Mateo Fernández Pacheco Martín - Tagherot

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Emiliano Caridad, desde España, envía relatos eruditos, irónicos, del mundo antiguo y de su esplendor, a la hija de unos amigos íntimos, Violeta, una joven de nuestros días, llena de luz, sensible y hermosa, que vive temporalmente en La Habana.
También ella nos cuenta lo que ve, lo que siente, la apariencia y la realidad increíble, de la Cuba honda, la de la piel pegajosa, la Cuba risueña y desconcertante. La Perla del Caribe, llena de problemas y llena de estímulos, la de María la Gorda y la de Baracoa, la de la calle Amargura y la calle 23, y la del Temporal del Norte en el Malecón, vacío, húmedo, ventoso, violento, caballero.
Con una voz propia, con una sensación física y vital, llena de viento y de salitre, de lluvia caliente, libre de tópicos y de prejuicios, se nos muestran dos mundos, o muchos, uno actual y los otros tan vívidos como la realidad presente.
Es el momento de la dulce felicidad de Violeta, la visión cínica y misteriosa del diplomático Tom, la resignación y serenidad de Máximo, mientras La Habana y toda Cuba giran alrededor, sin que lleguemos a entender las claves de un universo oculto, y en el que sólo el amor y la lucidez permiten la alegría de vivir.
Tagherot es un collado, un desfiladero, un puerto, una garganta, un camino elevado del Atlas de Marruecos, por el que conseguiremos cruzar a unos mundos diferentes.

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Patricia era muy amiga mía y me contó su vida o más bien algunas cosas de su vida:

—Algunas veces estoy un poco harta; yo soy una persona normal, optimista, también soy sensible, ¿sabes?, nunca he sido torpe.

—¿Entonces? —le pregunté.

—Bueno, he tenido algunos problemas.

–¿Qué problemas?

—Tonterías. Bueno, no. Cuando era pequeña era disléxica y leía muy mal, y eso me ponía rabiosa. Luego, en la adolescencia, más bien cuando tenía veinte años, ¿a que no te imaginas una cosa?

—No sé.

—Me dio por robar cosas, cosas pequeñas, sin importancia, algunas veces con importancia, en muchos sitios.

—¿Cómo?, ¿robabas?

—Sí, en las tiendas, en muchos lugares, en casa de mis amigas, en cualquier sitio. Robé una cubertería de plata y la guardé en mi habitación, debajo de la cama; también un cuadro muy bonito que descolgué de un portal en el barrio de Salamanca, muy grande, no te rías. También dinero y una cámara de fotos y un ordenador portátil. Y así bastantes cosas.

—¿Y qué te pasó?

—Mira, Violeta, es muy raro, nunca me pillaron. Se lo conté a mi padre porque quise, porque estaba muy agobiada, y fuimos a una psicóloga por Cuatro Caminos, una mujer mayor. Nos dijo que yo era cleptómana o algo parecido, que tenía como un trastorno; después se lo contamos a mi madre. Fui muchas veces a ver a esta mujer. Luego ya no robé nada, ni ahora tampoco, no te preocupes. —Rio—. Pero poco después me encontré muy deprimida. Yo no soy un bicho raro, pero me pasaba de todo, me encontraba muy mal, no triste, sino desesperada, aburrida, apática. Esta vez volví a la psicóloga con mi madre, que estaba muy disgustada. Aquella época fue muy mala, Violeta, no te lo puedes imaginar. Y fíjate, ahora estoy muy contenta, antes de venir aquí ya lo estaba, como todo el mundo, creo que eso nunca volverá, ¿verdad que no?, ¿qué sentido tendría?, ¿no?

—No, claro que no.

Fuimos a una cafetería de la calle L y nos tomamos un daiquiri cada una, granizados, muy fríos. Se fue la luz, pero volvió enseguida.

Parece ser que en el año de 1527 apareció en el cielo un cometa del color de la sangre de forma alargada, y de la punta sobresalía un brazo con una larga espada. Por lo menos eso dijo Simón Goulard, que era astrónomo; más allá de la espada se veían tres estrellas, de las que una era la más brillante. Este cometa fue contemplado por miles de personas, que además vieron en el cielo puñales, hachas y cabezas cortadas; naturalmente tenían los cabellos de punta.

Otro cometa tenebroso es citado por Ambrose Paré, y la noche del asesinato del rey Enrique IV una multitud de parisinos vio manchas de sangre en la luna blanca.

Se puede llamar a esto visiones. De otro tipo es la que tuvo aquella señora citada por Richet, que vio en Menton a su perrito Judy correr por la sala en el mismo momento en que este moría en Inglaterra. Otra señora, de apellido Telechoff, acompañada de cinco niños y un perro (otro) vieron aparecerse a un muchacho vecino suyo que se paseó por la habitación cuando al parecer acababa de morir en su casa.

Tal vez todo se deba a estados anímicos determinados, a ambientes enfermizos, a consumo de narcóticos y drogas. Tuvieron visiones, que se sepa, Sócrates, Bruto, Mahoma, Lutero y Saint Germain. En una enciclopedia bastante espesa se dice que el caso de Mahoma es normal pues era epiléptico por vía materna, y Lutero, como todo el mundo sabe, sufría manía persecutoria. Entiende también que Sócrates tuviera alguna visión, «pues a pesar de su innegable genio, parece que fue homosexual». De ahí a tener visiones hay un paso.

Robespierre, que no era un feligrés asiduo, creyó en un visionario mentiroso, Dom Gerle, y en Catalina Theot que inventaron un disparatado culto esperando la llegada del nuevo Mesías; otros visionarios como Kulmann acabaron en la horca.

Muchas brujas tenían visiones; para tener una buena, debe ayunarse al menos quince días y tomar luego libaciones de adormideras, especias y cáñamo. Más tarde se pasa la modorra en una habitación llena de humo de incienso, alcanfor, aloes y estoraque. Al despertar, una bruja hermosa y sensual que se precie se untará por todo el cuerpo desnudo ungüentos de beleño y estramonio. Así, en el aquelarre será inevitable entregarse a los mayores excesos con parejas o grupos ocasionales.

Alguien que producía visiones que no podían distinguirse de la realidad era el Viejo de la Montaña, Seik al Yebel, que desterrado de El Cairo recorrió Persia predicando la doctrina sectaria de una rama de los ismaelitas hasta apoderarse del castillo o fortaleza de Alamut, que significa «Nido de Buitres», en las montañas entre Irak y el Dilem.

Según la leyenda repetida, este gran malvado, que en realidad se llamaba Hassan-ben-Sabbah, sembró unos perfumados jardines entre pabellones recónditos y ocultos entre arrayanes, y allí trasladaba a los aspirantes (lazsida) a integrarse en la sociedad secreta en la que él era el Sumo Sacerdote. Drogados con haschisch disfrutaban de «todos los placeres que la más voluptuosa imaginación puede soñar». Más tarde y tras ser de nuevo drogados, salían al mundo, es decir a la guarida del jefe, y este les contaba que habían disfrutado de las dulzuras del paraíso y para regresar al edén debían matar a quien él ordenara o bien matarse por él. Estos fueron llamados fedauris, y por el haschisch, haschichins, asesinos. A mí lo que me interesa es lo que vieron e hicieron en el paraíso, y algo menos los crímenes que cometieron.

Con el Viejo de la Montaña y las visiones de sus seguidores no se acabó en un momento; mataron a traición a los cruzados Raimundo de Trípoli y Conrado de Monferrato y a los príncipes de Asia Orkan y Nizá-Molmuk el Valiente. Se cuenta que a órdenes de Hassan y para impresionar a los embajadores de sus enemigos, centinelas se arrojaban desde lo alto de la torre o bien se degollaban en el acto. Después del Viejo reinaron su hijo Kia Buzurgumid y su nieto Kia-Mohamed I. Más tarde Rokn-ed-Din mandó decapitar a su padre Alá-ed-Din en 1237. Así estaban las cosas.

Por fin los mongoles arrasaron cuarenta castillos de la secta y quemaron sus libros en Alamut; no sabemos qué ocurrió con los jardines del paraíso, que viene del persa faradaiça, ni dónde se encuentran sus restos.

Desde luego en el paraíso que disfrutaron aquellos fanáticos enardecidos vivían las huríes o bien hur, que es plural de hawra, femenino de ahwar, que significa «las blancas», las vírgenes de ojos negros. Miran tan solo un momento a su marido o a su amante, y son semejantes al jacinto y al coral, y han sido criadas entre azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Son tan hermosas y tienen tanta luz que a través de setenta pliegues de seda aún se pueden vislumbrar sus muslos.

Al entrar un creyente en este paraíso, muchas a un tiempo se ponen a su disposición, y el afortunado puede gozar de ellas tantas veces como días ayunó en el Ramadán o llevó a cabo buenas obras. No se sabe por qué, pero todas las huríes tienen treinta y tres años y, por raro que parezca, todas conservan la virginidad.

Entre el ruido del agua de los jardines umbríos no sabemos ahora si hay «blancas» esperándonos, seguramente no, todo eso ha terminado.

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