Lawrence Block
Tiempo Para Crear, Tiempo Para Matar
Matt Scudder 2
Título original: Time to murder and create
Traducción: Jane Mary Hayes
De este modo, al principio fue creado únicamente un solo hombre, para enseñaros que a aquel que destruya aunque fuera una sola alma de los hijos del hombre, la Escritura le acusa como si hubiera destruido el mundo entero.
EL TALMUD
Nacido en Búffalo, una ciudad cercana a Nueva York, en 1939, surgido a la fama dentro de un grupo de escritores norteamericanos de la costa este en el que destacaban Chastain y Donald Westlake, Lawrence Block resulta uno de los escritores más interesantes de la generación intermedia que actualmente publican en Estados Unidos.
Block, dos veces ganador del Edgar, es autor de más de 35 libros, de los cuales varios fueron llevados al cine con notable éxito. Sus series de novelas policiacas que llevan como protagonista a Matt Scudder y Evan Tanner se encuentran entre las más populares del género en Estados Unidos. En particular, las novelas de Matt Scudder que Etiqueta Negra publica en castellano han tenido un eco entre la crítica y los colegas muy importante. Joe Gores dijo de ellas que estaban «llenas de movimiento», y James Cain las calificaría como «más que superiores», mientras que Stephen King diría del personaje que está «gloriosamente realizado».
Etiqueta Negra ha publicado de Block los siguientes libros: Ocho millones de maneras de morir (EN 17), Los pecados de nuestros ancestros (EN 101), y pronto aparecerán Cuchillada en la oscuridad (EN 128) y Cuando cierre la última taberna (EN 137).
P IT II
Durante siete viernes seguidos recibí sus llamadas telefónicas. No siempre estaba para recibirlas. Eso no importaba porque no teníamos nada que decirnos. Si no estaba cuando llamaba, al regresar al hotel habría un mensaje en mi buzón. Le echaba un vistazo, lo tiraba a la basura y me olvidaba de él.
El segundo viernes de abril, no llamó. Pasé la tarde en Armstrong's, a la vuelta de la esquina, bebiendo bourbon y café y observando a dos estudiantes de Medicina que intentaban impresionar, sin éxito, a dos enfermeras. El sitio se vació temprano por ser viernes, y sobre las dos Trina se fue a casa y Billie cerró la puerta para mantener a raya a la Novena Avenida. Tomamos un par de copas más y hablamos de los Knicks y de cómo todo dependía de Willies Reed. A las tres menos cuarto, cogí mi abrigo de la percha y me fui para casa.
No había mensajes.
Eso no tenía por qué significar nada. Nuestro acuerdo era que llamaría por teléfono todos los viernes para decirme que seguía vivo. Si estaba yo para recibir la llamada, nos saludaríamos. De otro modo, dejaría un mensaje: «Su lavandería está preparada». Pero podía ser que se le hubiera olvidado, o que estuviera borracho o cualquier otra cosa.
Me quité la ropa, me metí en la cama y me eché de lado, mirando afuera por la ventana. Hay un edificio de oficinas a diez o doce manzanas de aquí donde dejan encendidas las luces toda la noche. Se puede calcular el nivel de contaminación con bastante exactitud por el parpadeo de las luces. Aquella noche no sólo parpadeaban, sino que tenían un matiz amarillento.
Me di la vuelta, cerré los ojos y pensé en la llamada que no había recibido. Decidí que no se le había olvidado y que no estaba borracho. El Giros estaba muerto.
Le llamaban el Giros por un hábito que tenía. Llevaba un dólar antiguo de plata como amuleto de buena suerte. Lo sacaba del bolsillo del pantalón en todo momento, lo apoyaba en la superficie de la mesa con el dedo índice de la mano izquierda, movía el dedo corazón y le daba vueltas. Si te hablaba, sus ojos se quedaban fijos en la moneda girando y parecía que dirigía las palabras tanto al dólar como a ti.
La última vez que yo había presenciado esa actuación, fue un día de semana por la tarde a principios de febrero. Me encontró en la mesa de la esquina donde solía sentarme en Armstrong's. Estaba vestido muy elegante, al estilo Broadway: un traje de color gris perla muy llamativo, una camisa gris oscuro con monograma, un alfiler de corbata de perla, y llevaba un par de esos zapatos de plataforma que te dan cuatro centímetros extras de altura, más o menos. A él le subían a uno sesenta y siete o uno sesenta y ocho. El abrigo que llevaba colgado del brazo era de color azul marino y parecía ser de cachemir.
– Matthew Scudder -dijo-. Estás igual, ¿y hace cuánto que no nos vemos?
– Un par de años.
– Demasiado tiempo, maldita sea.
Puso el abrigo en una silla vacía, acomodó su maletín encima y colocó un sombrero gris de ala estrecha sobre él. Se sentó al otro lado de la mesa y sacó su amuleto del bolsillo. Le miré ponerlo en marcha.
– Demasiado tiempo, joder, Matt -le dijo a la moneda.
– Tienes buen aspecto, Giros.
– He tenido una racha de buena suerte.
– Eso siempre viene bien.
– Mientras continúe.
Se acercó Trina y pedí otro café y una copa de bourbon. Giros la miró y frunció la pequeña y delgada cara en una expresión interrogante.
– Jo, no sé -dijo-. ¿Me puede traer un vaso de leche?
Ella respondió afirmativamente y se fue a por él.
– Ya no puedo beber -dijo-. Es esta jodida úlcera.
– Dicen que va con el éxito.
– Va con el agobio, ¿sabes? El médico me dio una lista de lo que no puedo comer. Incluye todo lo que me gusta. El colmo: voy a los mejores restaurantes y sólo puedo pedir un plato de jodido queso fresco.
Cogió el dólar y lo volvió a hacer girar.
Le conocí durante los años que estaba yo en la policía. Le habían llevado a comisaría quizás una docena de veces, siempre por cosas menores, pero nunca había pasado tiempo en la cárcel. Siempre encontraba forma de pagar su libertad, o con dinero o con información. Me dio información sobre uno que recibía artículos robados y en otra ocasión nos dio información sobre un caso de homicidio. Entre tanto, hacía de confidente intercambiando algo que había oído por billetes de diez o veinte dólares. Era pequeño y poco impresionante y sabía lo que había que hacer, y mucha gente era lo suficientemente estúpida para hablar en su presencia.
– Matt -dijo-, no entré aquí por casualidad.
– Tenía esa sensación.
– Ya.
La moneda empezó a tambalearse y la atrapó. Tenía las manos rapidísimas. Siempre imaginábamos que había sido carterista, pero no creo que le cogieran por eso nunca.
– Lo que pasa es que tengo problemas.
– Van con las úlceras también.
– Joder, que sí. -Otra vuelta a la moneda-. Lo que sucede es que tengo algo para que me guardes.
– ¿Sí?
Sorbió un poco de leche. Puso el vaso en la mesa y empezó a tamborilear con los dedos en el maletín.
– Tengo aquí un sobre. Lo que quiero es que me lo guardes. Ponerlo en algún lugar seguro donde nadie lo vaya a encontrar, ¿sabes?
– ¿Qué hay en el sobre?
Movió la cabeza impacientemente.
– Una parte del trato es que no tienes por qué saber lo que hay dentro del sobre.
– ¿Durante cuánto tiempo lo tengo que guardar?
– Pues ésa es la cuestión. -Otra vuelta a la moneda-. Verás, le pueden pasar muchas cosas a una persona. Podría salir de aquí, bajar la acera y que me pillara un autobús en la Novena Avenida. Todas las cosas que le pueden ocurrir a una persona, quiero decir, nunca sabes.
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