Mateo Fernández Pacheco Martín - Tagherot

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Emiliano Caridad, desde España, envía relatos eruditos, irónicos, del mundo antiguo y de su esplendor, a la hija de unos amigos íntimos, Violeta, una joven de nuestros días, llena de luz, sensible y hermosa, que vive temporalmente en La Habana.
También ella nos cuenta lo que ve, lo que siente, la apariencia y la realidad increíble, de la Cuba honda, la de la piel pegajosa, la Cuba risueña y desconcertante. La Perla del Caribe, llena de problemas y llena de estímulos, la de María la Gorda y la de Baracoa, la de la calle Amargura y la calle 23, y la del Temporal del Norte en el Malecón, vacío, húmedo, ventoso, violento, caballero.
Con una voz propia, con una sensación física y vital, llena de viento y de salitre, de lluvia caliente, libre de tópicos y de prejuicios, se nos muestran dos mundos, o muchos, uno actual y los otros tan vívidos como la realidad presente.
Es el momento de la dulce felicidad de Violeta, la visión cínica y misteriosa del diplomático Tom, la resignación y serenidad de Máximo, mientras La Habana y toda Cuba giran alrededor, sin que lleguemos a entender las claves de un universo oculto, y en el que sólo el amor y la lucidez permiten la alegría de vivir.
Tagherot es un collado, un desfiladero, un puerto, una garganta, un camino elevado del Atlas de Marruecos, por el que conseguiremos cruzar a unos mundos diferentes.

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El desfiladero de Tagherout o Tagherot lo cruza un botánico inglés junto a J. Ball, Joseph Dalton Hooker, en 1871. Creo que se le va la mano, o la vista, y dice en su libro, Tour in Morocco and the Great Atlas, que el collado está a 3500 metros de altura y es de difícil acceso, sobre todo en invierno.

Capitulo 2

Me puse un poco nerviosa; llevaba mucha ilusión y también temor. Vivir sola en otro país, en La Habana, en Cuba, me llamaba la atención, pero cuando subí al avión en Madrid, no estaba muy contenta. Me gusta controlarlo casi todo, bueno, no soy una maniática, aunque no creo que pueda decirse que sea muy espontánea; el desorden no me gusta. Tardamos diez horas, aunque nunca se hacía de noche. Los pasajeros eran españoles, de vacaciones, y también muchos cubanos. A mi lado se sentó una mujer negra que pesaría al menos ciento veinte kilos y antes de despegar se durmió. Tuvimos algunas turbulencias en las Azores, o eso dijo el comandante; yo no tengo miedo, pero me aburren tantas horas sin hacer nada, solo pensar o dormitar, hay personas que no paran quietas un momento.

Aterrizamos en el aeropuerto José Martí, y algunos aplaudieron, casi todos. A mí me dolían los oídos. Las maletas tardaron en salir casi una hora. En la terminal hacía mucho calor, estaba oscuro y todo parecía un poco roto o mojado. Mi primera sensación fue de extrañeza: las chicas de aduanas con la minifalda y las medias y los tacones, las matronas obesas, los niños llorosos y el tremendo desorden del vestíbulo, abarrotado, formando las familias y amigos o conocidos que esperaban una uve grande que se cruzaba hasta que apenas si había espacio para el carro, entre gritos, llantos, maletas, paquetes y taxistas con carteles: «Mr. White», «Señor Durán», «Porfirio Secundino», «Amalia», «Congreso Médico de Cardiología».

Un taxista casi mudo me llevó a La Habana Vieja por treinta euros por unas carreteras mojadas, llenas de charcos; estaba atardeciendo y había mucha gente en las paradas de los autobuses formando aglomeraciones. Nunca había estado en América ni en Cuba, claro; venía del frío de Enero de Madrid al calor del trópico. Entramos a la ciudad, era domingo y no parecía haber mucha gente por la calle. Subí a tirones hasta un tercer piso las dos maletas, en una casa particular, un hostal que había buscado por una agencia, Casa Adelita. Ella no estaba (no se encontraba), pero sí su hija y el que pensé que era un novio suyo, un chico muy serio con gafas oscuras. La habitación era muy grande, de techos muy altos, antigua, acogedora y tenía un balcón desde el que se veía el Malecón, aunque olía un poco a cerrado. Estuvimos hablando un rato sobre cambio de moneda, horarios, restaurantes; parecían aburridos, cansados. El chico me preparó dos sándwiches un poco secos de jamón y queso que me comí en la habitación. Luego me desnudé, me metí en la cama con el balcón abierto de par en par, pero no me dormí.

La verdad es que había llegado a La Habana un poco pronto; quiero decir que no era ese lunes, cuando me levanté de la cama a las ocho, cuando debía empezar a trabajar, sino el lunes siguiente. Había pensado que de esta manera me aclimataría, me acostumbraría a mi nueva vida, tal vez una semana es poco tiempo o mucho. Después de desayunar fruta y café que sirvió el chico de las gafas oscuras, salí a cambiar dinero y me dieron por mis euros unos billetes que nunca había visto con un valor aproximado. Lo primero que compré fue una tableta de chocolate en la calle Lamparilla o en la calle Mercaderes. La Habana Vieja me causó una gran impresión, aunque no sé decir cuál. Procuré comportarme como me han enseñado, o es que forma parte de mi carácter: desenvuelta, prudente, confiada y extranjera, como una turista más. En muy poco rato me dijeron algunos cubanos: «caramelo», «bombón», «bella», «bonita», «cielo», «mi amor» y «mi querer». Lo peor es detenerse desorientada en alguna esquina sin saber qué calle tomar, todas son parecidas.

Es muy hermosa la parte que está cerca del puerto, la más antigua, que está restaurada, la que recorren los turistas. Al interior, hacia Prado y el Capitolio, los edificios están en muy mal estado, sucios, las calles están llenas de basura y de escombros y de aguas sucias. El turista forma parte del decorado; decidí no querer nada, no comprar nada, no interesarme por nada. Los que quieren algo contigo te preguntan primero por tu país y si es España, de qué parte. En realidad les da lo mismo, es una forma de entablar conversación.

Me tomé un café en una plaza, creo que era la Plaza Vieja, aquí también había charcos, en todas las calles los hay.

Me gustó mucho La Habana, me llenó de entusiasmo, no sé por qué. Estuve toda la mañana andando y luego me fui por el Malecón adelante, temía perderme. Un chico negro, muy guapo, me acompañó a un restaurante que estaba al lado y allí comí pescado y verduras, o viandas como ellos dicen. Todo estaba muy bien, aunque había un poco de ruido, el aire acondicionado salía helado y no fue muy barato. No podía seguir andando toda la tarde, así que volví a la casa consultando el mapa. Adelita era una mujer guapa, bajita, con unos pechos muy grandes. No parecía haber nadie más en la casa, pero más tarde oí a algunas chicas hablando en inglés. También se oía una novela en la televisión, al fondo de un pasillo muy largo. Estuve en mi habitación, adormilada, hojeando la guía. Me sentía muy tranquila, muy a gusto.

Capitulo 3

No todo el mundo sueña con algo que no existe. Puede que nunca haya corrido sobre la superficie de la tierra el unicornio, un caballo de fábula con un cuerno recto en mitad de la frente; es de color blanco, tiene la cabeza roja y los ojos azules. Parece un ser frágil, pero está dotado de fiereza (el cuerno es para algo); casi siempre escapa en el bosque con un salto prodigioso. Para Ctesias, que vivió más o menos en el año 400 antes de Cristo, era un asno salvaje; con el cuerno se hacían unos vasos que impedían el envenenamiento de los que en ellos bebían.

Plinio creía que era un caballo, pero con cabeza de ciervo y patas de elefante y, además, mugía de manera espantosa. Aristóteles, que sabía de todo, lo asocia al órix del Alto Egipto y al asno de la India.

Para justificar la inexistencia de algo inexistente, pero que muchos han citado o han visto con sus propios ojos, se cita al rinoceronte, que es una bestia pesada, y al narval, primo del delfín, y que no tenía cuerno, sino colmillo. Todo esto son tonterías. La verdad es que por supuesto que corrían por los campos al menos seis tipos de unicornios, según el naturalista del siglo xvii Jhonston, que no era ningún tonto, y dos de ellos tenían melena; los antiguos hebreos hablaron de este animal con la palabra r´em o reem, que se tradujo luego por monókenos, unicornis o rhinoceros. En realidad lo que significaba era bos taurus primigenius, el buey salvaje. Bueno, da lo mismo.

Al licorne, que es el nombre de este ser mítico en francés, no se le puede encerrar, muere de tristeza, según atestiguaron los santos Gregorio e Isidoro. Pudiera parecer de juguete, pero es peligroso, agresivo. A él lo que le gusta es reposar bajo los árboles entre las altas hierbas, escuchando el zureo de las palomas. Ahora bien, si el elefante, que según Plinio era su mayor enemigo después del hombre, lo provocaba, afilaba el cuerno en una piedra apropiada y se lo clavaba en el vientre, qué dolor, como una estocada.

Existen dibujos antiguos que representan a una doncella tendiendo los brazos al animal que escapa de los cazadores, ¿para qué los queremos? Este caballo loco alterna con mujeres semidesnudas al borde de lagos encantados, en bosques de lujurioso follaje. Perdón. En ocasiones aparece un guerrero que le da muerte, no se sabe por qué, mientras descansa adormilado junto a la doncella.

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