Gabriela Polit Dueñas - Historias de narcos - Culiacán y Medellín

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Historias de narcos: Culiacán y Medellín: краткое содержание, описание и аннотация

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Historias de narcos: Culiacán y Medellín examina el lugar que el tráfico de drogas ocupa en la producción cultural de la región. El libro compara las representaciones del narcotráfico en Culiacán y Medellín, y muestra que, aunque la corrupción, la violencia y la desigualdad social están en la base de los productos culturales analizados (novelas, fotografías, pinturas), el lenguaje local responde a las dinámicas históricas y políticas de cada país, de cada ciudad. El acercamiento teórico que propone el libro combina la etnografía —incluye entrevistas con autores y artistas de cada ciudad— con una sistemática lectura crítica de las narrativas. La novedad de esta metodología ofrece una visión amplia y profunda de las implicaciones del tráfico de drogas ilegales en los campos culturales locales. El libro, además, se pregunta por el modo como el narcotráfico es (localmente) codificado, representado, estetizado y (globalmente) consumido; a su vez, ofrece una mirada panorámica de los peligros que enfrentan los autores cuando representan el fenómeno, así como de los cambios en sus perspectivas a lo largo del tiempo.

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Explicar la violencia como producto de idiosincrasias locales necesariamente lleva a elaborar —de manera sutil— construcciones ahistóricas sobre cómo el narcotráfico ha establecido y determinado la vida diaria en estos lugares. Estudios clásicos de la mafia muestran que el crimen organizado no depende solamente de las acciones y peculiaridades del carácter de los hombres, sino, más bien, de una serie de acomodos políticos y económicos determinados desde el centro (Blok, 1975, p. 126). Para los académicos que estudian el tráfico ilegal de drogas en Colombia y en México, el desafío no es identificar a los jefes de la mafia y describirlos. El verdadero desafío es encontrar los lazos entre aquellos que usan la violencia privada y las estructuras políticas que permiten que la violencia ocurra (Blok, 1975, p. xix; véanse también Astorga, 2005; Osorno, 2009). La explicación predominante de que el desarrollo del tráfico de drogas es resultado de idiosincrasias locales puede también ser atribuida a la vaguedad del término “narcotráfico”, como sugirió Astorga, así como a las relaciones ambiguas entre los narcos, las autoridades locales, las instituciones estatales y el papel de campesinos, contrabandistas y lavadores de dinero. Por lo tanto, es muy importante reconocer que la ambigüedad del término reside en el potencial para estigmatizar y homogeneizar lo que este se propone describir (Gootenberg, 2009, p. 23).

Al crimen organizado se lo identifica por su capacidad de utilizar violencia privada con el fin de mantener el control sobre cierta región o territorio, y su éxito radica en su habilidad para controlar e influenciar al Estado o a algunas de sus instituciones. La mayoría de las veces esta influencia crea confusión en cuanto al uso legítimo (Estado) o ilegítimo (crimen organizado) de la violencia (Gootenberg, 2009, pp. 6-7).30 En la Colombia de los años noventa, esta confusión fue aún mayor, debido al número de actores armados que operaban en el país —ejército (Estado), narcos, guerrillas y paramilitares— y a las relaciones indefinidas y constantemente cambiantes entre estos grupos. En el México contemporáneo, los reportes muestran que las víctimas se quejan de la violencia ejercida por el Gobierno, la policía y los grupos del crimen organizado, y muchas veces las líneas que separan estos grupos no son fáciles de reconocer.31

Las diferencias históricas entre Colombia y México prueban que explicar el desarrollo del narcotráfico como producto de idiosincrasias locales es inapropiado. Más aún, estas diferencias muestran que las explicaciones históricas y estructurales —con frecuencia utilizadas para analizar realidades políticas y económicas— son también insuficientes cuando se trata de entender prácticas locales del narco. Los científicos sociales no describen necesariamente cómo una actividad se convierte en crimen, menos aún, cómo el mundo del crimen se vuelve parte de las prácticas comunes, mientras que la literatura provee perspectivas que vale la pena considerar; describe las zonas grises en las que estos procesos tienen lugar y explora los riesgos morales que corren los personajes que habitan esas zonas grises.

Otras voces

La Corporación Región es una organización sin fines de lucro, fundada por individuos comprometidos con el trabajo comunitario en áreas marginales de Medellín. La institución empezó a trabajar a comienzos de los ochenta, durante una de las épocas más difíciles y violentas de la historia de la ciudad. En junio de 2009, llegué a sus oficinas para hablar con el fundador y su director en ese tiempo, Rubén Fernández. Hospitalario y caluroso, Fernández me recibió en su oficina y se interesó por mi proyecto de investigación.32 Me escuchó con atención y luego dijo lo necesario que es trabajar en cultura. Me contó su historia y me explicó lo que el desarrollo del negocio de la droga en Medellín significó para la gente de su generación y con antecedentes como los suyos. Explicó:

Vengo de un barrio de clase media en el municipio de Envigado, un municipio con estigma porque fue ahí donde creció Pablo Escobar. Mi barrio era muy integrado, había cierta organización local y teníamos una historia de logros para las mejoras de los servicios públicos. Medellín y el centro de Medellín eran para nosotros, gente de clase media, otro mundo.

Hace un par de años tuve la reunión para celebrar los 25 años de graduados con mis compañeros de colegio. Éramos 35 en el colegio, y solamente 14 asistimos a la reunión. Cuando empezamos a ver quiénes estaban ausentes, nos dimos cuenta de que muchos habían muerto o estaban presos por estar vinculados al narcotráfico. Es que en mi generación, cuando el negocio del enriquecimiento rápido apareció como una opción, era muy difícil no hacerse narco. Ese primer momento del narcotráfico fue perverso porque fue puro deslumbramiento. Todavía no se vivía la violencia que vino después. Y, además, en ese momento no había elementos culturales para combatirlo.33

Era tan fácil y común para jóvenes de la generación de Fernández participar en alguno de los muchos trabajos asociados con el negocio ilegal de la droga que él admitió la suerte que habían tenido él y algunos de sus amigos que no se convirtieron en narcos. Fernández dijo que él siempre se había sentido comprometido con los más vulnerables, y que durante los años ochenta comenzó a trabajar como voluntario en las comunas de Medellín. Fueron los mismos años y las mismas áreas de la ciudad en las que Pablo Escobar reclutaba jóvenes. Fernández fue la primera persona que entrevisté que vinculó el impacto del negocio de la droga con la vida diaria, fue más allá de los típicos esquemas axiológicos y analíticos que surgen cuando se evoca el tema. Su historia enfatiza el daño profundo que generó el narcotráfico: la coexistencia con la ilegalidad, el repentino incremento de bienestar económico, la manera como se valora el dinero y la subsecuente transformación de las relaciones personales. Este importante aspecto ético de la transformación de Medellín es poco explorado en los trabajos acerca de los sicarios.

Algunos culichis también hablan del negocio del narco a través de sus propias experiencias, así como lo hizo Rubén Fernández. Todos conocen algún narco. Son amigos de amigos, o tienen algún familiar no tan distante que resultó implicado en el negocio. Esto quizá no es sorprendente, dado que Culiacán es una ciudad relativamente pequeña y que el negocio ilegal ha funcionado durante décadas. Los culichis sufren los efectos del narcotráfico y hablan de ello como una dolorosa experiencia que ha transformado su ciudad, no solamente por la violencia cotidiana, sino también porque deteriora la calidad de las relaciones sociales. En la introducción de su libro Sinaloa, una sociedad demediada, Ronaldo González comienza con una cita del exgobernador Juan Millán:

Para explicar y comprender la violencia que nos lastima tenemos que preguntarnos cuándo la sociedad sinaloense perdió, por así decirlo, su “blindaje”. Todos los criminales han salido de una familia, han pasado por una escuela. Algo pasó, algo ha pasado y sigue pasando en nuestras familias, en nuestras escuelas, que las despojó de su carácter de espacios inculcadores y socializadores de valores como la sana convivencia, el respeto mutuo, la tolerancia, la dignidad de la vida propia y ajena. Algo pasó… (citado en González, 2007, p. 21).

Los puntos suspensivos que González utiliza para concluir esta cita dejan un espacio abierto que indica un cambio similar al que describe Rubén Fernández. El destino salvó a muchos de convertirse en narcos y condujo a otros a formar parte del negocio ilegal. De cierta manera, estas sociedades sienten que fracasaron; eso explica por qué describen el negocio ilegal como producto de idiosincrasias locales. Para Ronaldo González (2007), Sinaloa es una civilización que nunca completó su ciclo de formación —quedó truncada, incompleta—: “Desde hace tiempo tengo para mí que la sinaloense es una sociedad demediada que no ha alcanzado a cerrar los capítulos de su historia, o si se quiere decir de forma más convencional, que no ha logrado culminar sus procesos civilizatorios” (p. 23).

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