La convención, y esto si se revisa cualquier diccionario, está relacionada con el ajuste o concierto de un grupo de personas frente a algún aspecto. En este sentido, la convención se estatuye como norma y deriva de una práctica humana y social cuyo origen es el convenio colectivo que asume el estatus de costumbre. En consecuencia, la convención está estrechamente relacionada con la cultura, por cuanto esta se puede entender como un conjunto de concepciones e ideas que arman grupo (López, 1995), y que al hacerlo configuran una realidad estructurada y estructurante que levanta y reactúa lo biológico hasta que aflora lo humano (París, 2000).
En la obra de Gombrich se puede rastrear el concepto de convención y vincularlo con lo que en diversos textos él llama cultura por un lado, y ciencias humanas, por otro. Igualmente, si se revisa con detenimiento, el concepto mismo se vincula con el otro de técnica y de conocimiento general. Para el caso del primero, cuando el autor hace referencia a los desarrollos técnicos y a la percepción en el proceso mismo de la historia del arte; en el caso del segundo, cuando el autor habla de un conocimiento general que no es, realmente, general, y que se aúna, mejor, a lo que él mismo denomina fuente de metáfora.
Es importante, en este punto, hacer algunas referencias a este asunto teórico.
El problema de la convención es abordado por distintas áreas de conocimiento, como la lingüística y la semiótica a principios del siglo XX. Fue el lingüista Ferdinand De Saussure quien habló de arbitrariedad refiriéndose a la relación entre significante y significado en el signo lingüístico, vínculo que es, según él, producto de un acuerdo social. Posteriormente Hjemlev (1974), al aludir al mismo concepto, habla de convencionalidad en vez de arbitrariedad, con lo cual da un matiz más fuerte a la construcción social del signo. Esta idea es retomada por la semiótica, y así se introducen una serie de problemas frente a la obra de arte y a otros fenómenos sociales que intentan explicarse desde el análisis semiótico.
Así, para Umberto Eco, que además cita a Gombrich en varios de sus trabajos, solo puede existir un signo cuando «un grupo humano decide usar una cosa como vehículo de cualquier otra» (Eco, 2005, p. 36). Todo esto tiene que ver, en buena medida, con los planteamientos del historiador, sus posturas teóricas se dieron a conocer en plena revolución lingüística (por lo menos la segunda) y algunas de sus obras salieron a la luz cuando la semiótica se empezaba a desplegar hacia otros campos como la teoría del arte. De ahí que, en este contexto, los planteamientos del historiador acerca del arte supongan también una reflexión sobre el lenguaje y algunos aspectos técnicos inherentes a los avances científicos de la época. De hecho, para Gombrich el arte está estrechamente relacionado con la idea de desarrollo técnico. De hecho, prefiere, aunque haya criticado esta idea en Hegel, hablar de progreso técnico que de mentalidad. De este modo, la caricatura entraría en lo primero y no en lo segundo.
Podría decirse, entonces, que la misma idea de arte es convencional. Gombrich (1993) es explícito al respecto y dice que hay dos sentidos de la palabra: de un lado, el que se refiere al proceso de creación de la imagen, por lo cual la historia del arte es la historia de la producción de imágenes. De otro, el que alude a aquellas obras consideradas supremas por su grado de realización, y en este sentido la historia del arte es la «historia de la creación de obras bellas».
Pero la convención se debe, en buena medida, a que «somos nosotros quienes creamos las definiciones y porque no hay nada que sea la esencia del arte: podemos decidir lo que queremos llamar ‘arte’ o no» (Gombrich, 1993, p. 72). Así, una actividad puede denominarse artística cuando llega a ser un fin en sí misma, con lo cual su realización, en cuanto tal, se hace más importante que la función que le es propia desde su origen. Este es el caso, por ejemplo, de aquellas obras medievales cuya función se impone a las características artísticas. También el de la arquitectura, pues la mayoría de las construcciones se realizan con un fin determinado.
Lo mismo sucede con la escultura y la pintura, por lo que Gombrich insiste en la comprensión del contexto de producción, ya que si se conocen los fines a que sirvió una obra en sus orígenes, se puede comprender mejor la historia del arte. Las funciones (agentivas en este caso) asignadas a un objeto (las pirámides, por ejemplo) «se pierden» en el tiempo para adquirir una función simbólica menos relacionada con la forma como opera un determinado objeto dentro de la sociedad, que de su estatus cultural dentro de esta. De ahí, también, que sea difícil para la actividad del crítico, pues se trata, en suma, de un acto de fe. ¿Se puede decir que Miguel Ángel es mejor que Dalí? En verdad se puede hacer, pero no hay forma de comprobarlo (Gombrich, 1993, p. 183). También es válido señalar que el arte antiguo es muy bueno, pero no demostrar que Leonardo Da Vinci es mejor.
Ya en una de sus primeras obras Gombrich (2007) lo demostraba:
No sabemos cómo empezó el arte, del mismo modo que ignoramos cuál fue el comienzo del lenguaje. Si tomamos la palabra arte para significar actividades como construir templos y casas, realizar pinturas y esculturas o trazar esquemas, no existe pueblo alguno en el globo que carezca de arte. Si, por otra parte, entendemos por arte una especie de lujosa belleza, algo que puede gozarse en los museos y en las exposiciones, o determinada cosa especial que sirva como preciada decoración en la sala de mayor realce, tendremos que advertir entonces que este empleo de la palabra corresponde a una evolución muy reciente y que muchos de los mayores arquitectos, pintores y escultores del pasado jamás pensaron en ella (p. 39).
Esto pone de relieve la relación entre belleza y función, y explica por qué, además, el historiador prefiere hablar de producción de imágenes y de lógica de las situaciones. Para él, la diferencia entre los pueblos a los que se llama primitivos y las sociedades actuales radica principalmente en que ellos están más cerca «al estado del cual emergió un día la humanidad» (Gombrich, 2007, p. 39), pero no se puede negar que a pesar de los grandes desarrollos técnicos todavía «continuamos siendo salvajes bajo otros aspectos» (Gombrich, 1993, p. 49).
Hay que señalar, además, que las ideas de progreso y riesgo en Gombrich están ligadas, a su vez, a un juicio de arte bueno y arte malo, según lo cual en la contemporaneidad hay más arte malo que en la antigüedad. Así, el progreso está relacionado con el desarrollo tecnológico. La técnica contribuye a una mejor forma de representación de la imagen, pero al mismo tiempo hace posible la multiplicación del riesgo, es decir que, a mayor desarrollo tecnológico, hay mayores posibilidades de equivocarse en las decisiones, así como en el empleo mismo de la técnica.
Este es el caso de da Vinci, quien gustaba de hacer experimentos en el desarrollo de sus obras, tales como emplear nuevas técnicas y formas de hacer sus pinturas. El desarrollo técnico es de suma importancia, pues permite entender distintos proyectos en los que se implican los artistas. Así, el interés de crear una imagen convincente —algo que Gombrich denomina «el principio del testigo ocular»— introduce la ilusión, para lo cual se deben emplear técnicas como el escorzo que conduzcan al desarrollo de la perspectiva (Gombrich, 1993, p. 81).
El medio ofrece una mayor complejidad, de ahí que en la antigüedad unos medios simples representaban un riesgo menor de ser mal artista. Por eso Gombrich (1993) afirma que «hay a la vez un progreso y una decadencia. Hay más arte malo hoy del que había en el antiguo Egipto» (p. 92). En este sentido, el historiador se atiene a la tradición y sus convenciones conservadoras. Él no comprende el arte contemporáneo porque no le interesa comprenderlo, porque se sale de una reflexión progresiva del arte.
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