Envolturas
Fernández, Mario Martín
ISBN: 978-84-19198-28-0
1ª edición, noviembre de 2020.
Dibujo de portada: Ernesto Martín Fernández (CURRO).
Editorial Autografía
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Índice
ENVOLTURAS ENVOLTURAS La madrugada le sorprendió vestida para la fiesta; con las manos ensortijadas con perlas de rocío buscó el cartón de vino, apuró el último trago, y siguió soñando. Para Nieves y Héctor, por desnudarme. A mi madre, Felicidad, y a mi padre, Daniel, por vestirme. A mis hermanos Curro y Jaime y a mi hermana Ana, por compartir mis envolturas.
LEANDRO
VENANCIA
SERVANDO, HERMANO DE ÚRSULA
DIONISIO, EL HIJO DEL HERRERO
DON RODRIGO, PADRE DE BELINDA
AMIGO
MARÍA
DON AQUILINO, PADRE DE SILVERIO.
LA SEÑORA FELICIDAD….
La primera vez que conocí al autor de la presente novela era día de boda. Se hizo enseguida con el desgobierno de nuestra mesa de invitados. Pronto descubrí que, a su lado, todos los días son fiesta; ingeniero en neologismos, siempre tiene los ojos a punto de travesura y ejerce de farandulero a tiempo completo.
Pero, por encima de todo, presenta dos cualidades que hacen posible este cuento: aún en vena la savia de su pueblo natal, la localidad española con mayor número de talentos por kilómetro cuadrado, y la sensibilidad por el dolor ajeno.
Como sus quintos, Mario asistió a los últimos coletazos del servicio militar obligatorio. Podría atormentarnos con historias de la mili; sin embargo, prefiere empezar “en mi pueblo una vez...” Posee enquistada la querencia por la piedra, el viento, la forja, el barro, y pastorea el jardín de su casa con pulso firme de manos artesanas.
Como todo hombre de bien, se conduele de la extinción del colobo rojo, de la inconsistencia en el sabor de los tomates, de las tribulaciones del alma.
Y así ha parido Envolturas.
El libro camina, sin prisa, en un momento indeterminado de la posguerra entre senderos sellados por el instinto de supervivencia.
A los secretos que esconden, les preceden siempre olores: La atmósfera agria en el hospicio de soledades, desde el que el protagonista intuye el mundo; el heno sofocante para el establo, el vaho a leche podrida del queso cerca de las riveras, el guiso de níscalos sobre el trébede del hogar... Tantos vapores no son casualidad, pues Mario suele consignar la realidad en términos de aromas y tufillos. Su anterior relato, Olores, es un buen ejemplo.
Envolturas es, más que otra cosa, un verso encadenado sobre la luz que desprenden sus personajes alrededor de Leandro, el silencioso y atormentado protagonista cuya maldición solo descubre lo que todos, ya antes, llevaban dentro.
Por todo ello, así en lo humano como en lo literario, agradecemos a Mario que los días descariñados se compensen con chascarrillos y, con Envolturas, que siembre de pasados la tierra deshabitada de nuestra memoria.
(Nuria Alda López)
ENVOLTURAS
La madrugada le sorprendió vestida para la fiesta;
con las manos ensortijadas con perlas de rocío buscó el cartón de vino,
apuró el último trago, y siguió soñando.
Para Nieves y Héctor, por desnudarme.
A mi madre, Felicidad, y a mi padre, Daniel, por vestirme.
A mis hermanos Curro y Jaime y a mi hermana Ana, por
compartir mis envolturas.
La casa apareció ante Leandro patas arriba, envuelta en una bruma temblorosa y desprendiendo fulgores de otro mundo. El burro le había traído balanceándose de un lado a otro por los apuros del terreno, a lo largo de un camino que discurría sin prisa, estrecho y tortuoso, por laderas de frondosos pinares. Servando caminaba unas veces delante tirando del ramal, y otras detrás, arreando al burro con manotazos en el lomo. Había tenido el detalle de atar al muchacho boca abajo sobre el aparejo para que no se cayera, ya que este había venido inconsciente todo el viaje.
Cuando pararon delante de la casa, Leandro se despabiló muy descompuesto, no pudiendo evitar un vómito de protesta. Servando le miró con desagrado, arrugó el morro asomando los paletos abandonados al sarro y silbó aguzado. Al momento apareció un perro corriendo desmañado, pues solo tenía tres patas; miró a su amo y dijo “guau”, pidiendo permiso. Servando consintió con la cabeza. El perro olisqueó el suelo debajo de la cabeza de Leandro y lo dejó limpio de protestas. Luego su amo le dijo: “¡Anda con él Perro Malo!”, y éste se lio a lametones con la cara de Leandro, con meticulosa devoción. Servando se reía con tal holgura que el muchacho se sintió un comediante involuntario, e incluso agradecido de tener la cara limpia cuando apareció su tía, abriéndose paso entre relumbrones de sol de poniente, rebotando en hojalatas y somieres que emperifollaban la cerca de madera que rodeaba la casa.
Venancia venía también renqueando con un costurón en la pierna. El cepo para bestias que la mordió en la noche de bodas, lo colocó Servando entre las sábanas de franela, recién lavadas con jabón de sosa y perfumadas con golpes de cantueso en flor para la ocasión. Su recién estrenado marido colgó las sábanas ensangrentadas enfrente de casa, para que todo el mundo las viera, y acallar así las habladurías malintencionadas y burlonas referidas a la virginidad de su recién estrenada esposa. Nadie lo puso en duda, ni siquiera el que encontró entre el estiércol que le había vendido el padre de Venancia, antes de que ésta se desposara, lo que no se pudieron comer los cerdos: un pequeño cráneo con las fontanelas abiertas fruto de las entrañas de su hija. Todos dieron por bueno el cuento del “perro malo” que, ofuscado por el olor a sangre desflorada, mordió a Venancia mientras esta lavaba en el rio las sábanas de la consumación, que hubieran coloreado las aguas con hilillos de púrpura sumisión.
“Ojo por ojo”, respondía ceremonioso Servando cuando le preguntaban la razón de haberle cortado al perro una pata.
“¿Qué te parece el mozo?”.- Venancia permanecía inmóvil mirando desde muy adentro a Leandro.
—“¿Está vivo?”_ dijo Venancia con poco entusiasmo y arrastrando las palabras, como si algo tirara de su lengua hacia dentro.
—”¡ Hay que joderse con la señoritanga , tó le parece poco! .Anda tira pa la cuadra y prepárale la suit”- dijo malhumorado y amenazante Servando.
Su esposa obedeció con la expresión disecada; hacía tiempo que había dejado de estar viva.
—”¡ Y tú, tira detrás de ella”!- Le ordenó a Leandro, desatándole del burro. Al desmontar, el muchacho apenas se tenía en pie y la claridad del mundo le cegaba. Siguió a su tía tambaleándose, encorvado y sujetándose el pecho con las dos manos. El sol se acostaba en la ancha espalda de Venáncia, y allí también dejó Leandro que su sombra descansara.
LEANDRO
“Mi madre deseaba que naciera envuelto en un sudario. Yo, chapoteando en el útero, en un fluido viscoso de levadura de cerveza ipa, la oía runrunear: “No se mueve, puede que esté muerto”.
Sentía sus temblorosas manos sobre la panza preñada, temerosa de un latido, de un respingo. Y yo me hacía el muerto, para contentar sus miedos, para que así, cuando naciera, me quisiera un poquito por haberle dado una pequeña esperanza. Este deseo o necesidad de pasar desapercibido, de no ser escuchado, debió causar en mí organismo una avería, un descontento por mi intento de negación que envenenó de alguna manera mí ser racional y con ello el vehículo que lo hace más evidente: la palabra.
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