
Cuando se habla del «cuatro», se representa el universo, los cuatro confines de la tierra y de los astros. Cuando se quiere expresar una masa infinita de personas, los elegidos, se cuentan 144 000.
El color blanco significa pureza, dignidad, hay un caballo blanco.
El color negro, miseria, hambre, desgracia, hay un caballo negro.
El color rojo es violencia, guerra, sangre derramada; también hay un caballo bermejo.
El color amarillo, verduzco, es granizo y fuego. Este caballo no me gusta nada.
Hay otros colores que no suponen que haya ningún caballo, el color púrpura, el color escarlata: son los colores de la lujuria y el desenfreno.
La mujer, el dragón, la ramera y la bestia son otros símbolos interpretados por los exégetas preteristas, los historicistas, los futuristas y los idealistas. En el Apocalipsis figuran los gobernantes corruptos y malévolos, crueles, representados como bestias, como escorpiones y también como señales funestas en el cielo y cursos de agua extraviados y caóticos. Sin embargo, los leones dormidos, los árboles frondosos son los símbolos del maltratado pueblo cristiano. El fin está cerca, y luego habrá cielos y tierra nueva para los buenos, en la Gloria, tras la segunda venida de Jesucristo; algunos dicen que Jesús ya volvió.
Se cree que el autor del Libro es el hijo de Zedebeo, pero puede ser otro Juan, llamado el Anciano. Marción, hereje del siglo ii, negó que el Libro fuera de san Juan, así como la secta de los álogos. Era una impostura para Cirilo de Jerusalén, Gregorio de Nazianzo y para Teodoro de Mopsuesta.
El Apocalipsis se escribió en cualquier caso en Patmos, una de las islas Espóradas, al sureste de Icaria, cerca de Samos, frente a la costa turca. Espóradas significa dispersas. La visión de la isla pudo impresionar a Juan. En una foto en blanco y negro vemos un islote volcánico, rocoso y desolado, árido, en mitad de la desesperación. Cerca, flotan en el Egeo: Kos, Kalymnos y Leros.
Una mujer, Jezabel, viene a turbarnos. Según el Apocalipsis es la mujer de un rey de Israel, Acab, y lo incita a la inmoralidad, a la adoración de falsos dioses, de ídolos. Mientras, vive y hace vivir una vida de promiscuidad sexual. Un profeta, Elías, anuncia que manchará con su sangre la viña de Naboth (había persuadido a su esposo para que acabara con él y se quedara con la tierra). El caso es que tras una vida de fornicación, sacrificios a los ídolos y otros pecados, Jehú, un nuevo tirano, manda a los eunucos que la arrojen por una ventana del castillo o palacio, es arrastrada hasta la viña y allí es devorada por los perros. No sé dónde he leído que en tiempos de Juan «existía una influencia satánica considerable en Asia Menor».
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