Mateo Fernández Pacheco Martín - Tagherot

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Emiliano Caridad, desde España, envía relatos eruditos, irónicos, del mundo antiguo y de su esplendor, a la hija de unos amigos íntimos, Violeta, una joven de nuestros días, llena de luz, sensible y hermosa, que vive temporalmente en La Habana.
También ella nos cuenta lo que ve, lo que siente, la apariencia y la realidad increíble, de la Cuba honda, la de la piel pegajosa, la Cuba risueña y desconcertante. La Perla del Caribe, llena de problemas y llena de estímulos, la de María la Gorda y la de Baracoa, la de la calle Amargura y la calle 23, y la del Temporal del Norte en el Malecón, vacío, húmedo, ventoso, violento, caballero.
Con una voz propia, con una sensación física y vital, llena de viento y de salitre, de lluvia caliente, libre de tópicos y de prejuicios, se nos muestran dos mundos, o muchos, uno actual y los otros tan vívidos como la realidad presente.
Es el momento de la dulce felicidad de Violeta, la visión cínica y misteriosa del diplomático Tom, la resignación y serenidad de Máximo, mientras La Habana y toda Cuba giran alrededor, sin que lleguemos a entender las claves de un universo oculto, y en el que sólo el amor y la lucidez permiten la alegría de vivir.
Tagherot es un collado, un desfiladero, un puerto, una garganta, un camino elevado del Atlas de Marruecos, por el que conseguiremos cruzar a unos mundos diferentes.

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En los jeroglíficos egipcios cada signo no tiene un valor independiente, sino simbólico. Al interpretarlos de otra manera basados en textos de Amiano Marcelino (siglo iv), se llega a conclusiones disparatadas o monstruosas. A partir del siglo xvii surgen numerosos intérpretes que complican aún más la cuestión: Pierio Valerius, Miguel Mercati, Warburton, Zoega. Este último cifró los signos en 958 caracteres divididos en siete órdenes. En el fuerte de San Julián de Rosetta, en 1798, durante la ocupación francesa, un capitán de artillería, Bouchard, encuentra una piedra o una losa con inscripciones de arriba abajo de un mismo texto en alfabetos jeroglíficos, demóticos y griegos. Corresponde a lo que dijeron los sacerdotes de Tolomeo Epifanes en el 196 antes de Cristo. Es estudiada por Champollion, que da con la clave para su interpretación, y abierta esta puerta, otros egiptólogos avanzan en las escrituras hieráticas y demóticas.

En 1866, Lepsius halla otra losa con un texto íntegro de un decreto escrito en tres lenguas, el llamado Decreto de Kanopos.

Les daré una pequeña relación de sabios interpretadores de jeroglíficos: Barchardt, Budge, Deveria, Erman, Guiyesse, Lauth, Maspero, Revillont, Schiaparelli, Stern. Los signos están esculpidos en la piedra, grabados y también pintados. Para escribir usaban el cálamo, una pluma de ave o de metal. Si ustedes son muy curiosos pueden intentar descifrar la escritura etiópica, que lo está a medias, o la cursiva etiópica, que hasta ahora sigue sin entenderse. Pero también pueden leer el Libro de los Muertos, Totenbuch der eegypter nach dem hieroglyphischen papyrus in Turin, publicado por Lepsius en 1842. Está basado en el manuscrito que se encuentra en esta ciudad, con setenta y nueve tablas, y que en egipcio se llama Pert-em-hru. Puede traducirse por La salida del día, o más bien El Libro de irse alejando en el día o El Libro de irse alejando de día en día. Se conocen al menos tres versiones, la de Tebas, la de Saita y la Heliopolitana.

Tal vez lo más interesante de los jeroglíficos egipcios sean los signos ideográficos; por ejemplo, un muro inclinado representaba la acción de caer; un instrumento musical, el placer y la alegría de vivir; el firmamento era un tablero y debajo de este, una estrella. En casi todos los jeroglíficos había pájaros, y según estos miraran, así se leía, normalmente de derecha a izquierda. Además de grabados y esculpidos, los escribas dibujaban en papiros con tinta. El papiro es una planta que puede alcanzar los ocho metros de altura. En Londres, en el Museo Británico, además de la piedra Rosetta, tienen un rollo de papiro de casi cuarenta y un metros, descubierto por un tal Harris y que trata sobre los triunfos de Ramsés III.

Este papiro no se lo enseñan a casi nadie.

En La Habana parece amanecer muy temprano y enseguida hay ruidos y gritos de niños que van a la escuela. También se oyen motos, carros petardeantes y carretillas. Los vecinos se llaman muy a menudo a voces. Aunque es pronto, ya hace calor. Desayuno en la cocina con Mudín mientras oigo las conversaciones de la calle, y luego salimos a dar una pequeña vuelta al parque, y regreso pronto, pues me voy enseguida a trabajar. Subo una cuadra y desde el borde de la acera hago la señal convenida hasta que alguno de los viejos carros de los años cincuenta se detiene y entonces pregunto al chófer si va en mi dirección. Dentro, aunque son las siete y media de la mañana ya la música es atronadora; cuatro personas muy serias, con cara de sueño, me dan los buenos días y nos vamos entre una nube de humo negro hacia Miramar.

El jardinero y custodio, que se llama Máximo, me recibe cada mañana barriendo el trozo de acera que está delante del edificio con un escobón tan viejo como él. Todo está lleno de hojas de los árboles, de papeles, de latas y algunos cartones. Patricia suele llegar un poco más tarde, así que mientras hago un poco de limpieza sobre la gran mesa del despacho rompiendo, apartando, clasificando y colocando documentos. Las cubanas dicen que me oyen tararear. Luego me tomo otro café de una cafetera que tenemos en la pequeña cocina con Taymí, que le añade al menos tres cucharadas de azúcar a la taza. ¿Para qué nos vamos a engañar?, Taymí es muy negra, está muy gorda, ríe mucho, yo la encuentro muy graciosa, muy cómica como dicen aquí. Habla mucho por teléfono con su madre, con sus hermanas, con su marido, y siempre se trata de resolver. A mí me llama Violetita, la flor de España.

Ahora ya no hay dioses en los hogares, o tal vez sí, pero existieron los llamados lares, espíritus, así como los Manes, los Penates, los Genios y los Lémures. Naturalmente, vivían en Italia entre los latinos, los sabinos y los etruscos, y no hace tanto tiempo. En un principio eran protectores de los campos de labor, de los cultivos de la campiña, custodes agri, y vigilaban los cruces de caminos, hasta que además se trasladaron y se integraron como guardianes y benefactores de las familias en sus hogares.

El lar familiar custodiaba en depósito un tesoro oculto, hasta que llevado de su generosidad decidía revelar su existencia a quien lo merecía.

Lar también es hogar, llama, candela. Después de una vida nómada, el labriego volvía a su morada. En los campos, en las casas rústicas, los lares se hacían en madera, laudentes, bailarines. Al salir de viaje y al regresar, al partir a la guerra, los hombres se encomendaban a los lares agrestis, familiares de Silvano y de Príapo, cuyo emblema era el falo, el guardián de los campos. Al volver, el padre de familia, rodeado de sus hijos y servidores en las casas pudientes rezaba la oración de la mañana, sentados todos en largas bancas de madera, después del desayuno, consagrando la mesa y la sal. Los dioses se encontraban en el sacrarium, pintados en el muro o en forma de estatuas.

Los lares se representaban como adolescentes, con un cuerno de la abundancia en una mano y cimbreándose sobre las puntas de los pies. El soldado, tras las guerras crueles, colgaba sus armas frente al altar; el que había estado preso, su cadena; y las mujeres recién casadas, al entrar al hogar de su marido, colocaban una moneda, un as, sobre los lares y otra en el cómpito o altar de las encrucijadas, donde los campesinos al terminar las faenas del año acudían a ofrecer los yugos rotos. Allí se erigían las capillas, las edículas, en las separaciones naturales de las tierras de labor a las que acudían los trabajadores, cerca de las fuentes públicas, en los límites.

Hemos olvidado los manes, los penates, los genios y los lémures. Los primeros eran almas de muertos, benévolas, clementes. Creaban el rocío matutino y tenían que ver con los manantiales. Se les ofrecía vino, miel, leche, flores. Sus fiestas eran la Rosaria y la Violaria, por la rosa y la violeta. Estas almas benefactoras se dan a aparecer el día 24 de Agosto, el 5 de Octubre y el 8 de Noviembre.

Los penates son los verdaderos dioses del hogar, los que surten la despensa, los poderes invisibles, y se representan como dos jóvenes sentados. «Llevarse los penates» significa cambiar de domicilio.

Con la persona nacen los genios para preservar su existencia. Es la fuerza divina que engendra, que da vigor, la conservadora de la estirpe. Los genios presiden las bodas, las uniones nupciales y la fecundidad. En la Antigüedad a la unión de los dos sexos se la llamó genialis, abundancia, alegría, felicidad. Los romanos juraban por su genio, indulgere genio, ceder a la tentación, sobre todo a la bebida. Su símbolo es la serpiente.

Hay otros fantasmas de los muertos menos indulgentes y más molestos, los lémures. Son sombras, duendes, casi espectros. Se aparecen los días 9, 11 y 13 de Mayo, días nefastos en los que no debe uno casarse. Por la noche el padre de familia sale descalzo y a medio vestir de la casa, se lava las manos en una fuente y castañeteando los dedos para llamar a los fantasmas, vuelve la cabeza y arroja habas negras, repitiendo nueve veces: «Por estas habas me rescato yo y los míos», o también, «Por medio de estas habas nos comunicamos yo y los míos». Hace sonar un vaso de bronce y conmina: «Manes de la familia, salid, sombras de mis antepasados, marchaos».

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