Mateo Fernández Pacheco Martín - Tagherot

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Emiliano Caridad, desde España, envía relatos eruditos, irónicos, del mundo antiguo y de su esplendor, a la hija de unos amigos íntimos, Violeta, una joven de nuestros días, llena de luz, sensible y hermosa, que vive temporalmente en La Habana.
También ella nos cuenta lo que ve, lo que siente, la apariencia y la realidad increíble, de la Cuba honda, la de la piel pegajosa, la Cuba risueña y desconcertante. La Perla del Caribe, llena de problemas y llena de estímulos, la de María la Gorda y la de Baracoa, la de la calle Amargura y la calle 23, y la del Temporal del Norte en el Malecón, vacío, húmedo, ventoso, violento, caballero.
Con una voz propia, con una sensación física y vital, llena de viento y de salitre, de lluvia caliente, libre de tópicos y de prejuicios, se nos muestran dos mundos, o muchos, uno actual y los otros tan vívidos como la realidad presente.
Es el momento de la dulce felicidad de Violeta, la visión cínica y misteriosa del diplomático Tom, la resignación y serenidad de Máximo, mientras La Habana y toda Cuba giran alrededor, sin que lleguemos a entender las claves de un universo oculto, y en el que sólo el amor y la lucidez permiten la alegría de vivir.
Tagherot es un collado, un desfiladero, un puerto, una garganta, un camino elevado del Atlas de Marruecos, por el que conseguiremos cruzar a unos mundos diferentes.

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En todo sueño, según Freud, hay un contenido manifiesto y unas ideas latentes, alusiones, símbolos que crea la psiquis inconsciente.

El dios del sueño es Hipnos, el hermano de la muerte. Es un joven que está de pie con los ojos cerrados y la cabeza inclinada y porta una antorcha vuelta hacia abajo.

Durante algunos días no me encontré muy bien; me parecía que el trabajo era bastante repetitivo y que no mejoraría mucho. Desplazarse por la ciudad requería mucho esfuerzo, y estaba empezando a hacer calor. En mi casa alquilada surgían diariamente problemas de menor importancia que me desanimaban: grifos que goteaban, puertas y ventanas que no cerraban, y la corriente eléctrica que se iba durante bastantes horas.

El trato con los cubanos no mejoraba gran cosa; existían algunas barreras difíciles de saltar, llegué a pensar que nadie era sincero conmigo. Me desesperaban los infinitos prolegómenos hasta para servir una cerveza caliente, las excusas, la actitud siempre negativa: «no», «nunca», «no lo sé», «no se puede», «aquí no es», «antes sí», «depende». Cualquier demanda, por sencilla que fuera, era un camino lleno de obstáculos. En las tiendas se palpaba una actitud por parte de los empleados que claramente esperaban que el cliente desapareciera cuanto antes. El acoso masculino, vulgar, grosero y estúpido me ponía de los nervios. Estaba cansada, algo confusa. El simple hecho de tener que acarrear agua embotellada, pues en La Habana no se puede beber agua corriente si no es hervida, me suponía un contratiempo; eso, cuando la encontraba. No quería depender de nadie, lo peor es que estaba llena de picaduras de mosquitos y no dormía muy bien.

Menos mal que con Patricia y unos amigos nos fuimos a buscar playas vírgenes y alojamientos remotos; el campo cubano resultó ser para mí completamente diferente a la capital: la primavera era lluviosa y había inmensas oleadas de laderas verdes llenas de palmas reales en el horizonte. Los pueblos parecían desordenados, pobres, y las carreteras estaban llenas de gente en carro tirado por un caballo, en bicicleta, andando por las cunetas con niños en brazos. Otros muchos dormitaban en los porches desvencijados mientras corrían las gallinas, los pavos y los perros y merodeaban en el cielo las tiñosas. El conjunto era una mezcla de chaparrones, frenazos, campesinos con machete y sombrero, mujeres muy gordas despeinadas, niños tirando del ramal de un potro junto a la escuela, camiones con la caja descubierta llena de muchachos y muchachas gritando. Me gustó.

Encontramos una playa solitaria, inmensa, lejana, con caminos de flores rosáceas que llegaban hasta el agua verde; no había mucho oleaje, pero sí una corriente continua, rizada y con un ruido permanente. Vimos rocas extrañas, con dibujos, de formas caprichosas, y maderos negros enterrados. Allí se acababa el mundo.

La dueña de la casa en la que dormimos nos habló de cocodrilos, de ciénagas, de avenidas y ciclones sucios, de pájaros; la humedad era como una camisa remojada. Luego llovió sobre la playa mientras nadábamos y por encima de los árboles desparramados, sobre el manglar. Me di cuenta de que tenía mucha sed, mucha hambre y de que tenía todo el cuerpo muy moreno, tal vez quemado.

Otros días fuimos a Sábalo y a San Luis y a Pinar del Río y a Viñales y al cayo Jutías y a varios lugares más entre las montañas. Me hubiera gustado que Patricia hubiera seguido conduciendo mucho más tiempo, pero regresamos a La Habana en un atardecer eterno; las mismas personas que esperaban la guagua el día que llegué a Cuba estaban en las mismas paradas, con cara de sueño, pero también de dulzura.

Un levir es un cuñado en latín, un hermano del marido. En algunas sociedades se acostumbraba a obligar a algunos hombres a casarse con la mujer de su hermano cuando este moría sin descendencia, al menos de varón. Cuando los nuevos cónyuges tuvieran hijos, el primogénito se consideraría hijo del difunto y se le impondría el nombre de este.

Un sociólogo inglés, Mc Lennan, afirma que el levirato ocurre en sociedades con propiedad privada y donde los hijos heredan los derechos de sus padres. Parece que en tiempos lejanos fue habitual el matrimonio de varios hermanos con una mujer. El autor de La rama dorada, Frazer, habla también del sororato o costumbre que facilita e incluso obliga a una mujer a casarse con su cuñado, esté su hermana viva o haya fallecido. Otro investigador, Flach, piensa que el alma del muerto es la que pasa a su hermano y revive después en el hijo póstumo. Otros creen que todo se debe a un ansia de inmortalidad, y para ello hace falta que exista un hijo varón del mismo nombre.

Entre los judíos el levir debía esperar al menos tres meses después de la muerte de su hermano, según se dice para evitar la confusión de sangres si la mujer quedaba encinta. Si al hombre no le agradaba de ninguna manera su cuñada o no quería casarse con ella, había de pasar por la humillación de ser descalzado por esta y escupido en la cara delante de los ancianos.

La relación de propiedad puede explicar también otra figura que existió en la India, el niyoga. Para evitar la extinción del nombre familiar, la mujer se une con uno de los parientes del marido, en vida de este. El hijo fruto de esta nueva unión es el sapinda del marido de la mujer. ¿Qué es el sapinda? Existe un código llamado de Manú en el que se dice que «cuando muera un hombre sin hijos, su mujer debe asegurarle un descendiente con su hermano o con otro de sus sapindas». En el silencio de la noche se acercará a la casa de la mujer y allí dormirá con ella hasta conseguir engendrar un hijo. Entiendo que el sapinda es un pariente cercano al marido, aunque no necesariamente hermano de sangre.

El levirato, en cualquier caso, sería una herencia de otro matrimonio en el que un grupo de hermanos se une con otro de hermanas. Esta teoría, conocida como Punalúa o Puñalúa, pertenece a Lewis Henry Morgan, en un principio abogado estadounidense del siglo xix que se convirtió en sociólogo y etnógrafo eminente; abandonó el este y fue a vivir con los nativos americanos iroqueses. Allí se dedicó a estudiar su organización social, sus costumbres y sus creencias religiosas. En 1851 publicó The league of the iroquois. Morgan, al igual que Bachofen y Mc Lennan, creía que en un principio no existía la familia patriarcal, sino la horda, el matrimonio por grupos o comunista. La promiscuidad era lo habitual en las relaciones entre los sexos, y eran las mujeres las que establecían el parentesco por medio del matriarcado. Después de esto se establecen a lo largo del tiempo cinco tipos de familia, a saber: consanguínea, punalúa, sindiásmaca, patriarcal y monogámica.

Punalúa es una palabra hawaiana que significa «querido amigo» o bien «compañero íntimo» dentro de una relación en la que un grupo de hermanos se une con otro de hermanas.

Se llevaron al jefe a España, con lo que Patricia y yo quedamos como encargadas de la delegación; claro que eso es lo que hacíamos antes, pero el sueldo subió un poco. Cambiamos algunas cosas, y los cubanos se removieron en los asientos. Incluso tuvimos que despedir a uno, discretamente. A Máximo le compramos una podadera nueva, un cubo de plástico bastante grande y una escalera metálica, además de subirle un poco el sueldo: siempre dice que me quiere mucho.

Se hablaba de una crisis inminente del turismo en la isla, la verdad es que algunas cosas no iban muy bien, pero la empresa seguía teniendo beneficios, nosotras hacíamos todo lo posible. Una nueva ilusión se apropió de mí por conocer gente nueva, por visitar otros lugares, por hacer cosas que antes no me hubiera planteado. La soledad relativa me entristecía en algunos momentos, pero también me daba satisfacciones. Además, en muy poco tiempo vinieron a verme dos amigas y un amigo, y también vino mi hermana, con lo que siempre había gente en la casa. Marisol me dijo que me encontraba muy bien, que me veía contenta, que qué tal los cubanos, que si era cierto que el trópico era realmente caliente.

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