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Lawrence Block: Tiempo Para Crear, Tiempo Para Matar

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Lawrence Block Tiempo Para Crear, Tiempo Para Matar

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El crimen es el crimen, pero el asesinato es algo mayor, diferente. Nadie tiene derecho a arrojar al río la cabeza de un pequeño ladrón y chantajista. Por lo menos según el codigo de honor de Matt Scudder… Giros Jablon, un delincuente de poca monta, acude a donde un antiguo policía al que respetaba, Matt Sudder, para entregarle un sobre que debe abrir tan sólo si muere violentamente. Cuando es asesinado Scudder lo abre y averigua que estaba chantajeando a tres personas importantes una de las cuales, con casi total seguridad, es el responsable de su asesinato.

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El miércoles por la mañana saqué el sobre de debajo de la alfombra y miré las pruebas durante mucho tiempo. Saqué mi libreta y anoté unos cuantos detalles. No iba a poder mantenerlo cerca, porque si hiciera cualquier cosa, me estaría exponiendo, y mi habitación ya no sería un escondite inteligente.

El Giros los tenía bastante apretados. Había pocas pruebas seguras que manifestaran que la hija de Henry Prager, Stacy, había dejado el escenario del accidente en el que se pilló y se mató a Michael Litvak, de tres años, pero en estas circunstancias no hacían falta pruebas contundentes. Giros tenía el nombre del taller donde se reparó el coche de Prager, los nombres de la gente del Departamento de Policía y de la oficina del Fiscal a quien se había sobornado, y otras cositas que servirían. Si dieras toda la información a un reportero investigador, no podría dejarlo.

El material sobre Beverly Ethridge era más gráfico. Podría ser que las fotos solas no fueran bastante. Había un par de fotos en color de diez por trece y una media docena de cortes de película de unas cuantas secuencias cada una. Estaba ella completamente identificable durante todo el tiempo y no cabía duda de lo que estaba haciendo. Podría ser que esto en sí no fuera a perjudicar tanto. Muchas cosas que hace la gente en su juventud para divertirse se disculpan al pasar unos cuantos años, sobre todo en esos círculos sociales donde cada uno tiene sus secretos.

Pero el Giros había investigado, como había dicho. Había seguido la pista de la señora Ethridge, entonces Beverly Guildhurst, desde el momento en que dejó Vassar en su bachillerato. Descubrió una detención en Santa Bárbara por prostitución, sentencia suspendida. Hubo una detención en Las Vegas por drogas, rechazada por falta de pruebas, con una fuerte implicación de que algún dinero de la familia le había salvado el pellejo. En San Diego montó un negocio de timos con un socio que era un chulo conocido. Se malogró una vez, ella le dio la vuelta a la acusación del fiscal y le dieron otra suspensión y a su socio le cayeron de uno a cinco años en Folsom. La única vez que pasó ella tiempo en la cárcel, que supiera Giros, fueron quince días por estar borracha y alteración del orden público.

Luego volvió y se casó con Kermit Ethridge, y si no hubiera salido su foto en el periódico en un mal momento, se habría librado completamente.

El material Huysendahl era difícil de tragar. La evidencia documental no era nada especial: los nombres de unos chicos prepubescentes y las fechas en las cuales, según se afirmaba, Huysendahl había tenido relaciones sexuales con ellos; una colección de historiales de un hospital, indicando que Huysendahl había pagado el tratamiento por lesiones internas y laceraciones a un tal Jeffrey Kramer de once años. Pero las fotos no te dejaban con la sensación de estar mirando al candidato para el próximo gobernador del estado de Nueva York.

Había exactamente una docena de ellas y mostraban un repertorio bastante completo. La peor mostraba al compañero de Huysendahl, un joven y delgado negro, con la cara retorcida de dolor mientras Huysendahl le penetraba por el ano. En esa foto, el crío estaba mirando justo a la cámara, como en varias otras, y era posible que la expresión facial de agonía no fuera más que teatro, pero esa posibilidad no iba a prevenir que nueve entre diez ciudadanos normales colocaran un dogal en el cuello de Huysendahl y le colgaran de la farola más próxima.

Capítulo 4

A las cuatro y media de esa tarde estaba en la recepción de la planta veintidós de un edificio de oficinas hecho de cristal y acero en Park Avenue, a la altura del número 40. La recepcionista y yo estábamos solos. Ella estaba detrás de una mesa de ébano en forma de «U». Tenía la piel un poquito más clara que la mesa, y llevaba el pelo al estilo afro, muy corto. Yo estaba sentado en un sofá de vinilo del mismo color que la mesa. La pequeña mesa Parson a mi lado estaba cubierta de revistas: Foro de Arquitectura, Investigación y Ciencia, un par de revistas de golf, la edición de la semana pasada de Deportes Ilustrados. No pensaba que me fueran a decir nada que quisiera saber, así que las dejé allí y miré un pequeño óleo en la pared del fondo. Era un paisaje de mar, poco profesional, con muchos barquitos pequeños haciendo cabriolas en un mar turbulento. En primer plano unos hombres se asomaban por los lados de un barco. Parecían estar vomitando, pero era difícil creer que el artista lo hubiera querido así.

– Lo pintó la señora Prager -dijo la chica-. Su mujer.

– Es interesante.

– Pintó todos los de su oficina también. Debe ser maravilloso tener un talento así.

– Debe serlo.

– No le dieron clases nunca.

A la recepcionista esto le parecía más extraordinario que a mí. Me pregunté cuándo había empezado a pintar la señora Prager. Supuse que después de crecer sus niños. Los niños de Prager eran tres: un chico que estudiaba medicina en la Universidad de Búfalo, una hija casada en California, y la más joven, Stacy. Ya habían dejado todos el nido y la señora Prager vivía en una casa solitaria en Rye y pintaba paisajes de mares tormentosos.

– Terminó con el teléfono -dijo la chica-. Perdón, no le cogí el nombre.

– Matthew Scudder -dije.

Le llamó para anunciarle mi visita. No esperaba que le significase nada mi nombre y evidentemente no lo había hecho porque la chica me preguntó el motivo de mi visita.

– Represento el proyecto Michael Litvak.

Si Prager se dio cuenta de lo que era eso no lo dejó ver. Ella transmitió su continua confusión.

– La Cooperativa Golpea y Corre -dije-. El proyecto Michael Litvak. Es un asunto confidencial, estoy seguro de que me querrá ver.

En realidad, estaba seguro de que no me iba a querer ver en absoluto, pero ella le repitió mis palabras, y él no pudo realmente evitarlo.

– Le verá ahora -dijo ella, y señaló con su cabecita rizada una puerta con el cartel de privado.

Su oficina era amplia. La pared del fondo era toda de cristal con una vista bastante impresionante de una ciudad que tiene mejor aspecto cuanto más alto estés. La decoración era tradicional, en fuerte contraste con el severo mobiliario de la recepción. Las paredes eran paneles de madera oscura, tablas individuales, no de ese aglomerado. La moqueta era de color oporto aleonado. Había muchos cuadros en las paredes, todos paisajes marinos, todos, indudablemente, obras de la señora de Henry Prager.

Había visto su foto en los periódicos que miré en la sala de microfilmes en la biblioteca. Sólo eran de hombros para arriba, pero me habían hecho esperar encontrarme con un hombre más grande que el que ahora se ponía de pie detrás de la mesa de cuero. Y la cara de la foto Bacharach radiaba calma y serenidad. Ahora se encontraba marcada por el recelo, contenida por la cautela. Me acerqué a la mesa y nos quedamos mirándonos. Parecía dudar si ofrecerme la mano o no. Decidió no hacerlo. Dijo:

– ¿Se llama Scudder?

– Exacto.

– No estoy seguro de lo que quiere.

Yo tampoco lo estaba. Había una silla de cuero rojo con brazos de madera cerca de la mesa. La arrimé y me senté mientras él seguía de pie. Vaciló un momento y se sentó también. Esperé unos segundos por si acaso él dijera algo, sin embargo, era bastante bueno en cuestiones de espera.

– Mencioné un nombre anteriormente. Michael Litvak -dije.

– No conozco el nombre.

– Entonces nombraré otro. Jacob Jablon.

– No conozco ése tampoco.

– ¿No? El señor Jablon era socio mío. Hemos hecho algún negocio juntos.

– ¿Qué tipo de negocios?

– ¡Bah! Un poco de esto, un poco de lo otro. Nada tan próspero como el suyo, me temo. ¿Es un asesor de Arquitectura?

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